Saturday, March 03, 2007

La ironía en la sonrisa de Maquiavelo. Comentario a Rafael del Águila y Sandra Chaparro, La república de Maquiavelo, Madrid, Tecnos, 2006.



Por Ramón Vargas-Machuca


No hace mucho Mauricio Viroli, estudioso de la tradición republicana, publicaba un ensayo titulado “Il sorriso di Niccolò”. No es la primera vez que la enigmática sonrisa del retrato de Maquiavelo conservado en el Palazzo Vechio de Florencia inspira a los intérpretes. “Su sonrisa manda”, reconoce también el libro que vamos a comentar (p. 250). Y no porque avale hipótesis alguna sino porque la ambivalente ironía de dicha sonrisa estimula la curiosidad por la apasionante personalidad del florentino. La república de Maquiavelo es una invitación indeclinable a entrar a fondo en la obra de éste. Describe y contagia la atracción de un pensamiento que “sacude, no deja respiro, ni resquicio, que no nos dejará escapar” (p. 272). Maquiavelo es un autor difícil con frecuencia sepultado bajo un alud de interpretaciones.

De ahí el primer empeño de este libro: liberarle de los muchos prejuicios que rodean su figura. Para ello se establece desde el comienzo una fértil distinción entre maquiavelismo y análisis maquiaveliano. Frente al recetario de sentencias que tanto han aventado maquiavélicos o antimaquiavélicos y que hace decir a Maquiavelo lo que no dice , el libro representa un ejercicio ejemplar de análisis maquiaveliano. En él resuena la voz de Maquiavelo, el eco de sus preocupaciones, las paradojas irrebasables de la política tal como aquél las hizo emerger. No pretende hacer sistemático a un autor que no lo es. No propugna una tesis, porque no puede haberla, tratándose de un creador de categorías que casi siempre despliega su pensamiento como un abanico de posibilidades polémicas. Justamente esta disposición de los autores a dejar hablar a Maquiavelo marca el estilo intelectual de un trabajo que, en cierta medida, continúa una reflexión sobre la naturaleza de la política emprendida con anterioridad por Rafael del Águila. Pero esta vez de la mano de la historiadora Sandra Chaparro y en diálogo con el florentino. El resultado es una mezcla atinada de erudición e inteligencia, clave del indudable acierto de esta obra.


Maquiavelo es considerado el fundador de la ciencia política moderna y, por tanto, la analogía con Galileo resulta obligada. El galileismo de Maquiavelo se muestra en su obstinación por la verità effettuale della cosa: necesidad de ir a los hechos mismos para analizar los distintos elementos que componen la realidad y sus relaciones, fijarlos en conceptos y descubrir las leyes que rigen el mundo. La ciencia, escribía Galileo a Cristina de Lorena, no trata de explicar a la gente cómo se va al cielo, sino cómo funciona éste gracias a los datos suministrados por la reflexión, la historia y la experiencia, (p. 170). Desde la perspectiva de Maquiavelo la reflexión realista y la racionalidad sirven, además, para disciplinar al sujeto de la acción permitiéndole afrontar los hechos con inteligencia y voluntad.

Y sin embargo, el pensamiento humanista del Renacimiento experimenta como un gran enigma la presencia de lo no calculable, de lo desconocido y hermético. Algo que escapa al control humano y a la ley de la ciencia y donde se entrelaza destino y contingencia, azar inopinado y arbitrariedad. Por eso y a partir de un recorrido histórico y contextual, el libro ilustra al lector sobre el relieve maquiaveliano de la Fortuna (c. VIII). Incluso los favorecidos por ésta deberían saber que la dicha proporcionada por “dama tan poco complaciente y despiadada” dura poco. La presencia ineludible de la Fortuna atempera la confianza de Maquiavelo en la virtù, mezcla de inteligencia, coraje y habilidad, con la que recomienda hacerle frente. Y es que las posibilidades de encauzar río tan impetuoso son limitadas. Los aspectos inarmónicos y el cambio continuo constituyen variables cruciales de la acción política. Por tanto, no valen los caminos trillados ni los tópicos. Tampoco existen garantías de tener éxito. Claro que con esta mirada nunca podría Maquiavelo desembocar en ese ingenuo cientifismo que siglos después exhibieron los ingenieros sociales del XIX con su divisa de “saber para prever y prever para poder” (Comte). Sí se subraya en el libro otra singularidad del “saber político” de Maquiavelo: el punto de vista del observador no puede ser ajeno al del participante, de tal manera que a quienes se atreven a pensar la política con él les fuerza a reproducir la experiencia de los que toman las decisiones.



La naturaleza de la política

Para Maquiavelo la raíz de la política hay que buscarla en la falta de armonía. Aun contradiciendo antecedentes tan preclaros en la tradición humanista y republicana como Cicerón y su aspiración a una concordia ordinum, piensa que el conflicto tiene un aspecto creativo y lleva asociados beneficios tales como el pluralismo de grupos, la circulación de las élites y la discusión, sin los cuales no se producirían las reformas necesarias para la salud, estabilidad e independencia de la república y sus ciudadanos. Pero el conflicto tiene su lado oscuro. Muchas veces se vuelve ya intratable, desemboca en guerra civil, en la negación y exterminio del adversario (p. 233). A su juicio, sólo el uso del poder a través de la acción política permite encauzar los conflictos, transformarlos en oportunidades para una vida en común digna, libre, segura y justa. El poder uncido a la acción política desarrolla su dinamismo -“dimensión de agencia” en la jerga actual-. El poder no sólo se tiene sino que se ejerce, y es la actividad política la que da poder a unos y desapodera a otros. La centralidad de la acción resulta clave en el universo de Maquiavelo. Lo importante no es creer que otro mundo es posible, sino tener capacidad talento y voluntad para crearlo (p. 267). Por eso en política quien sólo alardea de creer está mostrando su impotencia. He ahí la almendra de la política según Maquiavelo. Y también el iter argumental de este libro, que sigue con puntillosa fidelidad los meandros de la ambivalente y a veces tortuosa reflexión de aquél.

Los protagonistas de la acción y los titulares del poder acaparan buena parte de la atención de Maquiavelo, a quien interesan más los sujetos de la política que su sede. Éstos se personifican en las figuras del príncipe nuevo, el fundador y el ciudadano republicano. Sin duda la figura del príncipe representa un modelo de acción política asociado al pensamiento de Maquiavelo. El príncipe busca el mantenimiento de un poder autónomo, garantía de su seguridad y de la obediencia de sus súbditos en el contexto de una comunidad bien ordenada. También pretende la gloria como recompensa a una buena gobernanza. Para ello necesita el uso apropiado de medios que se calibran por su eficacia (c. III). Pero aun encarnando la figura del príncipe un modelo de acción estratégica, su relevancia depende del vínculo con los otros dos arquetipos maquiavelianos de la acción: el fundador y el ciudadano, que portan aspiraciones políticamente valiosas por si mismo y con carga legitimante y que se condensan en el vivere civile e libero. Este ideal en su modelo de referencia, la antigua República romana, se sustanciaba en liberar a Italia de los bárbaros, eliminar la dependencia y crear un orden político estable y no corrupto. Subraya el libro que precisamente la relación príncipe nuevo/fundador quiebra ese prejuicio del maquiavelismo según el cual los objetivos del gobernante se ciñen exclusivamente a su propia supervivencia.

Los fundadores constituyen para Maquiavelo los grandes ejemplos. Y “la fundación”, ese gran momento en el que se crea un nuevo orden, a partir de una materia amorfa en estado de anomia histórica que logra transformarse en cuerpo político, en regla recta, leyes, e instituciones (c.V). Esta nueva realidad política sobrevivirá al fundador. Entre otras razones, por su ejemplaridad. Gracias al acopio de virtù de aquél y a ser admirado y emulado, se desactiva la corrupción anterior; se crean nuevos hábitos acordes con el orden político inaugurado; se instauran espacios políticos generadores de un modo de vida libre que antepone el bien común a cualquier otro interés y dan lugar a ciudadanos orgullosos de su pertenencia a la comunidad política por encima de su sentimiento faccional o sus intereses egoístas.

Tras su muerte, los fundadores transfieren su poder a los ciudadanos para que éstos den continuidad al nuevo orden y garanticen su integridad y libertad política. A tal fin deben hacer suya la virtù del fundador y la forma republicana del “gobierno de los muchos”, que distribuye equilibradamente el poder entre distintas clases y agentes políticos al tiempo que lo regula por ley como garantía de estabilidad de la comunidad política. La concepción republicana en Maquiavelo no se compadece con una idea privatista del ciudadano como simple sujeto de derechos particulares que el guardián estatal se encarga de preservar. Los ciudadanos gozan de visibilidad, poderes y capacidad de acción, son libres porque forman parte de un cuerpo político que les reconoce estatus y capacidad de participación política, algo que al configurarse en condiciones jurídicas diversas da lugar a una ciudadanía funcionalmente diferenciada y jerarquizada. En todo caso, los individuos son libres en tanto protegen las libertades de todos y el bien común. Su poder y derechos se transforman en deberes cívicos, cobran sentido en tanto se orientan a la defensa del vivere civile y de la República (c. X).

A mi juicio, uno de los logros de este trabajo radica en la anatomía de las categorías políticas de Maquiavelo. La libertad, suprema aspiración política, es interpretada como autonomía frente a interferencia arbitraria y como emancipación frente a dependencia. Sólo a partir de ella se alcanza seguridad y protección frente al tirano. En contraposición a la idea cristiana (paulina) de libertad interior, para los renacentistas la libertad tiene connotación relacional, resulta de una vida activa pública y se disfruta en el seno de una república libre (pp.132, 235). Pero la conquista y preservación de las libertades exige luchar por la defensa de la libertad política de la patria, hacerla tan grande como para que -superada la amenaza de una agresión externa- engendre espacios de libertad individual en su seno. En la obra de Maquiavelo libertad y guerra van conexas (c. VII). La segunda aparece muchas veces como condición de un orden político libre, por lo demás único horizonte comprensible de toda guerra justa o necesaria.

Junto a la libertad, un orden político valioso requiere autoridad y ley. La autoridad produce acatamiento, que debe fundarse en el crédito de quien la ejerce y en su vinculación genuina a las raíces. La inspiración religiosa –pagana- y el componente patriótico de la autoritas explican su carácter prístino. Para Maquiavelo la autoridad y su ejercicio se justifican por su religación al momento fundacional y a los creadores de la República. En este sentido tradición y religión civil refuerzan la autoridad en tanto garantizan la cadena de continuidad con los principios, enaltecen el espíritu originario y favorecen la cohesión de la comunidad política ( c. VI). De esta manera la autoridad economiza pulsiones violentas. Quien obedece interioriza/alberga razones para un acatamiento que se convierte en deber honroso y no en necesidad perentoria originada por el poder coactivo del que manda. Finalmente, la ley se une a las anteriores categorías que salvaguardan la libertad. La ley no sólo habilita un marco jurídico para que cada cual desarrolle sus propios planes de vida. Para una mirada republicana como la de Maquiavelo, la ley tiene un sesgo liberador, es expresión de una justicia que desvinculada de referencias trascendentes se identifica con el bien común, Una justicia, claro está, consecuencialista, cuyo rendimiento se evalúa según el grado de cumplimiento de los objetivos previstos y los resultados del desarrollo del vivere libero de la comunidad. Sólo encadenados a la ley preservaremos la libertad, habrá justicia y aumentará el bien común (pp.148-151). Maquiavelo opta por el gobierno de las leyes en la figura de la “constitución mixta”, siguiendo la estela de Aristóteles, Polibio y la republica romana. Tal propuesta institucional representa una mezcla acertada de monarquía, aristocracia y democracia, que respeta el pluralismo, equilibra los distintos intereses y expresa un tipo de bien común, fruto del compromiso y el control mutuo ( p.225).




“La herida maquiaveliana”

Con tan expresiva metáfora de Friedrich Meinecke se evoca en el libro las relaciones entre moral y política, un asunto que -aun sobrevolando todo su recorrido- se resume en el último capítulo como legado vigente de Maquiavelo. ¿Alumbra el florentino un modelo de acción política exclusivamente estratégico, desvinculado de los fines y valores legitimadores de un orden político determinado? Los autores concuerdan con Isaiah Berlin, para quien Maquiavelo no instituye la emancipación de la política de la ética, sino que marca las diferencias entre dos moralidades discordantes, la del mundo pagano, idónea para la política, y la moralidad cristiana. Los valores de la primera son “el coraje, el vigor, la fortaleza ante la adversidad, el logro público, el orden, la disciplina, la felicidad, la fuerza, la justicia y, por encima de todo, el conocimiento y poder necesarios para asegurar su satisfacción”. A fin de cuentas, distintivos de la antiqua virtus que Pericles había visto personificados en su Atenas ideal y Tito Livio en la antigua república romana. De otro lado, los ideales de la moral cristiana son “la caridad, la misericordia, el sacrificio, el amor a Dios, el perdón de los enemigos, el desprecio a los bienes de este mundo, la fe en la vida ulterior, la creencia en la salvación del alma individual” (Berlin, pp. 105-106). Maquiavelo no condena estos valores cristianos, sólo certifica que no cohonestan con los que se requieren para el gobierno de una sociedad.

La leyenda del maquiavelismo, contra la que se revuelve el ensayo, se manifiesta en una doble versión: el prejuicio que constriñe la política al manejo de los medios frente a la moral como prototipo de reino de los fines; y la manida identificación de Maquiavelo con la creencia de que “el fin justifica los medios”. Para empezar se argumenta que la política tiene fines, tan nobles como el deseo de ser autónomos y no dependientes o esclavos, vivir en paz y seguros en una ciudad libre y que procura la justicia. Es verdad que el logro de tales bienes distintivos de la política no suele producirse de modo armonioso sino con tensiones irrebasables. A veces la seguridad y la libertad política de la patria, bien supremo en Maquiavelo, obligan a posponer e incluso transgredir otras consideraciones de justicia, si bien de modo circunstancial y temporal. Asimismo los recursos de poder, las acciones, los medios que se precisan para alcanzar bienes públicos y hacer justicia, obligan a combinar ley y violencia, lo humano y lo bestial, la fuerza del león y la astucia de la zorra (p. 87). Lo principal en política, a juicio de Maquiavelo, es el comportamiento responsable, atender a las consecuencias de la acción y hacer honor a su máxima de que “los hechos acusan, pero los resultados excusan” (p. 252).

De lo anterior no se infiere la ausencia en Maquiavelo de constricciones normativas que alivien las ineludibles tensiones entre fines y medios, entre principios, acciones y resultados. Por supuesto, los frenos a los abusos de la política no proceden del exterior. Maquiavelo niega la heteronomía de la política. No existen otros mundos en los que podamos encontrar consuelo a los dilemas planteados en el ámbito político (pp.266-267). Pero los valores y bienes de referencia de la comunidad política tienen un poder limitador que atempera tanto las aspiraciones del moralista intransigente como los objetivos políticos del tirano. Uno y otro pueden permitirse el lujo de “transvalorar” medios, acciones y consecuencias, pretextando que proceden de “un corazón puro” o de una razón necesaria, “científica” ( pp.260- 261). Impecables e implacables, se indica en un pasaje certero del libro, olvidan lo siguiente: los medios“median” y no son ajenos a los fines; los procesos e instituciones que se justifican como medios o condiciones para algún fin valen en la medida en que lo prefiguran; las acciones que desencadenan y las consecuencias que producen no pueden ser el reverso de las aspiraciones que los impulsan. Al contrario, si valen es porque integran principios que apreciamos. Finalmente, como la política no es cosa de creer sino de crear, cualquier mal provocado por una acción necesaria sólo puede cicatrizar o ser reparado con otras acciones mejores que la puedan compensar. Medios y fines encuentran en Maquiavelo sus propias limitaciones. Hay en su obra, pues, criterios con los que trazar la línea de lo intolerable ( p.267).

En este libro se encaran con crudeza los grandes dilemas ético-políticos planteados por Maquiavelo, siguiendo la huella de un legado reflexivo que se reconoce ambivalente, paradójico y contradictorio. Que además aquél sea un enigma, tiene que ver con el gran descubrimiento de Maquiavelo: la sombra del mal en política. O bien la “senda del mal”, expresión afortunada del propio del Águila con la que tituló su excelente trabajo sobre la razón de Estado (Taurus 2000). Como enseña el florentino, obviar las tensiones insuperables, ignorar la escisión, no elimina los riesgos; simplemente nos hace más incompetentes para bregar con ellos. En política hay que optar y decidir. Con frecuencia constituye un drama que conlleva costes y pérdidas. Ni siquiera, una vez tomada la elección trágica de ejecutar “actos que acusan”, tenemos garantías de que se produzcan “resultados que excusan”, porque suelen llevar aparejados efectos imprevistos. Y cuando, además, cancelan un inconveniente originan otros inéditos. En contra de una opinión dominante desde Platón a la Ilustración política, compartida por los “impecables” de ayer y de hoy, Maquiavelo y los autores de este libro no creen , “con Sócrates, que del bien sólo puede proceder el bien ni, con Cicerón, que lo honesto es siempre útil” (p. 245). A veces, el bien produce el mal y éste contribuye a la consecución del bien. Lo bueno y lo malo están entreverados. Y de ahí que “la señal de Caín” se convierta en acompañante trágico de ese vínculo del mal con la política y el poder. Al final, y ante los frecuentes dilemas ético-políticos, sólo nos queda el juicio responsable, las decisiones prudentes y la justicia del menor daño. Y por supuesto, confiar en la virtú.


Virtù política

Si la acción política centra el interés de Maquiavelo, la virtù se erige en el concepto que determina el sentido de dicha acción (c. IX). A semejanza de lo que ocurre con otras de sus categorías de referencia, también ésta les parece a los autores ubicua y polivalente, proteica y contradictoria. La virtù es mezcla de espíritu moral y sentido estratégico. Tiene un componente civil y otro militar. No por casualidad para Maquiavelo el pueblo en armas encarna ejemplarmente la unidad del cuerpo político. La virtù muestra aspectos despiadados y amables en tanto emerge de ese entrelazamiento entre bien y mal y de la correlación de fuerzas entre fortuna y carácter. Expresa la determinación y el acierto a la hora de las decisiones difíciles, de navegar desafiando la fatalidad, la pereza y la ambición desmedida, de sobreponerse a la incapacidad de cambiar nuestra naturaleza y rutinas. Denota habilidad, tino y coraje. También decoro, honestidad ciudadana y amor a la libertad de la patria. En la arquitectura maquievaliana la virtù se contrapone a la corrupción, mal político por excelencia que acarrea desorden, faccionalismo extremo, debilidad e inestabilidad. Está originada por la falta de ejemplaridad tanto de una nobleza decadente e improductiva como de los “nuevos ricos” aparecidos al calor de la floreciente productividad de las ciudades. Son circunstancias que generalizaron en su época una tendencia a privatizar lo público, una pérdida de referentes para perseguir el bien común y el desplome del coste moral de la trasgresión. La corrupción expresa también el desistimiento de unos ciudadanos que despreocupados de los asuntos públicos, se concentran en su interés privado. De esta manera cristaliza en la comunidad política un profundo desequilibrio entre sus componentes, una asimetría perniciosa de recursos de poder e información, de tal suerte que quien manda, libre de constricciones y vigilancia puede manipular a su antojo a unos ciudadanos inermes y vulnerables (pp.226- 229).

Por el contrario, la virtù, forjada en la autodisciplina, promueve disposiciones acertadas y deseos estables que doman nuestras pasiones. Templa el carácter para sobreponerse a la corrupción, la desesperanza, la dependencia, la avaricia y el desenfreno. Tiene un componente de conocimiento, dado que implica pensar a lo grande, más allá de lo inmediato, y con agudeza para no encandilarse con ilusiones que ciegan y no dejarse arrastrar por tradiciones corruptas sino seguir el ejemplo de las buenas. Lejos de la creencia cristiana que identifica al virtuoso con el “fiel intérprete” de una norma perfectamente prefijada en sus trazos, recupera Maquiavelo el sentido de la phrónesis griega, esa facultad de “deliberar” sobre particulares y ejercerse en lo concreto, orientada a llevar a la práctica valores políticos importantes. Aprovechamiento de la experiencia, flexibilidad y capacidad de innovar en medio de un mundo sometido a los vientos de la fortuna y circunstancias cambiantes, adiestramiento en la persuasión por la palabra y en el diálogo con los otros: he ahí algunos de los recursos a disposición del phrónimos para crear contextos y condiciones de seguridad, autonomía y bien común que hagan factible el vivere civile e libero. La virtù, en suma, aspira a la excelencia práctica, a la destreza para conocerse uno mismo, sintonizar con el mundo y saber actuar en la comunidad.

“En este asunto de la virtud, si ha de existir la ciudad, nadie puede desentenderse”, argumentaba Protágoras en el diálogo platónico del mismo nombre. Y es que la virtú política atañe a todos los sujetos del cuerpo político, ya sean príncipes o ciudadanos. Se adquiere por la educación para la acción que nos adiestra en la autodisciplina, el aprendizaje de los buenos modos y las buenas costumbres, la reverencia a las tradiciones fundacionales y el reconocimiento de la autoridad. De ahí el papel de la religión civil como elemento de cohesión que enaltece la vida activa, estrecha el nexo entre política y virtú, dando lugar un compromiso con lo publico más fuerte que la mera adhesión racional (pp. 221,146). Gracias a la enseñanza de la virtù adquirimos competencia cívica, que nos capacita para actuar como ciudadanos y no como esclavos impecables de la quimera de la armonía de los conflictos u otros sueños infantiles, ni como tiranos implacables encallecidos por una crueldad sin freno o un cinismo sin límites (p. 271). Una competencia cívica que nos vacuna contra el mal de la corrupción, la servidumbre y la posibilidad de engañarnos y ser engañados. De esta manera ganamos en autonomía y nos hacemos merecedores de la libertad que la ciudad puede brindarnos.

Al final, ¿qué podemos esperar una vez despojados de la trascendencia? Gloria en vez de infamia para quien haya tenido una vida entregada a la republica, a la defensa de su libertad y seguridad. Gloria como inmortalidad de los propios actos excepcionalmente valiosos en la memoria de los otros. Gloria vinculada no sólo al éxito, sino al mérito de la acción bien hecha que se bate contra el tiempo, la contingencia y el flujo continuo. Una gloria maquiaveliana ligada al desempeño de una virtù que desafía obstáculos previstos e imprevistos, el mal, la fortuna y el destino, factores de riesgo que no garantizan la perdurabilidad de los remedios (p.238). Por eso, frente al impecable que nos alecciona siempre desde su púlpito, frente al cínico que trivializa la tragedia, sólo queda la ironía de Maquiavelo, ni compasiva ni edificante. Tampoco cruel. En todo caso comprensiva, como la que trasluce esa sonrisa suya, lúcida y distante, que desconfía de los “caminos trillados”, reconoce su impotencia para crear el mundo soñado y se aviene a convivir con las dudas, el desencanto, el mal menor y la justicia parcial. Y es que para enfrentarse a este mundo, concluye este sugerente ensayo, “la ironía es la reina”.

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INSPIRACIÓN REPUBLICANA Y DEMOCRACIA



Por Ramón Vargas-Machuca Ortega



I
La vigencia de un republicanismo temperado


Las páginas que siguen tratan de demostrar que ciertos argumentos procedentes de la tradición política del republicanismo, recuperada desde hace un tiempo en el debate de la teoría política y constitucional, no son una ocurrencia improvisada. Además de constituir una indiscutible referencia de peso en el debate de la filosofía política contemporánea, representan un estímulo interesante y una fuente de inspiración valiosa a la hora de hacerse cargo analítica y normativamente de algunas de las dificultades más serias a las que se enfrenta el orden político y la democracia. No obstante, conviene refrenar ese fervor dogmático que exhiben algunos de los entusiastas de la recuperación intelectual del credo republicano. Decía Bobbio en su sugestivo “Dialogo en torno a la República” con Mauricio Viroli que no sabía muy bien si “la república de los republicanos era anhelo del futuro o nostalgia del pasado” y si se trataba de “un Estado ideal que no existe en ninguna parte, que existe sólo literariamente en los escritores que tú citas, y que son tan heterogéneos entre sí que resulta difícil conectarlos con un hilo consistente” . Con la trasparencia que acostumbra, apunta ahí Bobbio algunos de los problemas que en verdad plantea el proyecto intelectual de recuperación del republicanismo: por un lado, los de raíz historiográfica , recordando la naturaleza plural de esa tradición política y de pensamiento; y por otro, los de naturaleza teórica y normativa, advirtiendo de la futilidad que supondría alentar un modelo político carente de tangente empírica y condiciones de viabilidad, que ignora los datos de la realidad y los llamados costes de transición y que en un alarde de anacronismo pretenda anticipar el futuro alimentando la añoranza de un pasado idealizada y selectivamente reconstruido.

Para empezar, cuando evocamos la inspiración republicana nos estamos refiriendo a una tradición del pensamiento político que abarca contextos temporales, políticos y culturales muy diversos, que arranca en la democracia ática radical gobernada por el partido de los pobres (461 antes de nuestra era), que se estaciona posteriormente en esa suerte de realismo político representada por Aristóteles, Cicerón o Maquiavelo, que templa su variada capacidad de diseño institucional en la Roma republicana, en el autogobierno comunal de las ciudades libres italianas a partir del siglo XIV o en la fundación de la republica americana y que recarga su matriz emancipatoria en el pensamiento de Rousseau o de los revolucionarios franceses, insuflando energía emancipatoria en la aún inconclusa tradición ilustrada . Sin embargo no siempre los autores contemporáneos interesados en el republicanismo advierten al lector de las diferencias entre la veta aristotélica y la romana, entre republicanismo clásico y “humanismo cívico” renacentista, entre los autores republicanos que resaltan la necesidad del consenso como el florentino Guicciardini y los que subrayan la virtualidad del conflicto como Montesquieu entre otros . Por lo demás, el republicanismo unas veces se nos proyecta como igualitario y otras veces más bien como aristocrático, en ocasiones insiste en la participación y en otras en la deliberación, unas veces reclama la división de poderes y el imperio de la ley con un sesgo claramente constitucionalista mientras que otras viran más hacia el comunitarismo vinculando la reproducción estable de la republica al patriotismo que pueda venir garantizado por el hecho de compartir un sentido denso de pertenencia . No obstante esta diversidad, puede sin duda reconocerse un “aire de familia” que identifica al republicanismo como tradición de pensamiento político en ciertos distintivos básicos tales como una concepción de la libertad en contraposición a la tiranía, la convicción de la preeminencia de la comunidad política acompañada de una dignificación de la actividad política y, por supuesto, la postulación de virtud civil para el florecimiento personal y el buen funcionamiento de la vida colectiva . Claro que si confrontamos los puntos de vistas de los distintos autores republicanos sobre el significado y alcance de estas prioridades compartidas volvemos a encontrar una gran disparidad entre ellos.

Por eso ante dicha complejidad, la recuperación de elementos de dicha tradición para incorporarlos a la cultura política del presente debe evitar también toda deriva sectaria o dogmática; es decir, dicha recuperación debe ser más pragmática que doctrinaria. Entre otras cosas porque no conviene olvidar que el revival e interés por el republicanismo arrancan del empeño de historiadores de las ideas como J. G. Pocock y Quentin Skinner por ejemplo que justamente desafiaba esa suerte de univocismo dogmático que sólo veía inspiración liberal en los orígenes del pensamiento occidental. Con el rescate del republicanismo como proyecto intelectual y tradición política distintiva refutaban una interpretación no por dominante menos distorsionadora de las herencias y raíces de nuestra identidad política básica. Gracias a estos pioneros de la recuperación republicanista caemos en la cuenta de que en la decantación progresiva del núcleo de las creencias más compartidas en nuestro contexto civilizatorio han confluido corrientes y matrices de pensamiento diferentes. Y puesto que de lo que se trataba en el principio – también ahora- era de responder a ciertos problemas y urgencias políticas fundamentales que desafiaban la comprensión que hasta ese momento se tenía de los mismos, es normal que el debate y la discusión se nutriera de categorías, argumentos y materiales de distinta filiación política e intelectual y que, en consecuencia, las distintas tradiciones políticas resultaran emparentadas y a la postre “mestizas de pura cepa” .

Todo lo anteriormente apuntado invita, pues, a recelar de una suerte de republicanismo “puro” que se proyecta como un modelo consistente, distintivo y factible al tiempo que alternativa al estándar normativo que aporta justificación a las democracias “realmente existentes”. En ese caso el republicanismo vendría a reproducir analógicamente una vieja y recurrente contraposición entre la democracia ideal y la demediada, entre la auténtica y ese sucedáneo de la misma plasmado en un conjunto de prácticas al que impropiamente se denomina democracia. Esa nos parece una deriva implausible que arrumba las posibilidades del republicanismo de fecundar o fertilizar hoy una actividad política por cierto bastante esterilizada. Dos prejuicios explicarían tal propensión. El primero es dar por supuesto que tras las democracias existentes no hay una teoría normativa mínimamente consistente, capaz tanto de promocionar valores estimables, una ética pública y bienes políticos valiosos como de diseñar instituciones congruentes con los mismos (el modelo de democracia representativa y constitucional); por el contrario, lo que hay tras las democracias existentes es modelización de unas practicas e ideologización de las mismas –el caso de las teorías “realistas” o “económica” de la democracia- pero no un patrón normativo congruente y apreciable.

El otro prejuicio que está en el origen del anterior es el prejuicio de la “justicia completa”, a tenor del cual la justicia –y en su caso la democracia o el socialismo como expresiones de la misma- o es completa o si no aquellas realizaciones limitadas e imperfectas de la misma no son estimables desde un punto de vista moral e intelectual. Así las cosas, un perfeccionismo moral excedente tiende a generar, por un lado, un sesgo fundamentalista en relación con la propia doctrina (que se traduce para los demás en una especie de“o la tomas o la dejas”) y, por otro, un desdén o actitud vergonzante hacia los referentes normativos de las “democracias realmente existentes” cuyos rendimientos reformistas en cualquier caso no les correspondería defender a ellos. Ahora bien, la justicia completa no es de este mundo. Lo que la humanidad a lo largo de su historia sí ha hecho a fin de defenderse de las formas más bárbaras, crueles y humillantes del mal social es, tal como en sus diversas versiones ha postulado el republicanismo, construir comunidades políticas sólidas, cuyo objetivo es la seguridad y la minoración de la violencia, la disminución de los riesgos y la pacificación de los conflictos, tratando de satisfacer los intereses básicos de la comunidad o, como dice Dahl, las “necesidades políticas urgentes”. De esa forma es como mejor se preserva nuestra libertad y las estructuras básicas desde la que luchar contra las mil formas de injusticia u opresión. En ese sentido la democracia constitucional y representativa, fruto del cruce de varias tradiciones (particularmente la liberal y la republicana), se ha acrisolado como un modelo normativo relativamente consistente y viable de “buen gobierno”, además de ser una métrica universalizable para el tratamiento razonable de las situaciones de dominación. Es un modelo que regula la participación política de los ciudadanos así como el control de las élites políticas y sus decisiones gracias a estructuras constitucionales que determinan procedimientos, garantizan derechos y establecen una línea de demarcación entre lo que puede ser disputado en la contienda política normal y aquello que no puede ser tocado porque está constitucionalmente blindado. Por otra parte la democracia constitucional y representativa representa un ejemplo de realización institucional de justicia incompleta y de ethos reformista, en tanto que sus principios y procedimientos habilitan posibilidades de rectificación” del statu quo y de remediar aquello que más humilla, oprime o se echa en falta al tiempo que sus arreglos tienen siempre un carácter contextual y contingente y sus resultados son parciales y revisables .



II
El agotamiento del orden político heredado


El orden político en el que desde el final de la segunda guerra mundial los regímenes de inspiración democrática venían reproduciéndose, y en los últimos años incluso multiplicando su implantación, está dando muestras evidentes de un progresivo agotamiento . En una suerte de sinergia negativa el declinar de ese orden ha acentuado las insuficiencias funcionales y los componentes patológicos de las aplicaciones de una democracia cuyos rasgos distintivos se difuminan o metamorfosean y cuyo impulso normativo se desvitaliza poco a poco. Lo cierto es que a unos años de la celebración de su triunfo, las “democracias realmente existentes” - “functioning democracies”- experimentan nuevos escenarios, desafíos inéditos y por supuesto otra situación internacional en un clima de desconcierto, inseguridad, temor y descontento, en tanto que comienzan a sentir amenazada su estabilidad y la de sus sociedades. Claro que tales sensaciones se incrementan además por causa de las malas explicaciones y de las malas respuestas. Y es que en general no hay disponible una analítica, aceptable y aceptada, de la naturaleza de las transformaciones, los retos y las prioridades políticas.

En estas condiciones, algunos gobernantes han elegido el camino de la involución política, frente a la que ciudadanos de todas partes manifiestan de cuando en cuando su protesta en la calle en una suerte de contestación moral intermitente. Al tiempo, la izquierda política continua desorientada, sin que disponga de programas distintivos, razonables a la vez que viables y maduros institucionalmente para habérselas con esa nueva realidad. Pero incluso si tales programas estuvieran habilitados no parece que haya hoy una mayoría social dispuesta a asumir los costes que sin duda la aplicación de los mismos supondría. La predisposición con la que de entrada afrontamos esta situación es la siguiente: el vértigo de lo inédito y la envergadura de los desafíos y amenazas que atenazan al orden político en su escala local y global no se conjuran ni con viejas recetas ni con la reiteración de nuestras más nobles aspiraciones éticas –muchas veces también las “viejas banderas”- sino alentando de entrada un espíritu de innovación política que emule el “aude sapere” kantiano. En tal sentido lo primero – es el propósito de la reflexión que a continuación acometemos- debe ser determinar el alcance de algunos agentes patógenos que de un tiempo a esta parte vienen desestructurando la realidad de la política y el funcionamiento consistente del régimen democrático, sin que la urgencia de los problemas autorice a tomar como su solución lo que solamente son gestos tan valiosos como esporádicos, propuestas simples y diseños institucionales prematuros cuando no inconsistentes. Argumentaremos, por último, cómo un horizonte de estabilidad para el funcionamiento del régimen democrático congruente con sus valores inspiradores pasa por la recuperación de un cierto espíritu republicanista que contribuya a robustecer el orden político, refuerce el componente epistémico, participativo y constitucional de la democracia y estimule la virtud civil y por ende la competencia política de los ciudadanos. He ahí el sentido de nuestra propuesta de “rectificación republicana” en la tercera y última parte de estas consideraciones.


II.-1 Demasía delegativa y ocupación mediática de la democracia

Tal como se consolidó el funcionamiento de la democracia a partir de la posguerra, muy especialmente en el continente europeo, los partidos políticos monopolizaron el régimen de la representación política. Considerados expresión canónica de un “hecho social relevante” –cleavage- los partidos se sintieron legitimados para encarnar una forma de representación que autorizaba una delegación generosa a fin de cuentas a favor de los dirigentes partidarios y un sistema de organización interna fuertemente jerárquico y centralizado, lo cual ponía en manos de las cúpulas de los partidos el control de la mayoría de los recursos políticos así como los incentivos para regular la movilización, la participación y el reclutamiento político . Esta subrogación en favor de los partidos funcionaba establemente en la medida en que estos garantizaban a los ciudadanos un bienestar básico sobre la base de la satisfacción de sus necesidades y demandas de bienestar y consumo más perentorias. La desresponsabilización y desinformación políticas de los ciudadanos que acarreó este funcionamiento desactivaron los mecanismos de control democrático constitutivos de las instituciones de la representación y consolidaron a la postre una ciudadanía de baja intensidad . El resultado de esta deriva delegativa fue la osificación de las estructuras de poder, la multiplicación de estrategias de manipulación informativa, la desvitalización de las condiciones de la competición política y, a la postre, una base ciudadana inerme frente a cúpulas de poder escasamente vulnerables desde una perspectiva democrática. Aún agolpándose hoy las evidencias de cuánto degrada este funcionamiento la eficiencia y eficacia del orden político así como las bases de la legitimidad democrática , la tentación de los gobiernos ante cualquiera de las nuevas y múltiples emergencias o desafíos actuales continua siendo la de reforzar la demasía delegativa, aumentando la opacidad y la manipulación informativa, solicitando de los ciudadanos una confianza ciega y sustrayendo al juicio y responsabilidad de estos decisiones cruciales que les afectan básicamente .

En otro orden de cosas, es verdad que desde su aparición los medios de comunicación de masas han venido jugando un papel en los procesos públicos. Pero de un tiempo a esta parte los mass media se subrogan cada vez más poder y más funciones de naturaleza pública. En este proceso progresivo de ocupación del espacio público por las grandes redes mediáticas, los sistemas de comunicación de masas, con su omnipresencia y con las imponentes funciones que acaparan, han irrumpido en el mercado político, imponiendo sus reglas, su estilo y sus prioridades, contribuyendo decisivamente a banalizar la acción político y en definitiva a trasformar el espacio público en espacio mediático así como a alterar la naturaleza de la representación política. En consecuencia, la lógica de la política se ha rendido a la de la comunicación mediática, de tal modo que una lógica funcional no política hegemoniza funciones centrales desde el punto de vista de la integración social (en términos de influencia, autoridad central, capacidad de negociación y demás) encomendadas hasta ahora a la acción propiamente política. En resumen, la colonización mediática de la política distorsiona el rol de sus instituciones, altera su identidad y propende a convertir el poder político en un poder subalterno de otros poderes exentos de constricciones regladas. Es más, ningún otro fenómeno resulta tan sintomático de la actual sinergia entre dinero y política y de la erosión de la democracia representativa y constitucional .

Los “medios” determinan la agenda setting en la medida en que deciden sobre lo que es relevante y lo que se excluye, influyendo de una manera determinante en la formación de las políticas públicas. Pero es la institución de la representación política la que más se resiente por este estado de cosas. El atributo de la sensibilidad (responsiveness), es decir, la receptividad hacia lo que es relevante para los electores, se halla muy demediado, una vez que gracias a la propaganda-publicidad las demandas casi se crean desde el lado de la oferta indiciando así las respuestas de los electores. Igualmente se desactivan los controles clásicos y el régimen tasado de la responsabilidad (accountability) dada la enorme asimetría de información y manejo de recursos políticos entre los agentes político-mediáticos y los ciudadanos . Por otro lado, la imposición del código mediático empuja a la política convencional a abdicar de aquella función típica de la representación política cual era el encapsulamiento comprensivo de intereses, ya que la comunicación política no se orienta ya a un electorado específico sino a una audiencia indiferenciada, a consumidores frente a los cuales se adoptan estrategias de marketing que tratan de constreñir al máximo las demandas exógenas a la oferta. De esa manera se altera el ritmo del sistema democrático-representativo, prevaleciendo el momento informal sobre el formal, lo inmediato sobre lo mediato, los resultados de sondeos, encuestas y valoraciones de líderes de opinión sobre la deliberación de los institutos de la representación . Finalmente, la presión mediática ha inclinado la balanza hacia el lado de la personalización como forma de resolver la crisis de la representación y del reclutamiento político. El líder reclama un “poder de prerrogativa” para tomar decisiones singulares en contextos imponderables y, en vez de programa, demanda confianza y autonomía .

En resumidas cuentas, la democracia en vez de representativa y deliberativa se vuelve plebiscitaria y cesarista. Así pues, demasía delegativa y ocupación mediática impactan en la línea de flotación de la democracia constitucional y representativa y tornan el orden político más autorreferencial así como más impotente e inerme frente a los embates de otros poderes al tiempo que dejan al ciudadano sin capacidad de definición política y de reacción autónoma.


II.2.- La irrelevancia de la política

La irrelevancia es una de las amenazas que acompañan a la política en el comienzo del nuevo siglo. A ello, desde luego, han contribuido las patologías reseñadas en el apartado anterior. Pero las razones más específicas de esa irrelevancia tienen que ver tanto con el hecho de que la política abdique de su alianza con el conocimiento como con el hecho de que renuncie progresivamente a ciertas funciones y recursos de poder privativos hasta ahora del orden político, siendo reemplazada en el gobierno de ciertas áreas básicas de la interacción social por agencias no políticas. No es fácil hoy seguir alentando la vieja aspiración de la ilustración política de saber para prever, prever para poder” (Comte) en sociedades como las nuestras, complejas y autonomizadas, en las que ante cualquier problema surge una variedad de soluciones cada una de las cuales aún informadas por los expertos plantea incertidumbres o riesgos. El hecho cierto es que existe una gran descompensación entre las capacidades actuales de la política y unos entornos que han cambiado extraordinariamente y cuyos rasgos básicos en buena medida aquella ignora. Por ejemplo, no abunda en la esfera de la política conocimientos y habilidades – y probablemente tampoco disposición adecuada- para hacerse cargo de lo que son desafíos cruciales del siglo XXI tales como los asuntos de la denominadas política de la naturaleza, de la vida, de justicia global. A lo sumo, la masa de los llamados nuevos problemas se fagocita de manera retórica y banal o simplemente deviene una cuestión secundaria o adyacente. Por eso cuando se presenta un caso difícil, tal que una catástrofe o una emergencia ecológica, la gestión del mismo tiende a volverse una espiral de insolvencia, descoordinación e imprevisión así como un ejercicio de autoridad borrosa, demediada y precaria que escamotea la responsabilidad ante cualquier descalabro, incrementando a la postre el descrédito de la política y el deterioro de la confianza de los ciudadanos en el funcionamiento de la democracia. Pero las limitaciones epistémicas, además de una dificultad estructural, expresan también una autolimitación viciosa del orden político. Y es que, dadas las inercias autoreferenciales que subvierten las prioridades de la política (y de los políticos) y merman su eficacia, el conocimiento y la innovación terminan suponiendo un engorro que pone límites a la discrecionalidad y capacidad de maniobra o a la tentación manipuladora de aquellos agentes políticos que vivaquean en la política o simplemente tratan de aprovechar sus oportunidades pro domo sua. Sea por una u otra razón es claro que si el orden político renuncia a su alianza con el conocimiento socava su capacidad y poder dando pasos hacia la propia irrelevancia.

En segundo lugar, dicha irrelevancia viene determinada también y muy principalmente porque se está produciendo en los últimos años un proceso de desactivación y desagregación de ciertas funciones estatales, las cuales, bien por “economía de escala” o bien por razones de solvencia e imperativos funcionales, han emigrado a otras esferas de la vida social. Como consecuencia de esos procesos de subrogación, determinadas competencias y capacidades, hasta ahora parte de la potestas política, se han ubicado en ámbitos supraestatales o se han encapsulados en gobiernos no espaciales, con lo cual, a medida que se“tecnifican” o “corporatizan” pierden su sustancia política y se substraen progresivamente al escrutinio democrático. En ese sentido, el mantra de la globalización, exitosa explotación ideológica del hecho incuestionable de una mundialización muy intensificada, ha alentado, aun más si cabe, la difuminación del poder de la estatalidad en la medida en que se intensificaba la “extraterritorialización” de recursos estratégicos como puedan ser ciertos aspectos de la política exterior y de seguridad, elementos clave de las políticas económicas y financieras (papel de la deuda externa en la financiación de los gastos estatales o constricciones de los bancos centrales a la determinación de elementos importantes de las políticas económicas y financieras por parte de los gobiernos) y por supuesto buena parte de lo relacionado con el desarrollo científico-tecnológico, la información y el “poder comunicacional” . Como consecuencia de estos procesos de traspasos de competencia y pérdida de funciones, muchos estados ejercen una soberanía compartida y diversificada. La difuminación de la comunidad políticamente relevante y la conversión de la autoridad del Estado en una autoridad interconectada y necesitada de compromisos con otras entidades, tanto hacia arriba como hacia abajo, dan como resultado una “estatalidad abierta” en la que en cierto sentido se diluyen los tres elementos clásicos de la misma, a saber, territorio, pueblo y poder produciéndose una suerte de regresión a la potestas indirecta así como el incremento del multipolarismo conflictivo .

El hecho es que desestructuración funcional de la política y estatalidad demediada fragilizan la capacidad de representación del Estado como unidad política de referencia, el cual resulta a estos efectos “chico para lo grande y grande para lo chico”, difuminan la responsabilidad de los agentes políticos y desactivan la potencia vinculante del constitucionalismo democrático. De ahí el sombrío colorario que de ese estado de cosas infiere Robert Dahl: “las posibilidades de controlar democráticamente un proceso decisional resultan inversamente proporcionales a la relevancia de sus consecuencias”. O sea, los ámbitos de decisión que determinan el potencial de nuestros recursos, oportunidades, y capacidades fundamentales están exentos de constricciones democráticas, mientras que la democracia viene a funcionar allí donde nada crucial y básico nos jugamos . Y es que la minimización de la política, que arrancaba de una progresiva desertización de la razón política moderna, ha terminado por despolitizar la constelación política y ha franqueado el paso a un ordenamiento patológico del poder como, por ejemplo, formas degradadas de consenso (neopatrimonialistas o cesaristas, por ejemplo) y multiplicación de poderes paraestatales e informales exentos de constricciones legales adecuadas.

Si, además, estos desajustes se producen en medio de una incontestada invocación mediática al universalismo de la democracia como régimen político, ocurre que se sobrecarga de deberes una actividad política y un orden político cada vez más impotentes y que terminan convirtiéndose en “chivo expiatorio” de los fracasos colectivos. De ahí resultan serios problemas de gobernabilidad y desafección hacia la democracia, un modelo de gobierno paradójicamente considerado como irrebasable. Por otro lado, este deterioro del orden político democrático o bien da alas a la recuperación de recursos premodernos, refeudalización de las relaciones sociales y huida hacia antiguas certezas, produciendo una regresión hacia configuraciones muy primarias de las relaciones políticas o bien acentúa los rasgos más autoritarios de dichas relaciones para recalar en una reconfiguración más hobbesiana de la política.



II.3.- El espejismo de la democracia urbi et orbi

Es verdad que desde la “caída del muro” y la desintegración de la Unión Soviética, momento que para algunos señala el final del “breve siglo XX” ha habido tanta necesidad como nula voluntad de reformar la política en general y el marco normativo e institucional de las relaciones internacionales en particular. Pero han sido los atentados del 11-S y sus consecuencias los que de un modo más espectacular han precipitado la cristalización de la nueva situación generada en el orden político internacional y han evidenciado aún más la debilidad institucional de ese orden y el carácter demediado de sus reglas. La desaparición de los bloques ha dado lugar, además de a la loable extensión de la geografía de la democracia, a un mundo unipolar caracterizado por la existencia de una única superpotencia. La hegemonía de EE.UU., acrecentada a la vez que amenazada y agredida, no se acomoda ya a aquel sistema internacional inaugurado tras la segunda guerra mundial y demanda un nuevo orden basado en un principio rector, la seguridad, y en un recurso supuestamente eficaz, la supremacía militar y la disposición a utilizar la fuerza . En ese sentido por ejemplo, la metáfora de Robert Cooper, un europeísta “a la tercera vía”, de que más allá de las fronteras de las confortables sociedades occidentales “ruge una jungla” ha sido explotada por el neoconservador estadounidense Robert Kagan a fin de simbolizar las amenazas para la seguridad mundial tras la eclosión del terrorismo global ejemplificada en los atentados del 11-S.

No obstante, la identificación de estas amenazas no es privativa de la actual administración norteamericana y sus más incondicionales consejeros y aliados. También en la Cumbre Europea celebrada en Tesalónica en junio del 2003, tras la guerra de Irak y las masivas manifestaciones de protesta contra la misma, los Jefes de Estado y de Gobierno de la Unión han coincidido con su partner trasatlántico no sólo en valorar que la “caída de Sadan Husein ha allanado el camino para que el pueblo iraquí disfrute de un futuro pacífico”sino sobre todo en señalar que la principal amenaza para la paz y la seguridad mundial son las armas de destrucción masiva, el terrorismo global y los estados fallidos, a todo lo cual hay que hacer frente fortaleciendo el vínculo trasatlántico . Así pues a ambos lados del Atlántico se comparten, al menos declarativamente, los objetivos de combatir a los terroristas y a los estados que le protegen así como de desarmar a los que tienen armas nucleares, biológicas y químicas a fin de que no puedan valerse de un recurso a la mano tan ingente como pueda ser el almacenar y fabricar esas armas o el acoger y facilitar ayuda a las redes de fanáticos enloquecidos o fundamentalistas dispuestos a explotar ese arsenal para hacer el mayor daño posible.

Sin duda, esta situación representa un escenario geoestratégico muy arriesgado para el inestable sistema de las relaciones internacionales. Pero dado que la información sobre la misma es borrosa, opaca, equívoca y por tanto susceptible de una extensa manipulación y dado que la intensidad de la percepción de los riesgos y las amenazas resulta muy dispar por parte de las distintas sociedades –Kagan dixit- , a la postre las verdaderas prioridades estratégicas de cada comunidad política se siguen estableciendo en orden disperso, inducidas por intereses no universalizables, muchas veces ocultos tras un montón de buenas razones que en realidad son pretextos. De este modo, ante la ausencia de una definición suficientemente informada, comprensiva y compartida acerca de los nuevos cambios societarios y retos geopolíticas cunde sobre todo el desconcierto intelectual y político, incrementado además por la ausencia de una teoría política suficientemente sofisticada y viable para la escala global. No faltan en estos tiempos ocasiones para lamentar los destrozos de tan clamorosas carencias teóricas y programáticas, en particular, la inexistencia de una nueva teoría liberal y constitucional para el ámbito supra-estatal, la cual no siendo en ningún caso una simplista transposición de las pautas e instituciones de la era del estado-nación promoviera una verdadera alternativa de gobernanza . Y como se sabe, siempre la falta de modelos y explicaciones solventes alienta respuestas simples, insuficientes o anacrónicas y en particular esas inercias irrefrenables en virtud de las cuales la derecha necesita enemigos formidables para autoafirmarse y la izquierda asirse a una utopía para salir de su letargo .

En todo caso, y aun existiendo diversidad de intereses, percepciones y razones, lo cierto es que las nuevas emergencias van generalizando una sensación de vulnerabilidad. Poco a poco una alerta difusa se va extendiendo por nuestras confortables y valiosas “sociedades occidentales” las cuales barruntan serias dificultades para su reproducción estable. Es entonces cuando la lógica de la autoconservación tiende a dominar la política y el miedo tiende a gobernar la respuesta –el miedo de la difuminación de la propia identidad en la marea global, el miedo a las presiones migratorias, el miedo a las emergencias ecológicas, el miedo al terrorismo global y por supuesto el miedo al poder hegemónico-. Así las cosas, la reacción más recurrente es, en primer lugar, la simplificación y el reduccionismo, empezando por la promoción de un sentido de moral clarity que establece una divisoria tajante y maniquea entre buenos y malos. En segundo lugar, la otra tentación frecuente es el cierre estanco, el proteccionismo, la regresión a lo primario, lo primitivo o lo prístino. Claro que este trayecto desemboca al final en la vuelta a un ordenamiento autoritario del poder que relaja las constricciones procedimentales y se desentiende de los requerimientos democráticos.

Esa es sin duda la deriva de la actual administración USA, pero aunque represente hoy el caso más llamativo de una reacción de autodefensa fundamentalista, ni es el único ni será el último - repárese por ejemplo en la reacción de muchas sociedades y gobiernos europeos a los problemas de inmigración-. Evidenciada la vulnerabilidad y amenazada la seguridad de su sociedad, la administración norteamericana ha entendido que tras la agresión del 11-S no cabe sino una reacción hobbessiana. Por eso fuerza una demarcación contundente entre el eje del bien y el eje del mal en una asfixiante espiral de manipulación. Y aduciendo una situación de emergencia trata de desactivar los mecanismos de control democrático y las garantías procesales de su bien rodado estado de derecho al tiempo que arrampla con la legalidad internacional de la que en buena medida era el garante. Por último, acaba militarizando sus respuestas a las amenazas, sin reparar que el precio pueda ser la trasmutación de una gran república en un imperio defensivo y sin caer en la cuenta de que las guerras contra la trama social de las creencias, el odio y la pobreza no se ganan de este modo. El resultado de todo ello no es solamente que se hayan reducido las expectativas de desarrollo de un derecho internacional cosmopolita sino que se ha erosionado aún más la fuente misma de la actual legalidad internacional , que en sustancia no era a fin de cuentas sino un consenso entre los grandes sobre las limitaciones del ius ad bellum. Ineludiblemente se ha aupado a la agenda la conformación de un nuevo consenso. Empeñarse en negarlo por buenas o malas razones es contribuir a que el orden político trasnacional se atasque en esa encrucijada perversa en la que hay que elegir entre “realismo sucio” o irrelevancia, entre ostentación de la fuerza o alarde retórico, entre cinismo o fundamentalismo, entre adhesión al hegemon o contestación antiimperialista.

Frente a este estado de cosas se intensifican las voces que reclaman la construcción de una democracia global, a fin de que en un horizonte multipolar y cosmopolita los valores e instituciones de la democracia inspiren una suerte de gobierno universal que rija las complejas relaciones de una sociedad igualmente universal . Pero lo cierto es que la progresión retórica del universalismo democrático no ha ido acompañada ni de disposiciones ciudadanas ni de un desarrollo institucional en el (des)orden internacional congruentes con tales proclamas. Simplemente ad intra, nuestras “triunfantes” democracias han seguido reproduciendo su funcionamiento inercial de acuerdo con su patrón de posguerra; y aunque proclamen urbi et orbe la universalidad de su modelo sin embargo no se hacen cargo del calado y aceleración de los nuevos cambios societarios, de su dimensión globalizada, de las contradicciones y desafíos de los mismos ni tampoco de la dificultad de gobernarlos. Así las cosas, llama la atención que casi todo el mundo o bien eluda o bien no responda con rigor esa pregunta que sí se atreve a lanzar Robert Dahl: Pero ¿puede ser democrático el orden internacional? ¿Hay condiciones de viabilidad para que las decisiones de las distintas agencias y organismos internacionales estén sometidas al control de los afectados por las mismas? .

En principio, para poder contestar de un modo no ingenuo a estas cuestiones hace falta desmontar un equívoco que produce estragos en el razonamiento práctico y que representa una suerte de “falacia de composición”. En virtud de la misma se extrapolan sin solución de continuidad atributos propios de los individuos a las entidades colectivas . Y así, muchas de las consideraciones sobre legalidad, legitimidad y democracia referidas al orden internacional arrancan del supuesto incorrecto de atribuir a las entidades estatales (realidades extraordinariamente desiguales) distintivos y derechos privativos de las personas -éstas sí son normativamente todas iguales-, homologando normativamente el valor de los resultados de la agregación de las decisiones de estados con el que pueda resultar de las decisiones de los individuos. En realidad, las resoluciones fruto de los acuerdos entre estados y coaliciones estatales así como las de las agencias trasnacionales producen una clase de legitimación y legalidad no homologable en términos normativos con aquella otra legalidad y legitimación que se fundan en las decisiones de un cuerpo electivo sometido al control democrático de los individuos afectados por las mismas.
La fuente de la actual legalidad internacional -conviene que no se olvide- radica en el concurso asimétrico de una composición borrosa y bastante heterogénea eufemísticamente denominada “comunidad internacional”, cuyos rendimientos en términos de consensos obtenidos son por lo común el reflejo del “paralelogramo de fuerzas” resultante de la participación desigual -ni pesan, ni cuentan lo mismo- en la toma de decisiones de entidades estatales desiguales en representatividad, en poder, en control de recursos, en población, en territorio . Y es que la legalidad internacional expresa la cristalización, sobre todo, de consensos fácticos y de transacciones entre los estados poderosos, si bien condicionadas por las presiones tanto de los menos poderosos como de una recién inaugurada “opinión pública global” que empuja para que las resoluciones de la “comunidad internacional” adopten la forma de un acuerdo respetable. Por análogas razones la ONU, cuya contribución a la promoción de parámetros de civilización y cuya aportación al desarrollo del derecho internacional ha sido muy encomiable, no es, ni probablemente está llamada a ser, un poder democrático sino en todo caso la expresión de un poder moderado y moderador, el cual, entre otras muchas cosas, ha logrado una derogación parcial del ius ad bellum con rendimientos relativamente exitosos gracias, insistimos, a las constricciones de una opinión pública sensible a ciertos valores universales y renuente al monocratismo. A lo que hoy por hoy, creo, razonablemente podemos y debemos aspirar no es a la quimera de un “demos planetario” sino a la multiplicación de “demos”, es decir, de comunidades políticas sólidas y democráticas que por coherencia con las exigencias de las propias intuiciones democráticas se abran a un horizonte cosmopolita y se dispongan a promocionar coaliciones así como una institucionalidad trasnacional básicamente sensibles a los principios y bienes políticos que determinan la identidad democrática de dichas comunidades. En ese sentido consideramos que la inspiración del republicanismo produce orientaciones fértiles.



III.
Claves de la rectificación republicana


III.1. Republicanismo como repolitización

Una política doblegada a las redes del mercado y la comunicación y enajenada al ciudadano por la partitocracia ,el cesarismo y la ocupación mediática se desliza en muchos casos por la pendiente del cinismo, el autoritarismo o un tipo de participación refrendaria y manipulada, una vez que las prácticas de las democracias defectivas han desalentado la implicación política responsable de una ciudadanía cada día más desafecta . El rechazo a este estado de cosas viene tomando por lo general la forma de una contestación básicamente moral que promueve, sobre todo, una épica de la autoorganización y un canto a la autosuficiencia de la sociedad civil . No cabe pues esperar demasiado en términos de rendimiento institucional de una esporádica capacidad ciudadana de movilización. Ni de la diversidad de gestos antisistema y variopintos movimientos alternativos se puede inferir que estamos asistiendo a una repolitización. Lo verdaderamente cierto es que la gente huye de la política hacia otras formas de participación y acción o bien entiende la política en términos exclusivamente morales. Claro que el precio de entender así la política es el de obviarla y el de obviar sus antagonismos consubstanciales, sus resultados imperfectos, su dimensión de poder, sin todo lo cual la política es no más que una palabra o un suspiro.
Por el contrario, el reencuentro con la política implica recuperar la relevancia de la forma de vida política, de la estructuración formalmente política de la convivencia, ámbito necesitado siempre de ser organizado, disciplinado y fortalecido por un orden coactivo si quiere cumplir su primigenia misión de garantizar la supervivencia, disminuir riesgos y pacificar los conflictos. En este sentido, la recomendación, que bien podríamos denominar republicanista, es clara y constante: sin orden político no hay seguridad, pero sin comunidad política no hay manera de preservar la libertad y las estructuras básicas de la justicia. Por eso repolitizar es ante todo la promoción de comunidades políticas estables . Y eso, como diría Sunstein, significa promover una republica (ni una monarquía, ni una democracia directa) que tenga a la democracia constitucional y representativa como modelo de “buen gobierno”, que estimule unos determinados “bienes públicos (“solidarity goods”) y que por todo ello segregue un ideal básico y compartido de vida buena así como un sentimiento de lealtad a ese concreto orden político .
De igual modo en el ámbito trasnacional y frente al nuevo “desorden global”, ni vale la respuesta hobbesiana del hegemon ni tampoco las incongruentes coaliciones negativas contra aquel, nostálgicas de un orden agotado y un statu quo ya periclitado. Ciertamente la nueva situación trasnacional nos devuelve el primado de la política si es que se quiere restablecer la seguridad mundial, pero al tiempo hay que inyectar en la estructuración política de la convivencia nuevos recursos. Para ello lo primero es levantar comunidades políticas fuertes y económicamente viables, allí donde hayan desaparecido o donde su funcionamiento e institucionalidad se hayan deteriorado sobremanera a fin de maximizar la resolución jurídicamente regulada de los conflictos, desarmar “los poderes salvajes” y desactivar el poder creciente de las distintas formas de fundamentalismo que están ocupando el lugar de la política. Se trata en consecuencia de crear o reforzar comunidades garantistas con los derechos y que tengan formato de tolerancia constitucional apto para ser deferentes con la diferencia y amparar identidades múltiples .
Dado que nunca como hoy hemos experimentado el alcance de las consecuencias de nuestras acciones, estamos más impelidos a asumir alguna responsabilidad con arreglo a la influencia que nuestros comportamientos diarios tienen sobre la vida de otras personas cercanas y lejanas . Ello obliga a interiorizar la “hipótesis altruista”, es decir, a desarrollar una disposición abierta a la cooperación y en consecuencia a asumir costes de información así como a modificar prioridades y estilos de vida basados en una espiral de bienestarismo consumista. En esa dirección, la nueva ofensiva repolitizadora impele a las democracias consolidadas a adoptar un horizonte cosmopolita y a desarrollar una vocación cosmopolita, a tomarse en serio la realidad crucial de la interdependencia, no eludiendo en su agenda la dimensión transnacional de sus compromisos y el carácter multilateral de los mismos y por supuesto a incorporar criterios de justicia local y global a su función de bienestar. Tales disposiciones impulsarán la creación de coaliciones supraestatales amplias, estables y coherentes que cohonestando intereses y principios constituyan una red de actores colectivos fundamentales para la creación de nuevas comunidades políticas cuyos regímenes minimicen la dominación. Es de esa manera como podrá progresivamente consolidarse una renovada institucionalidad política transnacional que tenga verdadera capacidad regulativa; sólo así podrá recuperarse el crédito de una ONU reformada y convertida algún día en “verdadera cámara de las naciones” y garante efectivo del derecho internacional y del despliegue progresivo de un constitucionalismo denso de ámbito planetario.


III.2. La deliberación, antídoto contra la manipulación

Frente a la idea de que existen dos modelos contrapuestos de democracia, uno que identifica la democracia con la agregación de preferencia y otro que la identifica con la formación de buenas preferencias , insistimos en que se trata de dos dimensiones complementarias e ineludibles de una democracia constitucional y representativa. La legitimidad de esta, decía Bernard Manin, se asienta no tanto en ser “la expresión de una voluntad general cuanto en ser el resultado de una deliberación general” . Desde sus orígenes la democracia como procedimiento de decisión para el gobierno de la interacción ha tenido como su aliado imprescindible el “arte de la argumentación” para liberarnos del autoengaño y las malas pasiones y ha considerado la formación pública de las preferencias como un límite a la opacidad y parcialidad y un mecanismo para detectar los intereses generales, obtener buenas creencias y diseñar proyectos razonables a la vez que viables. Claro que esta capacidad epistémica que se le supone a la democracia en realidad depende de las condiciones efectivas para su ejercicio .

Dada la marea actual de manipulación que contamina el espacio de la comunicación política, la formación de las preferencias ciudadanas se produce bajo condiciones no decentes. Pues bien, para que los ciudadanos puedan paliar la deriva distorsionadora de la comunicación política y refinar sus juicios políticos, necesitan desarrollar capacidades con las que poder combatir la opacidad y la parcialidad, superar la ignorancia y anticipar las consecuencias de sus opciones. Para esto no basta que los procedimientos democráticos garanticen la igualdad de votos sino que se requiere, de entrada, oportunidades reales para el ejercicio de un control más inclusivo sobre la agenda. En ese sentido la habilitación de mecanismos que faciliten el acceso ciudadano a una información suficiente y fiable sobre la panoplia de opciones disponibles es algo fundamental. Pero también lo es el poder determinar quiénes tienen derecho a intervenir sobre qué asuntos y sobre cual sea el alcance de dichas decisiones . En una palabra, la función deliberativa de las instituciones democráticas y representativas tendrá virtualidad si las partes cuyos intereses básicos están en juego tienen alguna participación en la discusión y en la decisión desde una base razonable de información e igualdad y si están exentas de coerción, si los grupos participantes tienen la dimensión apropiada y no cristalizan ni en minorías aisladas ni en mayorías osificadas.

Por supuesto, la deliberación ni es una panacea epistémica ni es necesariamente un recurso emancipatorio. También puede devenir maniobra dilatoria para perpetuar, con el pretexto de un consenso dado o simplemente quimérico, una situación de dominación o el statu quo . Igualmente puede servir para enquistar nuestros propios puntos de vista, reforzar el asentimiento de los afines y reprochar al contrario su desacuerdo . Pero puede, por el contrario, orientarse a atemperar los pluralismos extremos buscando su pacificación por la vía de explorar acuerdos pragmáticos y desechar los imposibles sobre preferencias muy intensas o principios inamovibles. De esa manera se conforman acuerdos posibles y necesarios aunque carezcan de suficiente justificación teórica. También cabe aminorar conflictos endémicos delegando el tratamiento de los mismos a agentes en cuya probada rectitud moral, solvencia y prudencia política se confía . Y es que el desarrollo razonable de la dimensión deliberativa implica considerar los problemas desde distintos puntos de vista, confrontando el nuestro con el de los demás y abriéndonos así a la interdependencia y a la posibilidad de ponernos en el lugar del otro. Cuanto mejor sea ese proceso de confrontación con lo ajeno más fructífero es el juicio resultante. Es lo que primero Kant y luego Arendt llamaron “mentalidad ampliada”, en referencia a la pluralidad de perspectivas recíprocas que configuran el juicio político . Realmente el buen juicio político cristaliza en esa tensión que se establece al poner en comunicación nuestros intereses y fines propios como individuos (gustos, lealtades, preferencias...) con los lazos que nos ligan a nuestras comunidades políticas y, en ocasiones, al resto de la humanidad. En el cruce de esas dos clases de lealtades se le hace presente al individuo la realidad de las múltiples caras del pluralismo, la diversidad de formas de vidas y sus respectivas demandas, los conflictos morales y su inconmensurabilidad, la realidad de los contextos de escasez y los recursos limitados. Precisamente en ese medio incierto, contingente, complejo y cargado de antagonismos es en el que se produce la verdadera deliberación política y tienen los ciudadanos que asumir la responsabilidad de decidir, en la inteligencia de que sólo así podrán desarrollar la competencia cívica, su libertad y su autonomía .

Caracterizada así la naturaleza de la deliberación política y habilitadas sus condiciones de aplicación, los ciudadanos podrán entonces ejercer una adecuada capacidad de escrutinio para definir del modo más valioso y eficaz sus objetivos políticos y conformar la base informativa de sus juicios políticos con los que determinar sus estrategias de actuación y lo que de ellas resulta. De esta manera también los ciudadanos se vacunan contra el creciente populismo de muchos gobiernos proclives a fabricar “ falsos intereses comunes” en esa especie de colusión con sus aliados mediáticos. Una vez mejoradas las capacidades políticas de deliberación y juicio, los ciudadanos se hallarán más incentivados para arrostrar los costes de adquisición de información política y sobre todo más predispuestos a hacerse cargo de las consecuencias de los distintos cursos de acción política, acrecentando así el sentido de su responsabilidad pública y en consecuencia su voluntad de control de quienes les mandan y adoptan decisiones en su nombre.


III.3. Participación versus democracia delegativa

Con anterioridad hemos llamado la atención acerca de qué manera la mercantilización de la política, la endogamia partidaria y últimamente el bonapartismo mediático han convertido a la democracia en una suerte de “mandato delegativo”. Dicha democracia delegativa al concentrar en pocas manos los recursos políticos los enajena al ciudadano y degrada el componente representativo de la misma en tanto que desactiva los mecanismos de control democrático y vuelve casi invulnerables a los ocupantes del poder. Este estado de cosas, gracias a un malabarismo ideológico bastante recurrente, ha inducido a convertir en principios los resultados de unas prácticas defectuosas de la democracia; pero al mismo tiempo ha alentado los intentos de quienes desde distintos frentes han tratado de elevar a supuestos de la representación política y de su caracterización lo que son sus particulares prejuicios doctrinarios. Todo ello ha contribuido a distorsionar, desde nuestro punto de vista, las relaciones entre representación política, participación y deliberación.
Por un lado, la llamada democracia “liberal pura”, con su carga de pesimismo antropológico y su ontología social que entiende la política como coste y subproducto de la competición de intereses privados, desincentiva la participación política de los ciudadanos, desestima el componente deliberativo de la democracia y reduce la representación al hecho de delegar en agentes políticos profesionales que aún actuando en provecho propio, se supone, benefician a terceros, es decir, a la gran mayoría despolitizada . Y si por este motivo la delegación deviene claramente oligárquíca, también por causas más nobles, como por ejemplo preservar la excelencia moral o la solvencia epistémica, los procesos delegativos terminan siendo elitistas en detrimento de la participación democrática. Esta veta vanguardista y meritocrática, presente tanto en yacimientos de la tradición liberal como de la republicana, pretende blindar determinados bienes políticos sacándolos de la competición política o subrayar la discontinuidad entre representantes (los mejores) y representados (el vulgo) o salvaguardar institutos contramayoritarios de deliberación. Y todo ello para frenar las presiones e influencias que puedan provenir de los cuerpos electivos o de una excesiva multiplicación de ámbitos de participación. Pervive, finalmente, “un republicanismo puro”, al que podríamos atribuirle, grosso modo, una inspiración ática o rousseauniana que insiste en contraponer representación y participación democrática. Su argumentación reza así: si democracia es gobernarse a si mismo y no ser gobernado por otros, por definición un gobierno representativo determina una relación heterónoma entre gobernantes y gobernados cuya naturaleza no democrática no se altera aunque el procedimiento de selección de los representantes sea electivo. Esta variada gama de predisposiciones y reservas termina haciendo inconveniente, indeseable o imposible la conciliación de representación política, participación democrática y sesgo deliberativo, conciliación que sin embargo estimula el mejor mestizaje político de liberalismo y republicanismo a fin de conseguir un mejor funcionamiento y buenos resultados de la democracia.
De hecho la identificación entre democracia y representación ha sido tan fuerte en la práctica como débil en la teoría, ya que su justificación se reducía a una suerte de “cláusula de imposibilidad” o argumento de “second best”. Muy tardíamente se ha recuperado y reforzado el sustento valorativo de la democracia representativa en comparación con la democracia directa y se ha subrayado la mejor dotación de la primera para aliviar las paradojas de la participación y una coordinación cognitiva eficaz. Se insiste ya más sobre el alcance moral propio y la mejor productividad política de los distintivos de la democracia representativa tales como la facultad de elegir a los que deciden por nosotros y la obligación de éstos de responder (accountability) y ser sensibles (responsiveness) a los intereses de los afectados por sus decisiones (inclusiveness) . Así entendida, la representación posibilita cauces de participación que por un lado permiten a los ciudadanos condicionar la agenda, influir en los procesos de decisión relevantes y condicionar la oferta (control previo) y que por otro habilitan mecanismos de control retrospectivo que les facultan para evaluar y sancionar los rendimientos políticos de dicha oferta. Se trata, pues, de oportunidades de participación que, además de permitir domeñar a los poderosos y elegir a los mejores, define una clase de representación congruente con las intuiciones democráticas (valores) . Y aunque efectivamente esto no equivalga a la realización del autogobierno, sí da cumplimiento a la exigencia democrática de hablar por uno mismo, de ser escuchado y de dotar de eficacia a lo que se expresa en la textura de la vida en común. De ahí que hoy por lo común se acepte que el crédito moral y la solvencia política de la participación democrática se templan básicamente en el buen funcionamiento de las instituciones de la representación política.
Decía James Fishkin, impulsor esforzado de iniciativas para la implantación de la democracia deliberativa, que los dos valores centrales que cualifican la participación democrática son la representatividad y el sesgo deliberativo (razonabilidad) . Por mi parte me atrevo incluso a añadir que a tal fin no se ha inventado un artefacto institucional tan refinado como la forma-partido para poder dar cumplimiento a tales distintivos de la democracia. Ha ocurrido sin embargo que la demasía delegativa y el exceso de manipulación que han afectado a las democracias existentes han desactivado el potencial participativo y deliberativo de esos y otros institutos análogos de la representación política, los cuales han renunciado a su condición de organizaciones inclusivas, controlables y sensibles. Por eso en la práctica ni los agentes ni el dominio ni el alcance de la representación oficiada de manera preeminente por los partidos contribuyen eficazmente a estructurar la participación democrática o la deliberación política de los ciudadanos. Frente a esa especie de “secuestro” de la representación no hay otro antídoto que refinar e implementar los mecanismos constitucionales de control democrático y jurisdiccional. Para ello lo primero es reducir los márgenes de maniobra de los agentes políticos y las ventajas y gratificaciones particularizadas de los profesionales de la política al tiempo que se multiplican las oportunidades, la información y los recursos políticos en manos de los electores y la base de seguidores. Frente a (cúpulas de) partidos que se subrogan prácticamente las prerrogativas de los ciudadanos, hay que promocionar partidos a la vez ágiles y poblados, ámbitos donde conectar asuntos políticos dispares y articular grupos diversos, aún difuminando en cierto modo la excesiva diferenciación entre los de “dentro y los “de fuera” dado que los partidos deben trasformarse en un espacio suplementario de participación política. Claro que el tránsito por esta senda de cambios implica nuevas misiones para los partidos, otro formato y reglas formales e informales para los mismos en mucha mayor sintonía con el sistema político global y el credo cívico-democrático. Todo ello incentivará otro régimen de relaciones en el seno de los mismos, un reclutamiento más abierto y elecciones internas verdaderamente competitivas para la renovación de los liderazgos y las ofertas políticas. La conclusión es que la democracia interna de los partidos ha dejado de ser un asunto doméstico de interés para activistas y se trasforma en un pilar básico del restablecimiento del sentido y alcance de una cabal representación política de inspiración democrática .
En general el desarrollo de una democracia asociativa resulta una piedra angular para mejorar la participación y la deliberación. En sociedades altamente diferenciadas como las nuestras aumenta exponencialmente el significado y la importancia de la interacción cooperativa que las mismas pone a disposición de las personas. En ese sentido la capacidad autoorganizativa representa junto a la regulación política y los mecanismos de mercado un recurso crucial para la reproducción estable y el desarrollo de la capacidad de integración de dichas sociedades en un contexto de transformaciones incesantes . Además, en unos tiempos, en los que el encapsulamiento en algún tipo de corporación constituye un modo casi necesario de aspirar a la autorrealización, ocurre que el mapa organizativo de una sociedad termina reflejando sus asimetrías de poder, siendo los peor situados los peor organizados. Así pues, una densa y vigorosa red de asociaciones, como por otra parte ya previera Tocqueville, constituye un complemento importante y un nutriente esencial para la capacitación política, el cultivo de la ciudadanía y el desarrollo del espacio público. Su existencia abre oportunidades para que se incluyan voces e intereses de otro modo preteridos, se enriquezca la sustancia de la representación, se optimice la deliberación pública y se habiliten formas inéditas o subsidiarias de gobernanza pero también de resistencia y contestación al statu quo. Sin su concurso la democracia política se desvitaliza y languidece. Claro que la potencialidad y efectos democráticos de la vida asociativa lejos de ser automáticos dependen de la naturaleza, el sentido, las prácticas y los contextos que distinguen y estructuran la vida de unas u otras organizaciones. Entre esos elementos que determinan la compleja “ecología asociacional” no es desde luego el menos relevante cual sea la implicación del Estado, pero no tanto el hecho de la misma sino el modo y manera como aquella se produce . En resumidas cuentas, es una concreta combinación de ese conjunto de variables lo que a la postre privilegia o atrofia en cado caso las oportunidades democráticas que de suyo encierra el asociacionismo civil.


III.4 . El constitucionalismo, refuerzo pragmático del contenido moral de la democracia.

Hablamos de constitucionalismo para referirnos a aquellas disposiciones institucionales que estructuran en el sistema político un conjunto de límites y vínculos, constricciones y garantías destinados a frenar los excesos de un poder constituido así como a “domar las pasiones” o, como dirían los clásicos, a evitar los estragos de la hybris humana en el funcionamiento de la comunidad política. Las disposiciones constitucionales representan “precompromisos” que definen la sustancia, alcance y procedimientos de la actividad estatal, demarcando lo que puede ser disputado en la contienda política ordinaria y lo que está constitucionalmente blindado . Dado que están regidos por principios de justicia, los arreglos constitucionales promueven ciertos valores y positivizan bienes políticos procurando que el diseño de las instituciones y el contenido de las leyes sean coherentes con los mismos. Se trata de un mecanismo pragmático que fuerza determinados cursos de acción gracias a los cuales unos resultados deseables se convierten en ciertos mientras que otros indeseables devienen imposibles . En primer lugar, el constitucionalismo protege derechos. Ya se conciban estos como fueros o como recursos y capacidades de los individuos constituyen una suerte de coto vedado (Garzón Valdés) de estos frente a pretensiones de los demás. En segundo lugar el constitucionalismo garantiza el imperio de la ley - rule of law –, es decir, la existencia de normas aprobadas conforme a procedimientos preestablecidos y promulgadas públicamente, sin carácter retroactivo, claras, estables, generales, conformes al principio de jerarquía normativa y aplicables a los casos particulares por jueces independientes . En tercer lugar, también un régimen constitucional asegura ciertos pactos básicos para la supervivencia y la reproducción estable de la comunidad política. Y por último, los momentos constitucionales, y en general toda la actividad de naturaleza constitucional, tienden por definición a dotar a las decisiones colectivizadas de autoridad argumentativa, evitando así la tendencia a que se impongan siempre las preferencias del más fuerte y forzando de algún modo a que se conformen las posiciones de un modo cooperativo y deliberativo, con lo cual se atempera la deriva populista y el enquistamiento de formas extremas e irreconciliables de pluralismo en la vida en común..
Tras el reconocimiento de la democracia como patrón universalizable para el gobierno de la interacción social se ha recrudecido una recurrente polémica sobre la compatibilidad entre el alcance vinculante de las decisiones democráticas y el que corresponde bien a los compromisos constituyentes bien a los mecanismos de control de constitucionalidad y de legalidad. Ocurre a veces en la práctica política que el “estado de derecho” se utiliza como arma arrojadiza para subvertir la democracia y viceversa . Y es que por un lado los arreglos constitucionales y el control de legalidad, encomendados casi siempre a organismos y agentes no electos, se proyectan muchas veces como un verdadero “poder de veto” capaz por si mismo de mantener, y a veces alterar, el statu quo con independencia de cual sea la “voluntad popular” . Por otro lado se insiste en contraponer el mayor alcance deliberativo e incluso los mejores rendimientos político-morales de esos operativos “contramayoritarios” de naturaleza constitucional frente a los pobres resultados o la baja calidad a ese respecto de las instituciones de la representación política y la participación democrática. Pues bien, las tensiones entre constitucionalismo y democracia no tienen por qué conducir a incompatibilidad alguna si ambos polos confluyen en una verdadera democracia constitucional, la cual recela por principio de cualquier sesgo antidemocrático en el sistema político . Ni los excesos del populismo ni de cualquier otro tipo que pueda producir la aplicación de la regla de la mayoría justifican un modelo constitucional que consagre una contraposición entre protección de los derechos y dimensión deliberativa por un lado y componentes participativos y representativos de la democracia por otro. Ello sólo conduce indefectiblemente a una demasía de perfeccionismo moral o paternalismo político que repugna a nuestras más básicas intuiciones de ética pública. Pero veamos más detenidamente los argumentos.
Comencemos con la supuesta contraposición entre desarrollo de la dimensión deliberativa -atribuida a priori a los órganos contramayoritarios del sistema constitucional- y funcionamiento de la representación política y la participación democrática. En principio no se sabe bien porqué la dimensión representativa y el desarrollo de cauces de participación tienen que mermar las opciones de la deliberación en la arena política. Una representación no metamorfoseada por la excesiva delegación y no inundada por la marea de manipulación tiende de suyo a promocionar ámbitos y oportunidades de deliberación y viene a representar mejor que ningún otro procedimiento garantías contra un comportamiento tiránico . Por supuesto que comportarse tiránicamente es el peligro de todo poder constituido con facultad para tomar decisiones colectivizadas. También el poder constituido por una mayoría. Pero cabe aventurar que un poder democrático que tiene que responder ante todos y ser sensible a una mayoría tiene en principio menos posibilidades de comportarse tiránicamente que un poder ejercido por uno minoría . ¿Porqué presumir que nueve jueces no electos e “irresponsables” están menos tentados a comportarse tiránicamente que un cuerpo representativo formado, se supone, por los mejores de la comunidad y que además están obligados a dar cuentas? En esa dirección no hay que olvidar, como dice Rebecca Brown, que la almendra de la accountability, su razón estructural, no es tanto maximizar las preferencias de una mayoría cuanto minimizar los riesgos de que un gobierno se comporte tiránicamente . Además, la promoción de procesos deliberativos es justamente lo que contribuye a autentificar los procesos representativos y a incrementar su legitimidad, cualificando los procesos participativos y blindándolos contra su vaciamiento lo cual produce incentivos que disponen a los ciudadanos a implicarse en la política . Por último, no conviene olvidar que el componente deliberativo de la democracia cohonesta mejor con la democracia representativa que con las formas actuales de democracia directa, cibernética e instantánea, ya que los procesos deliberativos requieren espacios de intermediación, filtros, múltiples foros, gracias a todo lo cual puede atempera las pasiones, tomar distancias con respecto a los deseos e intereses inmediatos así como someterlos a escrutinio y revisión . Por tanto, ni la deliberación constituye un distintivo exclusivo de los mecanismos “contramayoritarios” que promociona el constitucionalismo, ni el sentido de este en un régimen democrático es cercenar los fueros de la participación y la representación política.

Abordemos en segundo lugar la contraposición que puede darse entre garantismo constitucional de los derechos y funcionamiento ordinario de la democracia. Para empezar, los derechos individuales no sólo son parte esencial del ideal de la democracia sino que la protección de aquellos, además de fuente de su propia legitimidad, es una condición constitutiva y operacional del propio despliegue de esta como procedimiento . Es más, la regla de la mayoría, procedimiento de decisión democrático por antonomasia, no puede funcionar correctamente si no están previamente activados derechos fundamentales de los individuos como el de poder elegir regularmente a sus representantes o ser elegido o como el poder participar a través de sus representantes en la confección de las leyes. Existe pues una congruencia natural entre derechos, cuya protección procuran las disposiciones constitucionales, y democracia. Los unos y la otra demandan para su aplicación la misma clase de respeto por los individuos y por la libertad . Además no es irrelevante, a diferencia de lo que considera Dworkin en Freedom´s Law, que el conjunto de derechos asociados al buen funcionamiento de las distintas dimensiones de la democracia se determinen o no por procedimientos democráticos . Según él, con independencia de la naturaleza democrática o no del proceso decisorio, lo verdaderamente importante es que los resultados del mismo favorezcan la implantación de esos derechos. No parece un criterio plausible, ya que no puede valer como criterio universal de evaluación la apelación a los resultados cuando lo controvertido siempre en toda comunidad política es justamente determinar qué entiende cada cual por buenos resultados en relación con los derechos vinculados a la democracia dado el distinto alcance que las personas o los grupos asignan a los mismos. Así pues en lo referente a la democracia la congruencia de fines y medios deviene un punto esencial. En ese sentido tan justificados están los recelos de Walrom como pertinente su evocación a este respecto del adagio latino: “quod omnes tangit ab ómnibus decidetur” .
Finalmente, el horizonte de la revisión judicial y demás constricciones constitucionales no puede ser el de sustituir a las instancias democráticas sino más bien el de restituir y desarrollar la “propia moralidad interna” de aquellas, la cual se nutre de los principios democráticos plasmados en el texto constitucional . No se olvide que parte substancial del contenido de dicha moralidad no es otro sino hacer realidad el protagonismo del cuerpo representativo. De ahí que las rectificaciones que en su caso los organismos constitucionales impongan a las asambleas legislativas e instituciones democráticas en general deban tener como objetivo el que las mismas recuperen el sentido originario de sus prácticas, por ejemplo, garantizando la responsabilidad y el control político de los electos, impidiendo la manipulación de los electores y en general favoreciendo la aplicación de los derechos básicos asociados con la democracia. Pero los organismos contramayoritarios no pueden suplantar el papel del ciudadano o de sus representantes. Es a estos a los que exclusivamente corresponde determinar y desarrollar el contenido positivo de la rectificación ordenada por aquellos. Y es que la apelación al estado de derecho, las prerrogativas constitucionales o el activismo judicial no deberían tener otro horizonte que el de ser la voz de la constitución y la bouche de la loi y nunca jamás deberían convertirse en instrumento para socavar las condiciones de la competición política sino en todo caso para protegerla .


III.5. Virtudes cívicas y competencia política

Pero no podemos ser tan ilusos -y así lo advierte la tradición republicana- como para creer que un orden político democrático y sus distintivos, que lo distinguen desde un punto de vista moral y que retroalimentan su legitimidad, se sostienen sólo gracias al corsé constitucional y al entramado jurídico. Ya Aristóteles y Maquiavelo habían señalado que las leyes necesitan de las “buenas costumbres” sin las que cualquier régimen degenera. Decía Pocock que la materia del estado está sujeta a un proceso ineluctable de progresiva corrupción o descomposición pero la virtud cívica entendida básicamente como la disposición ciudadana a procurar el bien público antes que el privado puede frenar dicho proceso entrópico . Lo segundo que habían ya avanzado los clásicos es que esas prácticas de excelencia suponen la existencia de un proceso de automodelación del carácter (areté), en tanto que la virtud alude no sólo a la naturaleza de las acciones sino al dispositivo de motivaciones, actitudes y condiciones que determinan el porqué los individuos las hacen y el cómo las hacen. Así pues, un “mundo de demonios” (Kant) no puede dar lugar ni a buenos ciudadanos ni a un buen régimen. Y la otra pero no la menos importante lección de los antiguos es que dicha automodelación requiere la cooperación y el concurso de los otros, en una palabra, deviene modelación mutua .
Al igual que toda práctica para lograr sus fines específicos necesita desarrollar una excelencia funcional, también un régimen político tiene que ejercitar de modo excelente ciertas habilidades y hábitos propios como condición de su buen funcionamiento y estabilidad . Lamentablemente lo que observamos en nuestras, por otra parte valiosas, sociedades occidentales es una creciente distancia entre las cualidades de carácter y requisitos motivacionales que la vida democrática demanda (deliberar, cooperar, responsabilizarse...) y las actitudes que la cultura de masas imperante promociona en dichas sociedades (egoísmo, anomia, cinismo, desagregación social...) . Así que algo se impone hacer en esa dirección para lograr la congruencia psicosocial mínima que demanda el buen funcionamiento de las instituciones democráticas. Y para ello no basta con un buen diseño institucional, cuyos rasgos básicos hemos adelantado en apartados previos de este trabajo, sino que se requiere un refuerzo en lo referente a modelación de las preferencias y orientaciones de los individuos. Hoy, quizás más que ayer, la reproducción estable de un orden político democrático demanda un tipo de ciudadanos que cultiven razones, disposiciones y en definitiva un carácter congruente con el ethos democrático . En ello vamos a profundizar en este última tramo de nuestra reflexión, poniendo de manifiesto la trascendencia de la promoción de virtudes cívicas para la formación endógena de preferencias, para tomar distancias de nuestros deseos y mis prácticas y someterlas a escrutinio y revisión y en última instancia para poder activar y generalizar cierta competencia política entre los ciudadanos
a) Un primer rasgo de la virtud cívica consiste en alentar los prerrequisitos motivacionales, sentimientos, memoria y en general todos aquellos recursos psicológicos acordes con los valores propios del régimen político que se tiene o que se postula. Cuando las pasiones y los propósitos de los ciudadanos se disocian de tales valores, las preferencias reales de aquellos resultan irremediablemente exógenas a dicho régimen. Por eso resulta muy saludable el consejo republicano de “procurar las buenas causas por las buenas razones”, “la acción correcta por las razones correctas”, en fin, procurar unas y otra por lo que valen por sí mismos” . No cabe pues seguir dando pábulo a esa rancia quimera liberal de que en último extremo el buen funcionamiento de la democracia es un by-product -“vicios privados virtudes cívicas”, “quien procura lo suyo favorece lo de todos”-, suposición que arranca de la consideración de la política como mercado y del ciudadano como consumidor . Así pues para que las instituciones y prácticas políticas valiosas de la democracia funcionen de manera estable y coherente los ciudadanos tienen que gobernar sus deseos y pasiones y procurar su autoperfeccionamiento y el del orden social. No les basta con ser egoístas e irresponsables, miembros de mayorías depredadoras, tendentes a la tiranía y a no respetar los derechos de los otros, porque entonces no se está tomando la democracia en serio ni se está reparando en la desintegración que tales disposiciones motivacionales a la postre acarrean.

Pero para actuar por una buena causa hace falta que la misma se proyecte como un ideal de vida buena claro y distinto, con impulso suficiente para mover a la acción. Es el caso de las intuiciones democráticas, comprometidas con la defensa de ciertos valores con potencial suficiente como para estructurar la vida en común con arreglo a ellos desechando otros modelos normativos . En ese sentido, la aspiración democrática a una sociedad de individuos caracterizados por capacidad reflexiva, autonomía e independencia personal, es decir, con conocimiento y libertad suficientes como para poder autorrealizarse, constituye todo un ideal de vida buena. Y es que desde Aristóteles a Dewey, que entienden la vida humana básicamente como acción, el individuo se hace autogobernándose, teniendo capacidad de elegir en cada momento aquello que desarrolla su proyecto de automodelación de acuerdo con unas invariantes de naturaleza y de acuerdo con normas que uno se da a si mismo. Y como exigencias de esos principios el modelo de vida en común de una democracia constitucional consagra el criterio de igual trato a las personas como piedra angular de una institucionalidad política orientada a garantizar procedimientos justos y derechos básicos de los individuos que posteriormente como derecho constituido se convierten en fueros, recursos y capacidades en sus manos para una activa resistencia a la heteronomía y a la dominación . Finalmente, y como respuesta a la imputación sobre el sesgo perfeccionista de estas afirmaciones cabe afirmar que el ideal democrático de vida buena no es un ideal moral avasallador y más que pretender englobar o comprender a todos los demás constituye la condición necesaria para que esos otros sean respetados y puedan florecer

b) En segundo lugar, la realización del ideal de vida buena de la democracia vinculado al principio de autonomía personal, la autorealización y el desarrollo de los derechos presupone la interdependencia, requiere el concurso de los otros y como consecuencia el desarrollo en la vida publica y a la postre cierta cristalización institucional. La razón última es que la identidad personal y social, los conocimientos, las capacidades y objetivos se realizan en procesos interactivos. Estamos abocados a configurar mutuamente nuestras propias existencias . Justamente esa interdependencia, lejos de convertir irremisiblemente al egoísmo en la pauta de la interacción, permite considerar una hipótesis plausible y una posibilidad práctica el que dadas ciertas condiciones la gente tome en consideración el interés de los otros y considere preferible actuar de modo cooperativo. Por eso, una suerte de altruismo condicionado o altruismo cooperativo resulta un requisito disposicional indispensable para la realización cabal de un orden político democrático . Como decía R. Sennet, “un régimen que no nutre a los seres humanos con razones profundas que les lleve a interesarse los unos por los otros no puede mantener por mucho tiempo la propia legitimidad” .

Y puesto que hay que pensar los propios intereses en el contexto de un interés más amplio -sólo la libertad de la republica garantiza la libertad de cada uno, insiste Maquiavelo - de ahí la disposición a participar en lo público y servir al bien común como “empresa cooperativa” cuyo mantenimiento requiere el concurso y la responsabilidad social de cada uno de los ciudadanos . Abstenerse de participar en lo público representa una de los factores de erosión de la democracia, mientras que por el contrario una vida pública floreciente y una voluntad decidida de los ciudadanos de intervenir y condicionar las decisiones públicas evitan la dependencia y la corrupción, no sólo la activa sino también la pasiva o cinismo político generalizado. Claro que no se trata de una participación cualquiera sino aquella que cultiva el entendimiento y el carácter a fin de que ni la participación degenere en populismo o en una oportunidad para el aprovechamiento particularizado del recurso públicos ni la deliberación devenga verborrea interminable . Entonces, el desarrollo de la ciudadanía deviene experiencia educativa de los individuos en la comunidad, singular a la vez que amplia e integrativa de diferentes roles Y desde luego la disposición a cooperar con los otros y el interés por lo público estimula tanto la responsabilidad -en la medida en que el ciudadano supera la ceguera ante los efectos de sus acciones, omisiones y negligencias y se hace cargo de las consecuencias de las mismas- así como la responsabilización por los otros, en tanto el cuidado de estos resulta parte de la propia realización y el bienestar de estos garantía del nuestro.


c) La tradición republicana, como se sabe, ha distinguido siempre al patriotismo como virtud cívica. Pues bien, incluso en nuestras complejas, plurales y globalizadas sociedades se precisa alentar un cierto amor patriae como prerrequisito motivacional de un orden político democrático . Y es que la justicia democrática prende sobre el terreno de comunidades políticas constituidas las cuales se compactan gracias no sólo a unos principio o a unos valores sino al cultivo de una identidad propia, un sentido de pertenencia y una lealtad que alimenta el patriotismo. De ahí que el ejercicio de la ciudadanía o la obligación política se sustancien en un compromiso con la forma de vida de una republica en particular y que la identificación con sus referencias normativas e institucionalidad política requiera, además de leyes, mores, se alimente de unas determinas narrativas y se encapsule en una representación comunitaria . No obstante, el patriotismo cívico de inspiración republicana está lejos de concebir las identidades de las comunidades políticas de modo esencialista o como un entorno predeterminado e incondicional, entre otras razones porque también los sentimientos patrióticos, al igual que otros ingredientes de la cultura política, tienen un “carácter artificial”, son fruto de una experiencia y unas prácticas que los crean, cultivan y alteran . Y puesto que el patriotismo cívico no las considera destino, rehuye encomendar la conformación de dichas identidades políticas a la religión o exclusivamente a las culturas particularistas y mucho menos busca fundamentos para las mismas en rasgos identitarios como la etnicidad.

Pero el hecho de que el patriotismo cívico no estructure las identidades políticas sobre referencias comunitaristas mas o menos ontologizadas no significa que aquellas puedan cimentarse apelando sólo a principios generales valiosos, tal como da a entender el “patriotismo constitucional” recuperado y popularizado por Habermas . Por supuesto que el patriotismo cívico incorpora hoy esas referencias normativas generales como elemento básico e indispensable del mismo, pero reconoce también el role de las culturas políticas particularistas a la hora de enraizar el acervo universalizable de las intuiciones y valores democráticos. Estos tienen que anclarse en contextos determinados, resonar en la piel de sociedades concretas en la forma de narrativas y una épica propias, capaces de generar pasión política suficiente y una identificación emocional de los ciudadanos con sus instituciones. En una palabra, en el patriotismo cívico principios y sentimientos se retroalimentan, componen un camino de ida y vuelta. Y así, a los efectos de preservar la propia comunidad política esta clase de patriotismo alienta, además de los signos identitarios, la presencia de “un “rasgo de indignación democrática” por usar la terminología de Habermas , es decir, calibra hasta que punto la ejecutoria comunitaria representa una forma integradora de autocomprensión colectiva, sometiendo a escrutinio su congruencia con las intuiciones democráticas, el grado de respeto a los derechos humanos y la sensibilidad ante las distintas prácticas de exclusión. Desde ese punto de vista nunca la afirmación patriótica puede ser a costa del principio de inclusión democrática . Por lo demás, el patriotismo cívico promociona una lealtad no alienante, en tanto que se concibe como “empresa cooperativa” , en la que la obligación de los ciudadanos de intervenir en los asuntos públicos corre pareja con su capacidad de modelarlos y en la que el sentido de pertenencia y lealtad a la comunidad se nutren con el ejercicio de la libertad. En resumen, esta clase de patriotismo republicano o cívico más que un credo o una forma de cultura es una ”experiencia de ciudadanía”, de altruismo cooperativo, es la experiencia del vivere libero que necesita de la libertad de los otros además de la propia, puesto que donde hay despotismo no puede haber patria .

d) También para “servir al bien común” y dar cumplimiento cabal a valores y objetivos propios de un orden político democrático, además de las virtudes de naturaleza social se precisan determinadas actitudes y ciertos hábitos de excelencia más específicamente orientados a modelar el carácter de los individuos. Y aún sin pretender apurar un catálogo de virtudes a este respecto , he aquí a título ilustrativo la mención de algunas de las más significadas: el respeto a los derechos individuales tanto propios como ajenos; la capacitación para deliberar y poder elegir entre concepciones rivales del bien y cursos de acción alternativos ; cierto flair play concebido como reciprocidad y disposición a cooperar con los demás ; la tolerancia, no sólo como deferencia o voluntad de hacer sitio a las diferencias y al diferente sino como disposición a un diálogo racional con éste sobre aquellas ; el estímulo al esfuerzo personal y el cultivo de cierta austeridad exigida hoy además por razones básicas de igualdad y supervivencia, en el entendimiento de que la civilidad no es gratis, no es un brindis al sol sino que obliga a modificar ciertos hábitos de consumo y alterar en cierto sentido nuestro estilo de vida ; y, por supuesto, la admiración moral, que es reconocimiento publico de los comportamientos de tipo meritorio y la honra de la memoria de quienes realizaron acciones nobles (praemium virtutis) .

Para que tanto estos como otros hábitos virtuosos prendan se requiere aprendizaje, entrenamiento, en fin, un proceso de troquelaje del carácter en los distintos momento de la socialización de los individuos. De ahí la relevancia del debate existente hoy en la Filosofía Política sobre el contenido y alcance de una “Teoría de la educación para una ciudadanía democrática”. Pero el cultivo de las virtudes cívicas, además de en la familia y en las instituciones educativas, se proporciona en el marco de una institucionalidad adecuadamente estructurada y también prende en determinadas experiencias desarrolladas en el seno de comunidades locales de estilo republicano y en cualquier caso no se circunscribe a los exclusivos dominios de lo estatal sino que también se produce en el seno de una pujante sociedad civil .
e) Por último, y al igual que el sentido de lo moral y de lo justo, la competencia política se fragua en la práctica de las virtudes cívicas. La misma no es privilegio de los poderosos, como temían los antiguos, ni patrimonio de los que viven de la política, como han pontificado los modernos . Más bien es algo aleatoriamente distribuido que nos iguala a todos por principio. Ahora bien, por competencia política se entiende la capacidad probada de producir juicios políticos talentosos. Frente a la demasía cínica o frente a los alardes retóricos de un moralismo impecable e imposible, la competencia política modela un saber practico, un espacio reflexivo que entralazando de un modo particular moral, razón y necesidad no sublima la conflictividad y los antagonismos sino que trata de manejarlos ciertamente a la luz de principios y reglas pero en la búsqueda de compromisos. Más que expresar buenas intenciones sobre los “grandes asuntos”, la competencia política es un saber sujeto a la responsabilidad, que fuerza a los agentes políticos y a los ciudadanos a formar juicio y decidir sobre lo concreto y particular en ese contexto de inseguridad que rodea la praxis humana. En ese sentido, unas veces se enfrenta a decisiones dilemáticas entre objetivos deseables e incompatibles entre sí cuyas pretensiones no pueden ser resueltas de manera armoniosa, y otras veces se enfrenta a decisiones comprometidas, dado que las preferencias por uno u otro curso de acción se determinan en un corredor limitado de opciones y en un contexto de incertidumbre. Por eso el juicio político representa en gran medida un juicio de oportunidad que convierte a la virtud de la prudencia en una referencia básica. Esta tiene como telos no la verdad sino la resolución pacífica de los conflictos y el logro de un estilo valioso de convivencia .

Así las cosas, se comprende que la competencia política y la prudencia se hagan acompañar de un cierto realismo republicano que nada tiene que ver con un “realismo sucio” dispuesto siempre a justificar la osificación interesada del statu quo. Se trata más bien de un realismo político virtuoso, cuyas fuentes de inspiración cabe hallar, entre otros, en Aristóteles y Maquiavelo , un realismo capaz de trasformar estimables valores morales de referencia en bienes políticos, los cuales con un código normativo propio devienen métrica del rendimiento y de los resultados de la acción política. Por supuesto el objetivo primordial de un realismo republicano es la supervivencia de la comunidad política, pero a tal fin considera crucial, por un lado, las acciones que minimicen la dependencia y fortalezcan la propia libertad de dicha comunidad y de sus miembros y, por otro, la participación política de estos a la hora de defenderla e impedir su corrupción. Así pues, de esa voluntad distintiva de hacerse cargo de lo real no se infiere una inevitable y resignada aceptación de lo dado ni una desautorización de cualquier pulsión reformista. Tal realismo representa, más bien, una disposición a conformar una base informativa solvente que permita evaluar lo realizado y discriminar lo factible en el conjunto más amplio de lo deseable. Es a partir de este punto desde donde de modo razonable pueden levantarse propuestas reformadoras, de rectificación en unos casos y de innovación en otros.


Si estas disposiciones se convierten en ingrediente del estilo de vida de los ciudadanos, cabe entonces abrigar fundadas esperanzas para una política democrática cuya reformulación hemos pergeñado a lo largo de estas páginas. Ante las emergencias que alumbra el nuevo siglo, recuperar ciertos elementos de las tradiciones republicanas resulta una inspiración saludable preñada de rendimientos potenciales en el horizonte de una politeia democrática.

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