Saturday, May 13, 2006

A VUELTAS CON LA DIFERENCIA


Ramón Vargas-Machuca Ortega


Faltaría a la verdad si arrancara, como es preceptivo, agradeciendo la invitación. Y es que este ritual hagiográfica post mortem me incomoda. Primero, porque tiene para mí un algo de impúdico. Tratándose de persona cercana, entrañable, y sintiendo además estima sincera y gran respeto por los suyos, ante el dilema de o refugiarme en los tópicos o desvelar mis verdaderos sentimientos, no me queda otra opción que optar por lo segundo. Por otra parte y, como sabe la comunidad de los ”hermanos filósofos” de Cádiz” aquí presentes –así nos bromeábamos entre nosotros-, en verdad estamos casi a punto de transgredir un pacto con Mariano, que, claro está, llevaba su impronta y que enunciado por él rezaba más o menos así: “Por favor, los homenajes, a ser posible, todos en vida”. En buena medida su deseo se vio satisfecho. “¿Otro más?” afirmaba Mariano cada vez que se le comunicaba la celebración de un nuevo homenaje, al tiempo que se disponía a oficiar en el mismo con tanto talento e ironía como con una paciencia exquisitamente disimulada.

Por eso aliviaría mi turbación, si me permiten la licencia -espero que no parezca irrespetuosa- de hablar imaginándolo ahí delante, sentado entre nosotros, viéndolo con esa singular forma de escuchar atento, a la vez que procesando ya el primer comentario de urgencia, no menos jocoso que perspicaz, que nos hará cuando al terminar alcancemos la barra de la “taberna de turno”.

Me ha antecedido en el uso de la palabra la criatura intelectual de Mariano por antonomasia. No vale decir su discípulo, porque, efectivamente, Mariano no ostentaba “vocación de magisterio”, algo tan usual en el gremio de catedráticos de Universidad. De ahí que nunca fuera su pretensión modelar su criatura intelectual a su imagen y semejanza. Lo que sí se propuso, e hizo, fue brindarle con una contenida y discreta generosidad oportunidades para que perfilara autónomamente un proyecto propio. En eso también fue distinto. Le gustaba generar diferentes y reconocerse en el acabado de esa diferencia. A cambio no esperaba agradecimiento o deferencia. Sólo solvencia profesional. Y a lo sumo, un poco de afecto. En este caso no hay dudas de que ha sido correspondido.

Comento a continuación algunos aspectos de nuestra relación y de aquello que al hilo de la misma me pareció en él más admirable. Creo, tal como nos recordó hace unos años en su espléndido libro Aurelio Arteta, que la admiración es virtud cívica tan importante como preterida.


“El señorito”

Corría el año de 1983 .Un nuevo catedrático irrumpía en el confortable fair play con el que nuestro entrañable colega, y a pesar de ello siempre amigo, Juan López pastoreaba, con mi intermitente colaboración, la docencia de la Filosofía en la Facultad desde los tiempos en que ésta era aún Colegio Universitario de Cádiz. Las referencias eran buenas. Mediaba además el antecedente de la extraordinaria relación que siempre los habíamos tenido con su hermano Patricio Peñalver. Por cierto, la “venia docendi” de éste fue clave para que diez años antes el que les habla lograra superar los obstáculos, más bien políticos en aquellos tiempos, para acceder a la docencia en las aulas universitarias de Cádiz. Los supuestos peligros de tensiones que pudieran surgir entre nosotros dos y el recién llegado –lo que mirado a posteriori parece un imposible – los conjuró rápidamente Juan López a su modo…. “Por fin, proclamó éste, nosotros también tenemos nuestro señorito”. Desde entonces nuestro particular Demófilo –así conocemos a Juan, entre otras razones, por sus estudios sobre el padre de los Machado- no ha dejado de referirse y dirigirse, privada y públicamente, a Mariano con tan inapropiado título, forma cariñosa pero punto menos que surrealista de dejar constancia a los cuatro vientos justamente de lo contrario, a saber, que Mariano oficiaba en las antípodas de la prepotencia, el caciquismo o la arrogancia.


Mariano y los políticos

Pero nuestra mutua relación tuvo, durante un tiempo, un algo de morbosa debido a su singular asimetría. Y no tanto porque fuera expresión de puntos de vista contrarios o antagónicos. Han sido, más bien, posición y acentos los que han determinado el sesgo de nuestra relación dándole su punto. Mariano era el catedrático, yo el diputado de un partido que acababa de obtener un triunfo político tan rotundo como histórico. El devino Rector pero el que se dirige a Vds. era a la sazón Secretario del Congreso de los Diputados al tiempo que preboste provincial/regional del PSOE. El, postmoderno, antifundacionalista y multiculturalista, yo posmarxista, racionalista temperado y occidentalista. Pues bien, a pesar de tales diferencias tuvimos una complicidad discreta pero intensa, que cultivamos hasta el final y de cuyo calado pocos se han percatado. Compartíamos, si bien de un modo más bien borroso, una análoga percepción de la realidad del poder y del valor de la política como expresión suprema de aquel así como idéntico reconocimiento de la actividad pública y del carácter irrebasable de la democracia como forma de gobierno de la interacción colectiva. Se comprende, pues, que en su libro Ni impaciente ni absoluto me honrara con la dedicatoria del capítulo “Del poder”. Seguro que los caminos y razones por las que arribamos a aquilatar estas cosas de manera parecida son dispares.

Recuerdo agradecido cómo allá por la mitad de los ochenta la comprensión de Mariano me resultaba un alivio, cuando precisamente lo habitual para un oficiante en política era sentirse acosado por una mayoría de colegas progresistas que te espetaban su desencanto del gobierno socialista. Probablemente porque él no había albergado grandes ilusiones, era mas proclive a hacerse cargo, como muy pocos entonces, de la naturaleza demediada de la actividad pública, del alcance limitado y parcial de sus logros, del “fuste torcido” a la postre de la condición humana en palabras de Kant, expresión que en el caso Mariano evoca una antropología mas compasiva que pesimista. Política e intelectualmente Mariano nunca me pareció “un progre” al uso; en todo caso, un ilustrado bastante contenido en su juicio político y por supuesto en sus expectativas acerca de los posibles logros de la racionalidad política. Debía de tener muy presente aquel dicho atribuible a Antístenes según el cual “a la política hay que acercarse como al fuego, no demasiado para no quemarse, ni apartarse mucho para no helarse”. Siempre me pareció leal, quizás deferente mas nunca adulador con quienes representaban a los poderes públicos. Por eso ni los unos ni los otros terminaban de fiarse del todo de él.

Si tuviera que resumir sumariamente su ideal político, sin duda me atrevería a condensarlo en una aversión al totalitarismo al que consideraba la gran patología de la modernidad. La explicación filosófica de este mal estriba en la pretensión de convertir cualquier ideal de referencia, trascendente o trascendental, en programa que sin mediaciones se empeña en tener cumplimiento. En una palabra, desconfiaba de esa extendida pretensión entonces de convertir en proyecto político una u otra quimera. Por eso, con la misma fuerza que expresaba su fe en la democracia, proclamaba la indeterminación de los fundamentos de ésta. La democracia, diría con Claude Leffort, es la expresión del lugar vacío del poder, ya que allí donde el poder político se llena emerge el totalitarismo. Por el contrario, el poder democrático es espacio abierto e inacabado, que se ocupa provisionalmente, susceptible por su propia provisionalidad de permanente contestación. La democracia se determina como régimen, en tanto “distingue entre el polo del saber, el polo del poder y el polo de la ley”. Y sobre todo –era su convicción profunda- porque reconoce y acepta que el conflicto y la heterogeneidad son insustituibles. El antídoto de toda inercia totalitaria reside en una sociedad civil vigorosa, expresión de un pluralismo capaz de resistir los embates de aquella.

Tales principios, explicitados de una u otra forma, eran para Mariano forma de vida y determinaron un estilo intelectual y una sabiduría práctica, cuya lema era que la heterogeneidad no tiene porqué convertirse en enemistad y cuya misión era saber tratar al diferente y a lo diferente que son a la vez cercanos. Esa forma de ser que tanto se ha destacado de su personalidad -“cortés, sagaz, sutil, irónico, fino, discreto”, en palabras de José Luis Rodríguez Sández- eran justamente signos, además de una honda y buena educación, de todo un estilo intelectual orientado, como diría Locke en su Carta sobre la Tolerancia, “a cohonestar las diferencias”.

Fruto de ese saber y de ese “saber estar” ha sido esa suerte de “fraternidad” que cultivó como nadie entre los miembros del grupo de filósofos de la Facultad de Letras de Cádiz. A diferencia del doméstico infierno en que terminan convirtiéndose muchas veces los departamentos universitarios, él logró amasar entre nosotros una “hermandad”, bien es verdad que nada pretenciosa pero que modestamente sintetizaba de alguna manera esas tres formas de amistad que Platón distinguía en el Lysis: la que procura el placer, esa otra que busca la conveniencia mutua y por último la que resulta de cierta complicidad. Por eso “los hermanos” de esta discreta comunidad de filósofos también notamos, y notaremos aún más, su vacío.


Fortaleza admirable

Por último, Mariano en los últimos quince años ha sido una persona que ha tenido que acostumbrarse a convivir con la presencia de la “Fortuna”, esa que nos recuerda que el destino no está en nuestras manos. La percepción de una vida amenazada, conciencia helenista de que “frente a la muerte todos los humanos habitamos una ciudad sin muralla”, acrecentó en él el arte de vivir como cultivo de la inteligencia y control de la voluntad para no dejarse dominar por ningún contratiempo, aunque éste se vislumbrara tremendo. En ese sentido nos ha legado una prueba imponente de dominio de sí mismo, una capacidad admirable de hacer frente a los infortunios inevitables, haciendo verdad aquello del poder de la mente para contrarrestar el dolor físico. Si no cabe la esperanza de rehuir la muerte, pensaría, sí cabe al menos la serenidad de no temerla de un modo angustiado. No fue de aquellos que no vivieron por miedo a morirse. De nadie mejor que de él podría predicarse aquel “epitafio del racionalista” que el filósofo Jesús Mosterín componía en su obra Racionalidad y acción humana“: “Lanzó una mirada lúcida sobre el mundo, encarándose con los problemas pero no buscando consuelos ilusorios. Procuró gozar de la vida en la medida en que de él dependía. Y puesto que el destino implacable marca los límites de nuestra felicidad, aceptó el destino y la muerte, pero no se doblegó ante los ídolos”.

Lamentablemente, él se ha ido. Sólo nos queda el ejemplo de su fortaleza, el recuerdo de su lucidez y ese afecto cómplice que con suma delicadeza alimentó entre nosotros.