Saturday, May 13, 2006

EL PUNTO DE VISTA DE LA FILOSOFÍA POLÍTICA. LAS RELACIONES ENTRE MORAL Y POLÍTICA

RAMÓN VARGAS-MACHUCA

De cuando en cuando, la prescripción de moralizar la política se apodera del escenario de la opinión pública. Normalmente lo que se busca con ello es evitar que los políticos profesionales se crean con la franquicia de poder hacer cosas que a los demás les está prohibido, apelando, por supuesto, al bien común o la "salud de la república". También, y sobre todo cuando no sabemos muy bien qué hacer con una realidad como la política que nos parece insolvente o nos provoca desafección, exigimos la moralización de la política para demandar que lleve directamente a la práctica un prontuario de valores generalmente autoevidentes o, por lo menos, que adecue su comportamiento a las "formas trascendentales de lo moral": imparcialidad, transparencia, honestidad, lealtad, etcétera. En cualquiera de los casos el discurso de la moralización viene a poner de manifiesto los síntomas de un malestar generalizado con respecto a la política, su descrédito y, en resumidas cuentas, una deriva creciente hacia la deslegitimación.

Las relaciones entre moral y política y las dificultades que plantean se suscitan a raíz de la pregunta acerca de cuáles son los principios o reglas que debe seguir el hombre político en el ejercicio de su actividad. Cuando en otras actividades nos enfrentamos a cuestiones análogas se reconoce la existencia de conflictos morales con independencia de la solución que se les dé a los mismos. La singularidad de nuestro asunto estriba precisamente en que lo que aquí está en cuestión es si tiene sentido el que en la actividad política se planteen conflictos morales y, por tanto, la pertinencia de la cuestión de la licitud o ilicitud moral de las acciones políticas (Bobbio 1998, 13). A nadie se le escapa que tras este planteamiento hay una rancia disputa acerca de si debe prevalecer lo políticamente útil o lo moralmente justo, disputa a la que subyace el viejo conflicto entre lo que exige hacer la política y lo que prescriben las reglas socialmente admitidas de orden moral, jurídico o consuetudinario (o.c., Bobbio, 15).

Como se sabe, fue, sobre todo, a raíz de la formación del estado moderno cuando el problema de la relación entre ética y política se hizo particularmente agudo llegando a ser identificado por una de sus manifestaciones más llamativas: la "razón de estado"[1]. Cuando Maquiavelo hace decir a Cósimo de Médicis que los estados no se gobiernan con el pater noster en las manos está afirmando que en la política, expresión de la voluntad de poder, más que los principios se valoran "las grandes obras" y que por tanto el hombre político no puede conducir su propia acción en función de los preceptos de la moral dominante, que en una sociedad cristiana como aquélla coincidía con la moral evangélica. Otro ángulo dramático del problema se reveló también en los albores de la modernidad con ocasión de las guerras de religión y los actos moralmente repudiables que las acompañaron y que fueron ejecutados en nombre del orden moral por antonomasia. El impacto de acontecimientos como los de la "noche de San Bartolomé" impulsó aquel "liberalismo de la reforma", el cual, al igual que Locke en su Carta sobre la tolerancia, recomendaba que en la hora de la política "pusiéramos entre paréntesis" nuestras profundas diferencias morales para que privatizando nuestras convicciones más hondas lográsemos la conveniente separación entre el reino de Dios y el reino del César[2].

Más tarde, la tradición ilustrada, en su versión predominante, encontró un mecanismo de reconciliación entre moral y política basado en la anulación de la tensión por la vía de la mistificación de la política. La armonía de la política con sus principios éticos es constitutiva. Las transgresiones y antagonismos que en la práctica observamos son debidos a la falta del adecuado esclarecimiento y de reglas justas. A juicio de Kant, lo importante es el orden, la armonía, así como el control sobre los actos. La razón, por medio de la moral y el derecho, nos garantiza unidad y orden racional, seguridad y certeza. La moral proporciona un conjunto de leyes obligatorias según las cuales debemos actuar; y las leyes así constituidas proveen los mejores fines políticos, mientras que la justicia resulta la única forma de gestionar el bienestar general[3]. Para Kant la salus republicae se condensa en un "Estado de máxima concordancia entre la constitución y los principios jurídicos, estado al que la razón nos obliga a aspirar a través de un imperativo categórico"[4] . De ahí que la moral y el derecho tengan fuerza vinculante, "sean cualesquiera las consecuencias físicas que se deriven", sin necesidad de tomar en consideración el "bienestar o malestar que de ello pudiera derivarse"[5]. Así pues, ni es concebible que se produzcan discrepancias entre la moral (entendida como teoría del derecho teórica) y la política (como teoría del derecho aplicada), ni cabe una excepción a los principios de la moral, porque eso supondría abdicar de la razón y la ley[6]. Y es que, en la concepción kantiana, justicia y poder se repelen al tiempo que la política y sus dilemas se diluyen en la moral y el derecho. La verdadera política, sentencia Kant, no puede dar un paso sin haber rendido antes pleitesía a la moral...toda política debe doblar su rodilla ante el derecho"[7].

El impacto de esta identificación ideal de Razón, Justicia, Derecho y Política ha sido de tal trascendencia que a partir de entonces dominó las relaciones entre moral y política. Se niega toda plausibilidad moral e intelectual a toda consideración alternativa del problema y a toda evaluación del poder político basadas en la aplicación de un modelo de racionalidad imperfecta y de justicia incompleta. Es lo que en otro lugar hemos denominado el prejuicio racionalista de la justicia perfecta y que viene a coincidir con la pretensión de justificación completa de las acciones político-morales. Dicho prejuicio ha tenido como consecuencia más obvia no sólo hacer manifiesto que la justicia es incompatible con la política sino contribuir, a su pesar, a que los criterios de justicia a fuer de impecables dejen de cumplir de un modo efectivo su papel de control de calidad y de métrica de las alternativas políticas[8].

Ocurre, sin embargo, que más allá de los avatares de su historia intelectual y del impacto de sus distintas representaciones conceptuales, el problema de la relación entre política y moral continúa ahí y las tensiones que genera no han decaído; como tampoco ha decaído la suposición de muchos de que es imposible plantear las relaciones de la moral con la política en los mismos términos que en cualquier otro ámbito de la interrelación social. En ese sentido nuestra posición es que hay una especificidad en la relación de la política con la moral que corresponde determinar a la filosofía política.

A nuestro juicio, buen parte de las estrategias de justificación de las relaciones entre la moral y la política han estado desenfocadas. Ello se debe a que se ha considerado la política una realidad instrumental, funcional respecto de otros ámbitos donde en verdad se sitúan los patrones de evaluación de excelencia y donde en realidad se substancia la "almendra" de la política. Lo cierto es que la relación moral/política evoca frecuentemente la presencia de un patrón externo con arreglo al cual se enjuicia el valor de la política. No siempre ese patrón externo ha sido la moral, a veces ha ocupado su puesto el derecho, en la convicción de que cualquiera de ellos proporciona una seguridad y una certeza que no cabe encontrar en la conflictiva y fluida realidad de la política. Desde esta perspectiva, las acciones de la política, a las que por naturaleza se considera estratégicas o tecnológicas, sólo pueden ser valoradas en tanto contribuyen a realizar un principio o procurar un fin externo a su propia constitución política. Para el caso, lo mismo da que el proyecto al que sirve lo político sea de orientación deontologista, utilitarista u obedezca a los imperativos de una moral corporeizada y fáctica de corte comunitarista; el hecho es que la política se ilumina con "el candil" de la ética y se concibe subordinada a la realización de un proyecto de naturaleza moral.

Análoga situación se plantea para la realidad de la política cuando se acude a los recursos del derecho como sucedáneo de la moral - esa "moral que se empotra o se instala en el derecho" (Habermas 1998, 559) - y se resuelve que el disciplinamiento jurídico se convierta en la "métrica de la política", otorgando a los operadores jurídicos, interpretes autorizados y ejecutores de los principios morales, un protagonismo tan desmesurado que vacía de substancia la propia acción política (o.c., 557-562, 169-177). Sin duda, una deriva instrumentalista de la política de este calado comunica, a la postre, con esa otra variante tecnocrática según la cual el saber técnico se subroga la competencia política y que, por tanto, los problemas políticos no arrancan de conflictos ineliminables de intereses y de valores, muchas veces incompatibles o inconmensurables, sino que simplemente son consecuencia de errores[9]. Está claro que, si se examina la política exclusivamente con cualesquiera de estos patrones, los resultados son siempre decepcionantes.


Otras vertientes de justificación de la singularidad de la relación de la política con la moral, así como otros intentos de resolución de los dilemas de aquélla, se han explorado por el procedimiento de promocionar una ética especial o un ius singulare para el mundo de la política. Se trata de poner en pie estrategias de diversificación de las éticas. En ese sentido, y a modo de ejemplo, podemos evocar algunas de las más conocidas, dada la relevancia de sus promotores, en la historia del pensamiento. Así, Stuart Mill propuso distinguir, por un lado, pautas que orientan el ámbito de lo público y a cuya luz cabe enjuiciar las acciones de los gobiernos y responsables políticos en el orden político y, por otro, aquellas pautas morales que definen nuestros modelos de vida privada y orientan los comportamientos de las personas en las esferas no políticas[10]. Weber, por su parte, diferenciaba, como es bien conocido, entre una ética más apropiada para profetas, que adecua la conducta a la convicción moral sin ninguna condición, y una "ética de la responsabilidad", pertinente para políticos que deben actuar pensando en las consecuencias de sus acciones u omisiones[11]. También cabe acudir para argumentar la singularidad moral de la política al expediente de las éticas profesionales. Así y al igual que el cirujano o el piloto de avión, los políticos se dotan de un código deontológico, es decir, habilitan reglas propias y particulares así como algunas exenciones respecto a las reglas generales en tanto que poseedores de una competencia específica y un saber experto, el logro de cuya excelencia requiere un régimen normativo particular y la ejecución en alguna circunstancia de actos moralmente reprensibles (Bobbio 1998, 23). Pues bien, ninguno de estos itinerarios nos convence como vía de solución del contencioso entre moral y política, porque, como dice Muguerza, ni hay ni puede haber dos éticas, una para políticos y otra par el resto de los mortales (Muguerza 1990, 402). Pero sí estamos convencidos de que la única ética superviviente debería echar cuentas no sólo de las convicciones y los principios sino también de los fines, los medios y las consecuencias de la acción.


1.- La autonomía de la política

Muy frecuentemente, las discusiones y los argumentos sobre la singularidad de las relaciones entre moral y política han girado básicamente en torno a dos asuntos clave: la autonomía de la política y la relación medios/fines; asuntos mal comprendidos y peor explicados, circunstancia a la que imputamos la persistencia de propuestas de solución equivocada como las de corte instrumentalista o "corporatistas" que acabamos de comentar.

Para empezar no debe confundirse la idea de autonomía de la política con el empeño de muchos profesionales de la política en reservarse para sí algunas "zonas francas", es decir, con la existencia de parcelas de la actividad política escasamente iluminadas, ligeras de constricciones jurídicas y con pocos controles democráticos. Más bien, el concepto de autonomía remite al hecho de la especificidad del ámbito político, es decir, a su innegable singularidad constitutiva y a los vínculos que dimanan de los bienes y disposiciones "virtuosas" propiamente políticos[12]. Por un lado, ninguna otra actividad individual o social, ninguna otra esfera de la interacción tiene las características y el alcance de la política, cuya modalidad de poder delegado y consentido produce decisiones colectivizadas, vinculantes y sin escapatorias en asuntos relevantes y cruciales para el común de los mortales. De ahí que no quepa la analogía con cualquier otra actividad privada o pública o cualquier otro ámbito de la vida social y, por tanto, que tampoco quepa asimilar sus pautas a las propias de una corporación como si de una suerte de ética especial se tratara (Bobbio 1998, 10). Por otro lado, y aun sabiendo que tanto los proyectos como las pautas de la política suelen tener una inspiración moral, sin embargo, dado el politeísmo, la competición y hasta la inconmensurabilidad de muchos estándares morales es preferible fundamentar el juicio político y argumentar la plausibilidad de las iniciativas políticas en una ratio intrinseca que no hay que remitir a un fundamento externo, moral o religioso, sino que pueda ser comprendida, estudiada y rectificada a partir de sus propias premisas, aplicaciones y consecuencias (Pasquino 1994, 577), o sea, que esté fundada en razones referidas a bienes propiamente políticos: algo así como la salus reipublicae de los antiguos, que en un régimen democrático-constitucional podemos reconocer como la satisfacción de lo que Dahl denominaba las "preocupaciones políticas urgentes" (Dahl 1987, 95). "La razón de orden político, como dice Rafael del Águila, es un género en el que lo que está en juego es el precio que hay que pagar por vivir en el seno de una comunidad política específica, vertebrada de una determinada manera y dando cobijo al desarrollo de una forma de vida concreta." (Del Águila 2000a, 33).

Retornando al recuerdo de los antiguos, vemos que para ellos no tenía mucho sentido hablar de licitud e ilicitud moral de las acciones políticas, dado que en su agenda no se hacía presente un conflicto entre sistemas normativos, el de la política y el de la moral, sino ante todo el juicio sobre el buen o el mal gobierno, sobre si se procuraban las "grandes cosas" y no el beneficio particular, si se daba cumplimiento a la "razón de estado", que no había que identificar con una teoría de la derogación sino con el lema salus reipublicae suprema lex[13]. Ese juicio político necesita criterios y rango normativo propios independientemente de patrones morales particulares. Por supuesto que en una política altamente constitucionalizada como la nuestra, en la que la interrelación con la esfera de lo moral y el derecho está por definición servida, las iniciativas políticas no podrán ser nunca anti-morales en el sentido de que repugnen a la sensibilidad moral compartida, ni antijurídicas en el sentido de hacer trampas a la legalidad. Como decía Malraux, no se puede hacer política con la moral pero tampoco sin ella, ya que los idearios morales inspiran los proyectos políticos y el juicio moral cumple el papel de una condición-límite en la actividad política, de tal modo que enfrentado a una elección crucial o una decisión trágica sólo es la conciencia moral la que empuja a uno a decir "basta, de aquí no puedo pasar".

Lo cierto es que, al menos en nuestro contexto civilizatorio y en conexión con el desarrollo del estado de derecho y el afianzamiento de las prácticas democráticas, la "salud de la república" o el "bien común" se ha ido decantando históricamente de modo progresivo en un conjunto de bienes y virtudes políticas que ni son la simple suma de bienes privados ni tampoco transcendentales morales, que no se solapan con los contenidos de una moral corporeizada y mucho menos con las reglas de una ética especial o deontología profesional. Sin referencia e estos bienes políticos, a los que se tiene como horizonte irrebasable, no es posible fraguar de un modo legítimo y creíble auténticas "razones de estado" o formas de lealtad política y patriotismo, ni siquiera un cuerpo de argumentación en el que fundamentar la plausibilidad de una propuesta política. Gracias a ellos, identificamos males políticos, distinguimos la congruencia de medios con fines, cribamos las buenas disposiciones de lo que son hábitos reprobables e incluso podemos obtener criterios para un juicio de conjunto de legitimidad, eficacia y eficiencia respecto de las diversas iniciativas políticas en liza. Así pues, y frente a una consideración instrumental y vicaria de la política, justificamos la especificidad y la autonomía de la política justamente por referencia a esos bienes políticos, algunos de los cuales pasamos a evocar a continuación.


A) El primero de estos bienes es, sin duda, la propia existencia de un orden político que funciona como marco continuado y respetado de autoridad, y cuyo poder se expresa como capacidad coactiva que se ejerce en régimen de exclusividad (violencia legal) y a título legítimo gracias a que sus fines, "investidura" y procedimientos se consideran justificada y razonablemente valiosos (Bovero 1997, 5-6). Decía Walzer que la pertenencia a una comunidad es el bien primario origen de todos los demás bienes políticos y morales (Walzer 1983, 42). Pero es el estado como expresión política de una vida en común el que garantizando un cierto orden y una reproducción estable de las relaciones y estructuras sociales mantiene la paz civil e impide la disgregación de la convivencia o su transformación en conflicto generalizado. Es más, la esfera política es la que hace posible la existencia de la justicia en las demás esferas de la vida social. Y es que no puede haber comunidad política justa si antes no hay comunidad política. Hannah Arendt aludía a que los principios de una añorada justicia universal basada en el reconocimiento de los derechos humanos han demostrado ser inaplicables cuando las personas no pertenecen a ningún estado o aquéllos no son adecuadamente garantizados por aparatos políticos estatales[14]. Incluso si queremos promocionar un orden político cosmopolita basado en los derechos humanos y dispuesto a protegerlos, el camino para avanzar hacia ese objetivo parte de las comunidades políticas existentes y se va haciendo a medida que éstas demuestran una disposición real, no retórica, a que las actuales instituciones políticas transnacionales multipliquen su eficacia en esa dirección.

No obstante, a la hora de aquilatar la función de bienestar vinculada a la existencia de un orden político conviene tener muy presente también este otro criterio fundamental: la presencia de un cierto orden no conflictual, es decir, la constatación de un mínimo grado de gobernancia, si bien explica la existencia del poder político, no lo justifica como un bien, ya que su legitimidad viene determinada por la calidad de ese orden político. Dicha calidad se configura por variables tales como el valor de los "fines ulteriores" (el modelo de convivencia propuesto)y su rendimiento, la índole de sus reglas, el tipo de vida colectiva que estructura, las relaciones sociales que reproduce y las disposiciones ciudadanas que promociona (Bovero 1997, 14).


B) Un segundo bien político que se deriva consecuentemente de la implantación de un buen orden político es, sin duda, el primado de la legalidad. Desde el nemo de legibus solutus hasta la expansión y densificación actual de la regulación legal de los derechos, el despliegue del rule of law ha ido decantando uno de los bienes políticos más básicos heredado tanto de la tradición republicana como de la liberal[15] . La nomocracia habilita el control jurídico del poder y un marco de garantías frente a cualquier arbitrariedad, lo que da al ciudadano, certidumbre, seguridad y predictibilidad. Además, la igualdad formal al establecer el alcance universal de los derechos y obligaciones - desde luego en el supuesto de que sus leyes sean dictadas por un régimen de democracia constitucional y representativa- se ha convertido en el vehículo histórico de la potenciación de otros derechos más substantivos y también del pluralismo de la sociedad civil[16].

Sin embargo, bienes políticos tan preciados como los dos hasta ahora reseñados se encuentran actualmente amenazados por el aumento de la ingobernancia y por los déficits del estado de derecho. Por un lado, la capacidad de influencia de la sociedad política se restringe cada vez más a medida que aumentan las constricciones del conocimiento experto, las exigencias de una economía de escala y las nuevas formas de encapsulamiento (bancos centrales, agencias y tratados internacionales), todo lo cual termina sacando de la agenda política asuntos que siempre han sido centrales para la misma. Al tiempo, el crédito de la política se ha ido perdiendo en la medida en que a mercantilización de la política, la colonización mediática y la endogamia partidaria están volviendo autoreferenciales a las instituciones de intermediación política, vaciando a la política de su substancia, haciéndola subalterna y desactivando su impulso reformista. Por otro lado, los peligros para el primado de la legalidad proceden hoy de la multiplicación de poderes salvajes y la extensión de la colusión. Proliferan "poderes salvajes" ilegales, desde la financiación de la política en las democracias asentadas a la criminalidad organizada internacional sustituta del estado de derecho en algunas de las nuevas democracias. Al tiempo, aumentan su influencia esa otra clase de "poderes salvajes" derivados de la ausencia de un derecho que determine las constricciones jurídicas pertinentes a su actividad y que van del micropoder de un marido que inflige malos tratos a los macropoderes económicos y mediáticos que colonizan gradualmente la vida pública pasando por una sociedad internacional iliberal y desigual que opera bajo la lógica del poder y el miedo (Ferrajoli 1998). Además, a la presente dislocación del orden heredado se responde con nuevas y variadas experiencias de concentración y colusión de poderes económicos, culturales y políticos, sintomática de las actuales sinergias entre dinero y política (Quesada 2000, 300).

De ahí que constituya en la actualidad un reto revitalizar la política, en primer lugar para renaturalizarla ante los evidentes daños infringidos y los riesgos creados por una explotación abusiva de los recursos naturales, en segundo lugar para promover un orden político que no se perciba como coste, ni se proyecte sólo como profesión sino más bien como parte de una vida integrada y como productor de bienes públicos que no se justifica porque elimina ineficiencias sino porque crea justicia; y, en tercer lugar, para fortalecer el Estado de derecho contrarrestando así la presión de los poderes salvajes y una marea de colusión generaliza que amenazan arrasar incluso las libertades pre-políticas del individuo (Bovero 1998, 7).


C) Las aspiraciones contenidas en los dos bienes anteriores, junto a un contexto tan amenazante alzapriman el bien político de un constitucionalismo denso, el cual, como sistema de límites y vínculos, de constricciones y garantías, actúa como elemento minimizador de incertidumbre y arbitrariedad y como freno de las inercias despóticas de un poder constituido y de la dominación de los poderes salvajes. El constitucionalismo - nos referimos, por supuesto, al de expresión democrática- define la substancia, extensión y procedimientos de la actividad estatal, demarcando lo que puede ser disputado en la contienda política ordinaria y lo que está constitucionalmente blindando frente a los excesos. Tanto los momentos constitucionales como los arreglos institucionales contramayoritarios fuerzan a conformar las posiciones de un modo cooperativo y deliberativo al tiempo que adscriben autoridad argumentativa a las decisiones, evitando así la tendencia a que se impongan siempre las preferencias del mas fuerte (Brown 1998). Pero además y puesto que las disposiciones constitucionales están regidas por principios de justicia, el constitucionalismo democrático protege valores, positiviza bienes políticos y desarrolla así la dimensión substancial de la democracia, haciendo que el diseño de las instituciones y el contenido de las leyes sean coherentes con los principios y derechos constitucionales. Es en ese sentido que un constitucionalismo denso de inspiración democrática promociona inevitablemente un ideal de vida buena básico, cuyo principio constitutivo es la autonomía y cuyos objetivos son la maximización de las oportunidades de elección personal y la acomodación de las diferencias como proyecto de convivencia de lo diverso sobre la base de una reinterpretación de los derechos y las libertades (Galston 1995, 525). Para ello se establecen disposiciones estructurales constitutivas del principio de ciudadanía, que no sólo protegen derechos como fueros[17], sino que garantizan derechos como recursos habilitadores de las capacidades básicas a fin de que los individuos puedan funcionar con independencia material, formar autónomamente las propias creencias y determinar adecuadamente sus metas. Así pues, si los derechos y libertades considerados respectivamente como entitlements, powers and provisions se constitucionalizan es porque representan una función básica de bienestar que hay que asegurar colectivamente[18].

Pero además, atendiendo a las patologías actuales, el constitucionalismo tomado en serio calibra el grado de realización de la democracia y actúa como un principio de rectificación frente al aumento de las democracias defectuosas (Merkel 199), con una deriva excluyente, iliberal o delegativa, y desde luego frente a esa sinergia entre dinero y política que trata de hipotecar la acción de los gobiernos subordinándola a los intereses atrincherados de potentes grupos privados. Por último, una democracia constitucional salvaguarda la existencia de una oposición institucionalizada (contestabilty), en la medida en que garantiza, en primer lugar, información y capacidad para evaluarla así como visiones contrapuestas a las del gobierno y la mayoría; en segundo lugar, la posibilidad real de poder ejercer la protesta (voice); y, en tercer lugar, un espacio (forum) donde dicha interpelación resuene y no sea ni ignorada ni preterida, sino debidamente contestada (Pettit).


D) A la par de los anteriores bienes políticos, y gracias al desarrollo del estado de derecho y al impulso democrático de los movimientos emancipatorios la institución de la representación política ha devenido un bien político universalmente reconocido. La representación política está vinculada a la prioridad de la acción electiva-inclusiva en la medida en que corresponde a "los afectados" decidir quién gobierna, cómo y para qué; pero es que con su concurso se abren oportunidades de modificar el statu quo. Además, el sustento valorativo de la representación se incrementa porque como modelo de gobierno de la interacción alivia las paradojas de la participación, la competición política y los problemas de una coordinación cognitiva eficaz[19]. Pero, en última instancia, el rendimiento moral y la productividad política de la representación se relacionan con su condición de mecanismo de control democrático y recurso participativo, y dependen del adecuado funcionamiento de sus rasgos distintivos: la autorización ciudadana o elección de los que deciden por los ciudadanos, la obligación de los elegidos de dar cuentas asumiendo las responsabilidades correspondientes, la sensibilidad hacia las demandas de los electores, la vulnerabilidad de los agentes políticos y, por último, la aplicación del principio de inclusión en los procesos de decisiones de todos aquellos afectados por las mismas[20].

Sin embargo, atendiendo a las nuevas condiciones de la política, la representación es la institución que más amenazada está debido a la manipulación de sus distintivos. Y es que cuando las demandas se crean y las respuestas se indician desde el lado de la oferta, cuando la vulnerabilidad de las élites políticas se vuelve costosísima, cuando las posibilidades de entrada en el circuito político resultan o muy limitadas o poco recomendables, es que entonces el atributo de la sensibilidad hacia los intereses ciudadanos (responsiveness) se haya muy demediado, el régimen tasado de la responsabilidad se ha desactivado (accountability) y la democracia en vez de inclusiva se ha vuelto excluyente[21]. Pues bien, para esta clase de males no hay otro antídoto que refinar e implementar los mecanismos institucionales de control democrático, constitucionalizando las normas básicas de la democracia interna de las agencias de intermediación así como su transparencia financiera y, desde luego, constitucionalizando también los incentivos para la participación en los procesos decisionales básicos que les afectan.


E) Existe, por último, un bien político, más intangible y menos institucionalizable que los otros, pero que resulta una condición básica para que aquéllos no acaben demediados o metamorfoseados en un contexto social con una deriva creciente hacia la anomia y la desresponsabilización y con una clase política profesionalizada punto menos que endogámica y cínica. Nos referimos a la competencia cívica, que no hay que identificar con un virtuosismo que en nombre de la ética y como reacción al procedimentalismo vacío del liberalismo filosófico rechaza la sociedad liberal. Más bien, se trata de subrayar que el desarrollo consecuente de esa misma sociedad, liberal y democrática, así como el de sus instituciones, necesitan el humus de una cultura pública, cimiento moral, disposiciones y hábitos en los individuos así como vínculos estables, lo cual precisa un tipo de educación no menos que el cultivo de algunas virtudes cívicas como sostén de las instituciones de una sociedad libre[22]. De esa manera, y a través de la reflexión, el juicio político y la acción, los ciudadanos ejercen su responsabilidad individual y aprovechan no como demandantes pasivos sino como participantes, las oportunidades políticas que generan los recursos políticos inherentes a los otros bienes que hasta aquí hemos reseñando.

Pero el bien político de una vida ciudadana activa y competente traspasa las fronteras del estado. Es más, el compromiso cívico, la práctica de valores individuales, el espíritu de equipo, la confianza, la tolerancia, en tanto que deferencia o aceptación razonada ante la diferencia, e incluso la hipótesis altruista, traducida las mas de las veces en cooperación y reciprocidad, se aprenden en la comunidad y se realizan en una vida asociativa rica y densa, de tal manera que allí donde no se desarrolla todo este "capital social" se desvitaliza el entramado institucional y las reformas del mismo se vuelven imposibles o devienen puro transformismo[23]. Así pues, la necesaria cultura político-democrática no fructifica sin competencia cívica. Como tampoco prende la práctica valiosa de la democracia sin el florecimiento de una plural y densa vida asociativa y sin la presencia activa de un tercer sector cuyo concurso resulta imprescindible para el arraigo de los bienes políticos y la realización de aquéllas políticas públicas vinculadas a los mismos, lo cual fuerza a reinventar las estrategias de organización y las formas de concertación entre acción estatal e iniciativa social.

La promoción de esta clase de bienes propiamente políticos que acabamos de referir favorece la producción de novedad, imprescindible para enfrentarse de un modo informado y solvente al desafío de la complejidad y aparición constante de situaciones imprevistas e inéditas, transforma la responsabilización social tanto en recurso para habérselas con la llamada "sociedad del riesgo" como en un mecanismo que previene contra la manipulación frente a la "sociedad mediática y mediatizada" y, finalmente, activa el aprendizaje de disposiciones cooperativas que refuercen los cambios motivacionales ineludibles para que la actividad política no se lance irremisiblemente por la pendiente de la irrelevancia, la subalternidad o la endogamia.


2.- Los medios y los fines

En el supuesto de que gracias a compartir un marco civilizatorio, una cultura político-moral básica o un consenso constitucional estable aspiremos a los mismos bienes políticos de carácter general y con independencia de que tales bienes se substancien en proyectos políticos diferenciados o incluso contrapuestos, quedará aún por determinar qué caminos nos aproximan hacia ellos. De este modo la dicotomía moral/política, que antes se había planteado respecto de la cuestión de la mayor o menor especificación autónoma de los fines políticos, reaparece ahora a propósito de los medios que se postulan para alcanzarlos, convirtiéndose así la relación medios/fines en una recurrente fuente de conflictos y polémica en lo atinente a las relaciones moral/política.

En líneas generales podemos distinguir tres estilos diferentes de aproximarse a la cuestión. Por un lado hay quienes, por principio, no consideran su misión entrar en el asunto y prefieren resolver el problema no tomándolo en consideración, en la medida en que niegan carta de ciudadanía en el ámbito de la razón práctica a uno de los polos de dicho problema, es decir, a la cuestión de la determinación de los medios. Nos estamos refiriendo a ese enfoque de las relaciones fines/medios que es deudor de visiones fuertemente éticas de la política que evalúan los estados de cosas o las acciones por los valores que encarnan o por los principios que los han inspirado (Muguerza 1990, 514) y que establecen una separación tajante entre "racionalidad práctica" (deontología) y "racionalidad instrumental" o mesológica, la cual trata de determinar los medios mas adecuados para la consecución de los fines perseguidos con nuestra acción (Muguerza 1990, 515). Nada de lo que se diga acerca de los criterios de la racionalidad instrumental es relevante para aclarar la cuestión de la plausibilidad de los fines de la acción o los contenidos fundamentales de la racionalidad práctica. Así que recelando de la dimensión mesológica de la acción política y obviando los dilemas que cualquier teoría de la acción suele recordar, se decreta la inhibición de la "razón practica" en relación con los conflictos ético-políticos a propósito de la relación medios/fines, configurando una agenda que mira a la política desde el debate sobre los fundamentos de la obligación moral o los fines últimos de la acción.

Está, por otro lado, la perspectiva llamada "realista", para la que la política no es un diálogo incesante sobre principios y fines sino, ante todo, una voluntad de zanjar los asuntos valiéndose de las mejores acciones y procedimientos a partir de los recursos de que dispone el poder político. Incluso, ha llegado a definirse el ordenamiento político en cuanto poder como un conjunto determinado y estable de medios[24]. Desde este punto de vista, la política se muestra en disposición de valerse de una racionalidad mesológica, es decir, de hacerse con los medios más adecuados según nuestro conocimiento de la situación para lograr unos fines dados. Así entendida, la política promociona un conjunto de acciones orientado de forma eficiente a transformar un "estado del mundo" con la pretensión de conseguir un resultado que consolide una clase de "bienes políticos", legítimos por su vinculación a valores morales reconocidos y que han revalidado en ocasiones sucesivas su legitimación. Es en ese sentido que, en el ámbito de la política ,los juicios y elecciones tienen una pretensión de racionalidad, o sea, y para decirlo en la jerga de la elección racional, que los cursos de acción y la apuesta por un programa se producen porque se estima que de ese modo se maximiza la función de bienestar ponderada sobre la base de un conjunto de propiedades relevantes emanadas de un orden establecido de valores, fines o bienes político-morales (Quintanilla 2000). Por supuesto, a nadie se le escapa la dificultad de aplicación de estos criterios a la hora de tomar decisiones o de evaluar la plausibilidad de una iniciativa política, aunque sólo fuera por el hecho de que en la mayoría de los casos existen diferentes descripciones de una misma situación o de unos mismos bienes o fines políticos, así como diferentes acervos de conocimiento disponibles y diferentes configuraciones de las funciones de bienestar a la hora de evaluar un resultado.

Como es conocido, cuando la teoría política "realista" se enfrenta a la cuestión de los fines y los medios en el ordenamiento político lo hace sobre la filtración de Maquiavelo y su concepción de la racionalidad política[25]. "El fin justifica los medios" no es una frase de Maquiavelo, pero sí un pensamiento que cabe deducir de alguno de sus escritos y que se vincula al presupuesto de la autonomía de la política respecto de la moral y la religión[26]. El fundamento del Estado no hay que buscarlo en la economía divina sino en un acto de poder necesario para imponer el interés general. No existiendo, pues, ya un tribunal superior al que apelar, en política sólo cuenta el "fin" -mantenere lo stato-, el orden y unidad del poder, de tal suerte que, si se consigue, "todos los medios que se hayan aplicado serán juzgados honorables"[27]. Así pues, concedido el fin, se conceden los medios, cuyos defectos serán tolerables en aras a un fin que los compense: "Allí donde se trata de la salvación de la patria -escribe- no debe tomarse en consideración si algo es justo o injusto, cruel o compasivo, digno de alabanza o de censura, sino que, dando de lado a toda otra idea, es preciso seguir aquella decisión que le salva la vida y le mantiene la libertad"[28]. Para Maquiavelo, los medios no tienen valor intrínseco, no son valiosos por sí mismos, sólo valen en función de los fines y en su dimensión social de actos que contribuyen a producir un resultado efectivo en una relación de poder. Solamente esa dimensión funcional otorga a los medios el rango de racionales y "buenos". Y es que, sentenciaba Maquiavelo, "los hechos acusan, pero los resultados excusan"[29].

Por último en el tratamiento de la relación fines/medios como condensación de la controversia ética/política se haya la posición representada paradigmáticamente por Kelsen (y hasta cierto punto por Bobbio después) que apela al imperio del derecho, tratando de huir al mismo tiempo del decisionismo político y de una visión moralista de la política[30]. Kelsen está horrorizado por la deriva del realismo de inspiración maquiavélica tal como se manifiesta teórica y políticamente en la posición de Carl Schmitt. Para Kelsen, la moderna antítesis jurídica entre el derecho llamado político y el resto de la legislación, que ha desgarrado la unidad del sistema jurídico, no solo ha permitido la separación entre estado y derecho sino que se ha convertido en pura ideología gracias a la cual el soberano, arropado por un derecho propio impone sus dictados frente al orden jurídico vigente[31]. Desde esa lógica que Schmitt lleva a sus últimas consecuencias, el conflicto entre fines y medios queda disuelto en la voluntad sin constricciones del soberano - de legibus solutus- que autoinstituye su poder y crea tanto el derecho como sus excepciones, frente a aquélla ficción del "estado burgués de derecho" de diluir lo político en lo meramente jurídico[32]. Por contra, Kelsen proclama la identidad entre estado y derecho; y el estado, que por definición es medio, no tiene otro fin que los propios fines jurídicos[33]. Su esencia es convertir el poder en derecho y, por tanto, ningún otro fin podría justificar medios malos o medios buenos, ya que no hay para el estado fines que le sean inherentes mas allá de devenir un orden normativo. En un estado así entendido no existe disociación entre poder y norma, entre política y derecho, entre ética y política, entre fines y medios[34]. Vistas así las cosas, el estado se entroniza como un medio, pero un medio indiferente a cualquier fin distinto a su forma legal, con lo que convertido en una técnica para la producción del derecho se vacía de su substancia política y pierde su condición de medio para algo. De ese modo Kelsen reconstruye los aspectos formales de un modelo de acción política por el procedimiento de su subrogación por el derecho, presentándose la operación como un paradigma de racionalidad mesológica. El resultado es que la política queda reducida a una técnica jurídica, a reglas de deducción donde la tensión fines/medios ha desaparecido[35].

En los tres tipos de respuesta que acabamos de analizar, la relación entre fines y medios es una relación externa en la que los órdenes de valor de los fines y los medios ni están conectados ni se involucran. De alguna manera es como si en los tres casos se pretendiera en el fondo excluir de la agenda este contencioso: en la solución ética porque los medios no cuentan en la conformación de una "razón práctica", en tanto se piensa que los medios no son de su mundo; en la maquiavélica porque resulta indiferente la naturaleza de los medios y su valor intrínseco, los cuales son evaluados en función de criterios subjetivos, cambiantes y ajenos a la estructura propia de las acciones que juzgamos; y en la solución procedimentalista porque al depender la relevancia del medio de su formalización aquélla se alcanza cuando deja de ser medio para otra cosa, es decir cuando desaparecen los fines. Así que o nuestras acciones y medios son radicalmente instrumentales - un sesgo que según unos los desvitaliza moralmente y según otros los define funcionalmente determinando así de un modo excluyente su rendimiento- o son puramente formales y, por tanto, sin substancia. Según el caso, lo que importa son los principios, el fin y la forma jurídica. Y lo que pasa en el fondo es que sin la tangente de una teoría de la acción política y ausente de la filosofía política la dimensión mesológica de la política el problema central de las relaciones fines/medios tenderá siempre a ser minusvalorado o desenfocado, olvidándose que la acción política tiene su lógica y sus estructuras, sus dimensiones y sus escenarios. Y entonces ya se sabe: la percepción de obstáculos deriva en imputaciones morales, la aparición de nuevas dificultades se atribuye a errores técnicos y, por tanto, las patologías de los contextos de la interacción se proyectan como una cuestión de voluntad o falta de entendimiento.

Así las cosas y a modo de recapitulación de nuestras observaciones apuntamos a continuación unos cuantos criterios que expresan lo que, a nuestro juicio, debe ser el punto de vista de una filosofía política normativa a propósito del contencioso fines/medios. En primer lugar, debe quedar claro que "en el principio están los fines". Tal postulado demanda la existencia de criterios normativos que justifiquen la corrección y los cimientos ético-políticos de esa decantación de valores, bienes políticos deseables y proyectos, los cuales además de excluir escenarios políticos indeseables (capacidad discriminatoria) constituyen los fines básicos de una comunidad política y muestran su potencial de transformación ideal. En segundo lugar, hay que disponer de un bagaje de conocimientos teóricos que permitan saber si nuestros fines y proyectos son compatibles con los datos y con el conocimiento teórico disponible. Es decir, hay que saber que no entran en contradicción con las prohibiciones del conocimiento ni con las constricciones naturales, psicológicas y sociales básicas dentro de las que normalmente se desarrolla nuestra vida (Ovejero 1995, 3001 y ss.). Pero a la hora de calibrar las condiciones de posibilidad y la realizabilidad de cualquier iniciativa política no basta tener un modelo de explicación de las situaciones y hechos que muestre la plausibilidad de ciertos escenarios en el caso de que nuestros fines llegaran a realizarse; hace falta, además, un conocimiento de las circunstancias concretas en las que la intervención política se desarrolla (conocimiento empírico).

Por lo primero sabemos cómo idealmente tendrían que ser las cosas; por lo segundo, tenemos una idea cabal de cómo en realidad son y del contraste entre lo que hay y lo que debiera haber. Pero en tercer lugar, la pregunta crucial, en cuya respuesta tantas teorías éticas y proyectos normativos, programas e idearios han naufragado, es la del cómo se achica ese contraste entre lo real y lo ideal, cómo nos aproximamos a esos fines y bienes que anhelamos o, al menos, cómo mitigamos nuestras patologías sociales. Para ello se necesita un dispositivo de conocimientos y acciones que desencadene una secuencia que acerque al objetivo, una dinámica de inserción social que cree condiciones para la acción y cambie algún aspecto de la realidad gracias a la aplicación eficiente de determinados medios, aligerando así las tensiones entre acciones y metas, entre "los proyectos y los procesos". Y es que el acierto de una buena "razón estratégica" se prueba en tanto que los medios están en la vereda de los fines y los procesos intermedios acercan al estado que se juzga deseable, aminorando la distancia entre lo que se quiere y lo que resulta. Es en ese sentido que puede decirse que ciertas iniciativas y ciertos medios son condiciones "causales" de situaciones deseadas que además tienen un sentido porque cumplen lo deseable (Villoro 1997, 125).

Por todo ello insistimos en que una filosofía política normativa no puede descuidar la racionalidad "mesológica", ni puede pretender salvar el "escollo estratégico" simplemente ignorándolo. Para empezar, y como ya apuntara Aristóteles, entre fines y medios existe un continuum, su diferencia es una cuestión de grados, puesto que una elección no es cosa sólo de fines[36]. Por un lado, el fin no justifica los medios sino que los fuerza a ser congruentes con él y presta su contribución a discriminar aquellos medios valiosos que aproximan a los objetivos propuestos de aquellos otros que por su propia naturaleza los corrompen. Pero además, el perfil de las acciones y de los procesos e incluso sus rendimientos no se miden sólo por sus resultados respecto de otra cosas, dado que hay valores justificables por si mismos que dan consistencia tanto a los fines como a los medios que tratan de realizarlos. Así que los medios además de medios para un fin deben ser hasta cierto punto anticipación de aquellos valores y bienes políticos a los que se aspira, los cuales no sólo se realizan en la situación final sino que deben estar presentes en las acciones emprendidas y en las situaciones intermedias resultantes de aquéllas (Villoro 1997, 135).

Por otro lado, sabemos que a menudo la falta de idoneidad de los medios termina por reajustar los fines hasta el punto de metamorfosearlos, o bien acaba convirtiendo los resultados en objetivos. Este tipo de reajuste es irracional, sobre todo si es causado por un impulso inconsciente orientado a reducir las tensiones ante la imposibilidad de realizar los propios ideales. La psicología social y en cierto modo la teoría de las ideologías, se han ocupado de esos contextos (alienaciones y, en general, patologías psíquicas) que han tenido que ver con la confusión entre lo que podemos hacer, lo que debemos hacer y lo que queremos hacer. Las disonancias cognitivas, el autoconvencimiento de que es libre elección lo que es destino, la dignificación ética de lo inevitable, el hacer de la necesidad virtud, el confundir la realidad con los deseos, el wishfull thinking son ejemplos paradigmáticos de ese tipo de patologías[37]. Pero cuando los individuos intervienen premeditada y deliberadamente en el proceso de ajuste, eligiendo los cambios que aproximan lo deseado a lo viable en virtud de que hay buenas razones que justifican esa elección, estamos ante un proceso de ponderación de la realidad y de exploración de alternativas de naturaleza racional[38] .

Desde el punto de vista de la filosofía política, tal como aquí lo hemos ido configurando, los fines o razones últimas separados de los medios que han de realizarlos pierden interés y alcance. No hay fin que sea del todo indiferente al medio, de manera que un cambio de medio afecta igualmente al fin. Y es que una vez comprobada la congruencia de los fines con nuestras intuiciones morales consolidadas, la pregunta relevante para la filosofía política es la de los medios disponibles para realizar aquéllos, es decir, si hay un programa de acción eficiente y potente en condiciones de provocar un "estado del mundo" menos distante del "estado del mundo ideal" al que los fines aspiran[39]. Podríamos, incluso, tomar como criterio para calibrar la racionalidad de los objetivos racionales de la acción política el de si cuentan con algunos mecanismos de inclusión en procesos de desarrollo de estrategias viables para la consecución de sus fines[40]. Miradas así las cosas, la cuestión clásica que dio origen al conflicto moral/política, centrada en la justificación de los medios por el fin, habría que planteársela casi como al contrario, es decir, si no son los medios los que, en buena medida, terminan justificando el fin[41]. Finalmente, el engarce medios-fines se complejiza aún más, porque aun disponiendo de los medios estratégicos el sujeto debe ser consciente de la manera en que esos medios revierten sobre sí mismo, le ayudan a discriminar los fines de la comunidad política al tiempo que colaboran a conseguir nuevos fines cualificados. Y es que los medios, en la medida en que ejercitan de un modo excelente "los bienes internos a sus prácticas", no sólo portan valores sino que contribuyen a la configuración de nuevos bienes y nuevos fines (MacIntyre 1984). Ya lo vio Hannah Arendt cuando comentaba que los medios que se utilizan para alcanzar fines políticos son muy a menudo de mayor relevancia para el futuro del mundo que los fines perseguidos[42]. A fin de cuentas, en política, los medios son siempre algo más que meros medios.

Claro que esto ya no suena escandaloso en el actual clima de auge del procedimentalismo tanto en teoría de la ciencia como en las teorías éticas, donde se ha consolidado el criterio de que los procedimientos y las reglas son importantes, no ya porque garantizan la corrección procesal sino por devenir además el único modo intersubjetivamente reconocido de ponderar el progreso en contenidos, entendiéndose así que el mejor resultado es el que se ha obtenido con las mejores reglas. Cuando además la democracia, como argumentaremos más adelante, se ha convertido en métrica y substancia de la justicia, la dicotomía fines/medios se atenúa drásticamente y gana predicamento la clase de observaciones que apuntan a la necesaria congruencia entre los fines y los medios, a la trascendencia de los procesos para aquilatar el alcance de los fines y objetivos, al papel esencial de los controles formales (jurídicos) y políticos (de ciudadanía), a la necesaria inclusión en los programas de los principios de rectificación, viabilidad y eficiencia, y, por último, al valor del reformismo como mecanismo de transacción entre continuidad e innovación y como palanca de progreso político-moral.
[1] F. Meinecke, La idea de la razón de Estado en la edad moderna, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1983, pp. 3 y ss.
[2] J. Locke, A Letter Concerning Toleration, Indianapolis, Bobbs-Merrill 1955, p. 24; Galston 1995, 525 y ss.; Sartori 1988, I, 298.
[3] I. Kant, Teoría y práctica, Madrid, Tecnos, 1993, p. 42.
[4] I. Kant, Metafísica de las costumbres, Madrid, Tecnos, 1989, p. 49.
[5] I. Kant, Teoría y práctica, p. 49.
[6] I. Kant, Sobre la paz perpetua, Madrid, Tecnos, 1996, p. 45-49.
[7] o.c., p. 60.
[8] M. A. Quintanilla y R. Vargas-Machuca , La utopía raciona, Madrid, Espasa- Calpe, 1989, p.174.
[9] A. Panebianco, "Fare a meno della politica?", Il Mulino, vol. XLII, nº 348, 1993, p. 639.
[10] J. Stuart Mill, Sobre la libertad y comentarios a Tocqueville, Madrid, Espasa-Calpe, 1991, cp. V.; Laporta 1990, 16-17.
[11] M. Weber, "La política como profesión", en M. Weber, El trabajo intelectual como profesión, Barcelona, Bruguera, 1983, pp. 136 y ss.; Laporta 1990, 19-20.
[12] A. Panebianco, "La cattiva retorica del moralismo”, en Viroli, Panebianco, y Matteucci 1994, 426.
[13] M. Viroli, "La cattiva retorica dell'autonomia della politica", en Viroli, Panebianco y Matteucci 1994, 417.
[14] H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Taurus, 1974, pp. 371 y ss.
[15] Una muy clarificadora secuencia tipológica de este proceso de juridificación y de su alcance en J. Habermas, "Law as a Medium and as an Institution", en G. Teubner (ed.), Dilemmas of Law in the Welfare State, Nueva YorK, de Gruyter, 1988, pp. 203-220. También acerca del proceso de juridificación véase del mismo autor, Teoría de la acción comunicativa, II, Madrid, Taurus, p. 504.
[16] M. Troper, "Le Concept de l'Etat de Droit", Droits:Revue Francaise de Théorie Juridique, nº 15, 1992, pp. 51-63; I. Shapiro (ed.), The Rule Of Law. Nomos XXXVI, Nueva York, New York University Press, 1994.
[17] Para referirse a esta dimensión de los derechos, Ernesto Garzón Valdés se ha valido de la expresión "coto vedado" ("Representación y democracia", Doxa nº 6, 1989, pp. 143-163).
[18] Javier Muguerza y otros autores, El fundamento de los derechos humanos, Madrid, Editorial Debate, 1989; C. Nino, Ética y derechos humanos, Barcelona, Ariel, 1989. Acerca de los derechos entendidos como una función básica de bienestar ha insistido Amartya Sen (Sen 1993).
[19] Geoffrey Brennan y Alan Hamlin, "On Political Representation", British Journal of Political Science, vol. 29, 1, 1999, pp.109-127; George Kateb, "The Moral Distinctiviness of Representative Democracy", Ethics, vol. 91, nº 3, pp. 357-374.
[20] El principio de inclusión tiene tanto una dimensión ad intra de las comunidades políticas (como antídoto frente al secuestro de la política por los profesionales y agentes de la misma) como una dimensión ad extra (como respuesta frente a los fenómenos cada vez más frecuentes de exclusión de aquellos "otros", que a veces están cerca y a veces están lejos, no participantes de nuestras comunidades políticas pero sí "afectados" en sus condiciones de vida y expectativas por las decisiones que en ellas se adoptan).
[21] Adam Przeworski, Susan C. Stokes y Bernard Manin 1999.
[22] R. Dagger, Civic Virtues, Rights, Citizenship and Republican Liberalism, Oxford University Press, 1997.
[23] C. Boix y D. Posner, "Capital social y democracia”, Revista Española de Ciencia Política, vol. 1, nº 2, 2000, pp. 159-185.
[24] N. Bobbio, Thomas Hobbes, p. 45.
[25] En la obra de Maquiavelo se proyecta la tensión entre dos discursos en apariencia opuestos: uno que revela los mecanismos efectivos del poder y otro que al anunciar el bien común para la nación italiana intenta promocionar los rasgos de un estado valioso. No sabemos a ciencia cierta si la "ciencia de la política" en Maquiavelo consiste no sólo en expresar esa tensión sino en el intento de aliviarla. Para las interpretaciones de la obra de Maquiavelo véase C. Lefort, Le travail de l'oeuvre. Machiavel, Paris, Gallimard, 1972.
[26] N. Bilbeny, "Medios y fines en el ordenamiento jurídico", Sistema nº 150, 1999, pp.86.
[27] N. Maquiavelo, El príncipe, Madrid, Alianza, 1981.
[28] N. Maquiavelo, Discursos sobre la primera década de Tito Livio, Madrid, Alianza, 1987, p. 41.
[29] o.c., p. 9.
[30] N. Bilbeny, "Medios y fines en el ordenamiento jurídico", pp. 89 y ss.
[31] H. Kelsen, Teoría general del estado, Barcelona, Labor, 1934, p. 119
[32] C. Schmitt, Teoría de la constitución, Madrid, Alianza, 1982, pp.125 y ss..
[33] Kelsen, Teoría general del estado, p. 120.
[34] o.c., 52-53.
[35] Esa inspiración kelsiana es la que años después hace exclamar a Bobbio, a propósito de la importancia de las reglas: "No es el fin bueno el que justifica el medio incluso malo, sino que es el medio bueno, o considerado como tal, el que justifica el resultado incluso, para algunos, malo." (¿Que socialismo?, p. 115).
[36] Ética a Nicómaco, pp. 35, 37.
[37] E. Aronson, El animal social, Madrid, Alianza, 1988; Ovejero 1994, 67.
[38] J. Elster, Sour grapes, Cambridge University Press, 1983, 123 y ss.
[39] Sartori ha adelantado los siguientes criterios a la hora de aquilatar la plausibilidad de los medios: el de congruencia con los fines, el de suficiencia, el de proporcionalidad y el de la minimización de efectos indeseados y externalidades negativas (Sartori 1989, 399).
[40] M. A. Quintanilla, Seis conferencias sobre Filosofía de la Tecnología, San Juan, Universidad de Puerto Rico, 1995, p. 113.
[41] V. Camps, Ética, retórica, política, Madrid, Alianza,1988, pp. 69-90.
[42] H. Arendt, On Violence, Nueva York, Harcourt Brace Javanovich, 1970, p. 4.