Saturday, May 13, 2006

LOS EQUÍVOCOS DEL REFORMISMO Y LOS IDEALES DE LA MODERNIDAD

RAMÓN VARGAS-MACHUCA ORTEGA


Introducción

¿Qué vigencia mantienen los ideales de la modernidad europea simbolizados en la divisa revolucionaria de “Libertad, Igualdad y Fraternidad”? La preeminencia de lo tribal o el embelesamiento multiculturalista, la involución democrática o la presencia de recursos premodernos en la política se proyectan hoy como signos, entre otros muchos, de un reflujo muy notable de la inspiración emancipatoria que había acompañado el despliegue de la modernidad y la tradición ilustrada. Por otro lado, hubo un tiempo en nuestro contexto civilizatorio en que la respuesta a la contraofensiva reaccionaria o conservadora se manifestaba sobre todo en el flamear de las banderas revolucionarias. Sin embargo hoy, incluso quienes continúan dando todavía una impronta radical a esos ideales, no apelan a un programa de ruptura sino de reforma; pero, eso sí, que sea expresión de una “alternativa verdaderamente reformadora, como proclama Fausto Bertinotti secretario general de Refundación Comunista”; o como apunta el dirigente del partido comunista francés Robert Hue rememorando a Jaurès, que suponga una “evolución revolucionaria”[1]. Para quienes están mínimamente familiarizados con la historia del socialismo en el siglo XX tales pronunciamientos provocan un sentimiento de déjà vu. Es como si renaciera el fantasma de Bernstein o el debate de Bad Godesberg de la socialdemocracia alemana en los años cincuenta o aquel de los socialistas del sur de Europa a mitad de los setenta en torno a las “reformas estructurales” e irreversibles. Pero lo que en realidad viene a certificar esta supuesta victoria “moral” del reformismo es, en primer lugar, que no está disponible ni teórica ni prácticamente una alternativa programática global basada en los ideales emancipatorios de la modernidad y, en segundo lugar, que la plasmación de éstos no se vincula necesariamente y por principio a una perspectiva anticapitalista[2]. Ahora bien, mi propósito en las páginas que siguen no es dejar constancia del supuesto triunfo del reformismo, sino mas bien explicitar algunas razones de que haya sido, y continúe siendo, confusa y precaria la relación entre reformismo, democracia e ideales emancipatorios de la modernidad.

Históricamente el reformismo ha cosechado mejores resultados que predicamento intelectual y reconocimiento moral. Durante mucho tiempo se le ha considerado una suerte de “madrastra” del socialismo, principalmente en los medios intelectuales de izquierda donde su legado se ha interpretado como la secuencia de distintos descartes entre identidad y poder, fidelidad a los principios y acción de gobierno, lógica socialista y lógica de “democracia de mercado”. De ahí que sus logros se hayan proyectado como algo vergonzante o como un sucedáneo, en la idea de que se han producido al precio de grandes renuncias ideológicas, ambigüedades, contradicciones, doble lenguaje e incluso traiciones. La figura del llamado “dilema socialdemócrata” resulta la metáfora que mejor ha simbolizado la compleja situación de las elecciones políticas del movimiento reformista, casi como un destino que hiciera prácticamente imposible conciliar los principios y la acción de gobierno[3]. Sea o no un dilema, su evocación expresa el recelo y la sospecha secular en torno a los logros reformistas, no sólo por la distancia siempre insalvable entre promesas, expectativas y realizaciones, sino por la permanente inclinación de quien gobierna a tomar como único principio los resultados de su acción.

En verdad, si al reformismo no se la ha tomado suficientemente en serio es, entre otras razones, porque no ha sabido acompasar su teoría y sus prácticas, no ha sabido cancelar la distancia entre aspiraciones emancipadoras y realizaciones reformistas, entre lo que se pregona y lo que en el fondo se quiere, entre lo que se quiere y lo que se hace, entre lo que se hace y lo que resulta. Ocurría que los indudables logros sociales no eran congruentes con el modelo normativo del que se reclamaban. Pero hoy por el contrario, cuando el reformismo goza de una anuencia generalizada, sucede que ha mermado bastante su rendimiento práctico. Cuesta en la actualidad creer en la sinceridad reformista de un universo político aquejado de una endogamia tal que lo vuelve autoreferencial, de una impotencia tan acusada como para no poder sobreponerse a la hegemonía de la lógica económica globalizada y de una dependencia mediática que obtura las vías de la representación. Así las cosas, es normal que se desvitalice y a la postre “despolitice” una democracia representativa que no tiene rivales pero carece de seguidores fervorosos.

Desde un principio el debate sobre el alcance emancipatorio del reformismo ha estado poblado de equívocos que han contribuido a sembrar el desconcierto moral de unos y otros en el seno de la izquierda. Sin duda, descubrir la naturaleza de este “debate fallido” puede ayudar a entender de una manera más completa el fiasco de ciertos modelos normativos de referencia así como algunas derrotas “epocales”de los movimientos emancipadores alentados al calor de aquéllos. Pero, a mi juicio, también contribuiría a comprender por qué en la actualidad resulta tan difícil no sólo consolidar ciertas conquistas de aquel reformismo triunfante tras la segunda posguerra sino sobre todo crear una mayoría social dispuesta responsablemente a hacerse cargo de la agenda reformista que demanda hoy la reproducción estable de la democracia como patrón básico de justicia. Así que en las consideraciones siguientes se intentará aliviar algunos de esos malentendidos que han pesado como una losa sobre una polémica mil veces reiniciada.

No se pretende acometer, ni mucho menos, una reconstrucción de las relaciones socialismo/reformismo, una historia bastante más compleja y tortuosa que lo que pueda deducirse de la sumaria evocación que aquí se hace. Tampoco está uno tan atrapado por el “virus de la nostalgia” como para empeñarse en validar las convicciones de hoy en la historia de ayer. En tal caso nos convertiríamos en rehenes y victimas de la propia historia; o bien caeríamos en la tentación de acudir a argumentos contrafácticos, recurso bastante dudoso además de ventajista, como diría Quine. De modo que las páginas que siguen no representan un ejercicio de revisionismo histórico, sino de crítica política, con lo que resulta inevitable tener presente los momentos más significativos de esa polémica. Comencemos, pues, por fijar algunas de las referencias básicas del asunto.

En el contexto de las tradiciones políticas de intención emancipatoria que tratan de dar cumplimiento a los ideales de la modernidad se acostumbra a determinar el significado y alcance del reformismo en relación con el socialismo, específicamente con su dimensión teórica, la procesual y la sociológica[4]. En ese sentido el reformismo se ha considerado, en primer lugar y con profusión histórica, una suerte de revisionismo de la ortodoxia socialista, desde el supuesto de que la identidad teórica por antonomasia del proyecto socialista descansaba en el marxismo. En segundo lugar, si atendemos a los procesos, a la relación medios/fines y a los modelos de acciones recomendables para aproximarse a las metas del proyecto y a su realización, el reformismo se distingue porque, en vez de invitar a transitar por vías revolucionarias, apuesta por el gradualismo y para ello encuentra los mejores recursos, así como la cantera de sus políticas, tanto en el desarrollo de la democracia constitucional como en las estrategias de compromiso de clases y no de ruptura. Por último, y en coherencia con lo anterior, el reformismo ha favorecido en la práctica una socialización política que empuja a sus partidarios a buscar la integración en “el sistema”, más que el enrocamiento en unos enclaves de “contrasociedad”, alentado por aquella idea de los dos mundos irreconciliables asentada durante decenios en el imaginario de la izquierda. En cualquier caso, el sesgo reformista ha condicionado sobremanera ­–con una conciencia más o menos errática o confusa de ello- el conjunto de creencias y valores, las políticas y las prácticas sociales del movimiento socialista, afectando necesaria y progresivamente a la propia identidad del proyecto.



I
Reformismo y proyecto del socialismo[5]


Sobre la relación entre el reformismo y dimensión teórica del socialismo anticipo ya una de las hipótesis en la que insistiré en adelante. Más que una versión del socialismo el reformismo viene a ser sobre todo la teorización de unas prácticas que por supuesto tienen, al igual que el proyecto del socialismo, su inspiración originaria en la veta emancipatoria de los ideales de la modernidad. Pero sus parámetros reales de justicia no hay que rastrearlos tanto en el modelo normativo del socialismo cuanto en la virtualidad emancipatoria de ciertos desarrollos de los principios normativos y pautas de una democracia constitucional y representativa.

Un elemental acercamiento histórico a la definición de socialismo revela su identidad de proyecto normativo diferenciado, que entiende la emancipación como la instauración de un orden social alternativo al capitalista cuyos componentes esenciales cabría compendiar de modo sumario en lo siguiente: superación de la lucha de clases y abolición de la explotación económica por la vía de la apropiación en común de los medios productivos; difuminación de la inveterada división entre esfera política, social y familiar, así como sustitución del Estado por un “sistema de asociación de productores libres e iguales” que organice la interacción colectiva bien sobre la base de la democracia directa en las distintos ámbitos de la vida social o bien sobre un régimen en el que los representantes, en tanto que agentes fiduciarios de los ciudadanos, en ningún caso gobiernan sino que se “limitan a administrar las cosas”; y por último la apelación al internacionalismo, expresión política suprema del ideal de la fraternidad[6]. En una palabra, el socialismo, aunque en ciernes anide en el capitalismo, diseña un horizonte de ruptura con él, con la sociedad liberal y con todo el entramado institucional y normativo a través del cual ésta se representa y estructura sus pautas de reproducción estable[7]. Por cierto, una declaración de principios parecida figuraba hasta no hace mucho en el carné de los afiliados del PSOE y buena parte de los partidos socialdemócratas europeos.

A pesar de que el socialismo arrastra desde un principio problemas de consistencia –entre otros, presuponer el tipo de naturaleza humana cuya eclosión pretendía justamente hacer posible[8]-, ha sido sin duda un proyecto normativo potente y valioso, en primer lugar por lo que a sus compromisos informativos se refiere. Y es que ninguna tradición en su análisis ha insistido tanto como el socialismo, primordialmente el de inspiración marxista, en determinar la estructura social de las realidades políticas, en explicar la vinculación entre éstas – también sus proyectos- y las condiciones materiales, desvelando la mistificación del estado liberal, el señalamiento realista de los intereses y relaciones de poder que hacen posible su existencia y reproducción, entendiendo, además, que sin referencia a tales asuntos cualquier explicación o propuesta resultaría deficitaria. En segundo lugar, el valor reconocido del socialismo como tradición emancipatoria está en que ha proporcionado buenas razones a una mejor causa, estimulando motivos y disposiciones virtuosas desde un punto de vista ético-político y contribuyendo así de un modo crucial al desarrollo del más importante movimiento emancipador de la historia contemporánea occidental: el movimiento obrero. En el seno de éste y durante decenios, como se sabe, ha representado la matriz explicativa y normativa de referencia[9].

Pero al igual que ha ocurrido con tantos otros proyectos históricos epistémica y moralmente bien fundados, el socialismo fue acumulando problemas teóricos (de compatibilidad con el desarrollo del análisis y el conocimiento científico disponibles) y prácticos (problemas no sólo de viabilidad, sino de plausibilidad moral) hasta quedar obsoleto. Su forma de describir la situación se hizo poco a poco insensible tanto a las nuevas condiciones materiales y sociales en las que se desenvolvía la vida humana en las sociedades occidentales como a las dinámicas reales de inserción socio-política. Tampoco los supuestos previstos por dicho proyecto para la acción colectiva se fueron confirmando. En una palabra, la voluntad de implantar el proyecto socialista desencadenó procesos, escenarios y resultados que no acercaban al estado final que define el modelo. Es más, en muchos casos los costes morales y psicológicos de dicha pretensión llegaron a ser inaceptables, sin que por otra parte terminaran asentándose y universalizándose las actitudes y comportamientos congruentes con el proyecto o que empujan hacia él. A la postre, la realización del socialismo terminó planteando condiciones imposibles, poco atractivas o indeseables[10].

Pues bien, cabe afirmar que el reformismo se desplegó desde un principio como un intento de conciliar el proyecto socialista y las condiciones de su ejecución, sus metas y las acciones emprendidas para alcanzarlas, las aspiraciones y los procesos de inserción social. Y aunque a toro pasado esta afirmación puede parecer hoy casi una evidencia, dicha conciliación resultó a la larga ciertamente impracticable a tenor de la definición canónica del proyecto socialista. Es más, el reformismo ni fue socialismo ni vía para su realización, sino su inconfesada refutación, por más que compartan inspiración en los ideales de la modernidad con el liberalismo igualitario y cierto republicanismo. Incluso la caracterización primigenia de la polémica en torno al reformismo como “revisionismo” del marxismo - la conocida como “Bernstein-Debate” allá en los albores del siglo XX – fue errónea. En realidad, muchos de los argumentos esgrimidos por Bernstein trataban de ser una falsación más que una revisión, una prueba -ciertamente no reconocida- del agotamiento del “paradigma” marxista, que de modelo racional se iba convirtiendo poco a poco en una “ideología” o, en el argot marxista, falsa conciencia[11]. Así, pues, históricamente el reformismo emerge cuando comienza a constatarse que elementos básicos de la teoría socialista presentan síntomas de agotamiento y hay que ensayar otros modelos de relación con los idearios emancipatorios de la modernidad. En ese sentido, el reformismo representó no tanto un viraje táctico, sino una readaptación de los objetivos normativos. Ello explica que Bernstein, con mayor o menor fortuna, propusiera de nuevo fundar el socialismo en valores éticos, al tiempo que resurgía la inspiración kantiana que hace deudor al reformismo del individualismo ético vinculado a la idea de persona moral[12].

Claro que reconocer en aquel contexto la difícil conciliación entre práctica reformista y marxismo doctrinal y a contrario la compatibilidad de reformismo y ciertos desarrollos del capitalismo -algo que dejaba entrever la “polémica sobre el revisionismo”- representaba un escándalo en el seno de la socialdemocracia ascendente. El cuestionamiento del marxismo se consideraba una “traición” y una disposición a arriar la bandera de los ideales. De ahí que su promotor perdiera la votación en el Congreso de La Internacional celebrado en París en 1900. Esa polémica marcó ya el sesgo vergonzante que desde entonces acompañó el desarrollo de las posiciones reformistas: “Estas cosas, Sr. Bernstein, se hacen pero no se dicen”, le reconvenía el poderoso secretario general del Partido Socialdemócrata alemán[13]. Tales circunstancias no sólo contaminaron los procesos de decisión en torno a dicha polémica con connotaciones de doble moral, sino que contribuyeron a que el socialismo marxista, al menos en su versión ortodoxa, estuviera desde entonces lastrado con el fardo del dogmatismo.

Es verdad que socialismo y reformismo comparten base axiológica en tanto que deudores de los ideales de la tradición ilustrada europea. Pero la práctica del reformismo no ha conducido a la implementación del proyecto socialista ni a la destrucción del orden liberal, sino a aliviar las patologías de este orden detectadas a la luz de razones de justicia nacidas de aquellos ideales. Desde muy temprano se dijo que el reformismo en buena medida resultaba una suerte de híbrido entre dos versiones de la modernidad -el liberalismo y el socialismo-, una herejía no doctrinaria de ambas “utopías de la modernidad” cuyas lógicas originarias trataba de cohonestar[14]. Pero, en realidad, más que los idearios han sido las políticas efectivas las que fueron determinando la identidad del reformismo. Inspirándose en la veta universalizadora y niveladora de los principios ilustrados los reformistas consecuentes –y no tanto los reformistas “tácticos”- centraron su acción en políticas redistributivas orientadas a mitigar las externalidades negativas del funcionamiento de la economía de mercado y las sociedades liberales, dando así, como explicaremos más adelante, un sesgo emancipatorio al constitucionalismo político y a la democracia representativa.


II
El reformismo como proceso


Se acostumbra a caracterizar al reformismo, ante todo, como proceso y no como proyecto, es decir, como una forma específica de la acción política; a lo sumo, como la teorización de ciertas prácticas. Ya Bernstein, uno de sus impulsores más genuinos, lo caracterizó como movimiento y sólo movimiento. “Reconozco abiertamente, escribe, que para mí tiene muy poco sentido e interés lo que comúnmente se entiende como meta del socialismo. Sea lo que fuere, esta meta no significa nada para mí y en cambio el movimiento lo es todo. Y por tal entiendo tanto el movimiento general de la sociedad, es decir, el progreso social, como la agitación política y económica y la organización que conduce a este progreso.”[15] A mi juicio, tales pronunciamientos tratan de subrayar ciertos distintivos de la veta reformista en el marco de la tradición política ilustrada: primero, su condición de modus operandi político que se contrapone a otros; luego, el carácter no teleológico de la concepción del progreso a él inherente; después, la apuesta por la democracia constitucional como métrica de la justicia; finalmente y como consecuencia de esos tres distintivos, una manera particular de afrontar las relación entre los fines y los medios.


a) Modus operandi

Como ha explicado Bobbio, el reformismo representa un tipo particular de movimento que produce un determinado mutamento[16]. El reformismo se contrapone, en primer término, al movimiento revolucionario, según el cual lo nuevo sólo puede surgir de la destrucción de lo viejo. Y así un revolucionario como Lenin se propone conquistar el poder para destruir lo que considera las bases de su reproducción clasista; por el contrario, un reformista se afana en explotar los recursos y potencialidades del marco institucional de referencia como palanca de reformas. Consecuentemente la diversa naturaleza de ambos movimientos produce resultados (mutamento) diferentes[17]. A partir de ahí se va estructurando un modus operandi distintivo cuyo sentido es “transformar reformando”, revisar el statu quo ensayando estrategias de transacción entre las inercias de la situación dada y las demandas de innovación que las necesidades emancipatorias estimulan, entre aquello a lo que se aspira y lo que es factible, entre los objetivos del proyecto y la conformación de una base social disponible para llevarlo a cabo. De otra parte, el modelo reformista, aunque responda a principios, tiene naturaleza consecuencialista; calibra el rendimiento de las propuestas atendiendo a sus resultados, sopesa el grado de acierto de las acciones tomando en cuenta las externalidades negativas y las consecuencias no previstas de aquéllas. Y por último, esta perspectiva tiene en cuenta que los logros nunca representan un estadio definitivo, sino que se convierten en base y condición de demandas nuevas y desafíos inéditos hasta entonces.

Y puesto que el reformismo significa una suerte de esse in fieri, los movimientos que adoptan regularmente tal modo de proceder, como en el caso de la socialdemocracia, desarrollan por lo común una formidable capacidad de adaptación, al precio inevitable de proyectar una imagen de ambigüedad constitutiva [18]. Pero tal disposición no tiene por qué conducir necesariamente a la ausencia de valores propios y a andar buscando en el mercado de los principios cuál de ellos se adopta para ganar. El polo reformista no consagra aquel comentario cínico que escuché una vez a un dirigente socialista a tenor del cual “la raya de los principios se mueve y se pinta cada mañana a conveniencia”. Justamente el reformismo se distingue del “transformismo” en que para el primero los valores emancipatorios cuentan y aquilatan el sentido de los cambios. El que estos últimos sean pequeños o grandes dependerá de aquellos factores objetivos y subjetivos que determinan el abanico de opciones y oportunidades disponibles. No obstante, el modo reformista de operar se caracteriza por una disposición pragmática a adaptar los principios, de suerte que éstos puedan ser puestos en práctica e incorporados a las dinámicas de inserción política favoreciendo las condiciones de su viabilidad, fomentando actitudes acordes con ellos y promoviendo diseños institucionales que contribuyan a una cosa y la otra. Es más, el reformismo, en tanto que sensible a las críticas empíricas a sus idearios, considera políticamente irrelevantes aquellas aspiraciones congruentes con tales idearios cuyos procesos de realización y costes morales de transición resulten inapropiados o desproporcionados[19]. En ese sentido es cierto que el reformismo se explica no tanto por la ética cuanto por la política.


b) El progreso reformista

Sin duda el impulso reformista así considerado es subsidiario de los avatares de la idea de progreso vinculada al desarrollo de la modernidad. Tal idea de progreso pondera la perfectibilidad humana en tanto que despliegue de la libertad concebida como autorrealización de las personas, horizonte a su vez de las aspiraciones emancipadoras de éstas. Pero abrazar esta idea de progreso no supone desde la perspectiva del reformismo compromiso teleológico alguno, ni siquiera una filosofía de la historia; a lo sumo, adhesión a los valores distintivos de la tradición ilustrada así como una métrica congruente con ellos –la democracia- que permite detectar el mal social o la injusticia. El punto de vista reformista se vuelve incompatible con cualquier ideario que se conciba a sí mismo como destino o que entienda el progreso como una secuencia causal que aproxime al objetivo. No cabe pues considerar los resultados de las reformas un embrión de la anhelada sociedad futura o del “hombre nuevo”. La referencia para medir el progreso ya no hay que situarla en una hipotética estación-término, sino en el punto concreto del que partimos. Por lo tanto el reformismo así entendido no tiene meta hacia la que se encaminan sus acciones -no es camino hacia el socialismo-; pero sí tiene un sentido, el que le dan los ideales emancipatorios, a cuya luz pondera el mal presente o las distintas patologías de nuestras sociedades a las que trata de mitigar con medidas bienestaristas, con acciones solidarias y de responsabilización y por supuesto con el desarrollo de una verdadera politeya democrática[20]. El reformismo así concebido no considera las reformas irreversibles o acumulativas como si la suma de ellas permitiera alcanzar una supuesta cima. En verdad progresamos por lo que logramos remediar y por lo que rectificamos[21].



c) La democracia como métrica de la justicia

De modo parecido al proyecto socialista el reformismo apela al principio de democracia como constitución política a través del cual dar cumplimiento a los ideales emancipatorios. Pero en realidad el reformismo no se vale de la misma idea de democracia a la que in nuce remite el proyecto normativo del socialismo. Más bien la práctica reformista resulta deudora de otra concepción de la democracia –el modelo constitucional y representativo- con la que realmente opera como su métrica de justicia y que implícitamente representa la genuina justificación normativa de su reformismo procesal así como de sus políticas[22]. Lo mismo que para el liberalismo político, también para el reformismo Estado de derecho y democracia son los verdaderos fundamentos de la política moderna. En la medida en que el uno y la otra se retroalimentan mutuamente gracias a una sinergia óptima de constitucionalismo y representación política, constituyen expresiones políticas de la autodeterminación de las personas. De una parte, desde la perspectiva reformista los vínculos y constricciones activados por un constitucionalismo denso ofrecen un conjunto de oportunidades que permiten instaurar determinados derechos y bienes políticos así como recuperar la virtualidad perdida de otros ya establecidos. De la otra, dichos mecanismos constitucionales pueden transformarse en recursos institucionales con los que combatir fuentes de injusticia, opresión y demás asimetrías de poder injustificadas y con los que restablecer, en su caso, los fueros del propio procedimiento democrático allí donde su funcionamiento haya extraviado su sentido originario. En una palabra, desde el polo reformista el constitucionalismo se ve potencialmente como palanca no sólo contra la tiranía sino también contra la explotación y la dominación[23].

La práctica reformista estima el desarrollo democrático de la representación política, además, como una forma pertinente de participación ciudadana y control desde abajo gracias a la potencialidad de sus distintivos “tomados en serio”: la facultad de elegir a los que deciden por nosotros, la obligación de éstos de responder (accountability) y ser sensibles (responsiveness) a los intereses de los afectados por sus decisiones (inclusiveness)[24]. Así entendida, la representación posibilita a los ciudadanos influir en los procesos de decisión relevantes condicionando la agenda y la oferta política (control previo); al tiempo, habilita mecanismos de control retrospectivo que facultan a los ciudadanos para evaluar y sancionar los rendimientos políticos de dicha oferta. Se trata, pues, de oportunidades que, además de permitir domeñar a los poderosos y elegir a los mejores, definen una clase de representación congruente con los valores democráticos[25]. Y aunque efectivamente esto no equivalga a la instauración del autogobierno, sí da cumplimiento a la exigencia democrática de hablar por uno mismo, de ser escuchado y de dotar de eficacia a lo que se expresa en la textura de la vida en común. De esta manera los individuos ejercen su condición de ciudadanos participando en elecciones públicas, decidiendo en determinados ámbitos y sobre determinados asuntos que no sólo comprometen su futuro, sino también el de los demás. De ahí que hoy se acepte de un modo general que el crédito moral y la solvencia política de la participación democrática se templan básicamente en el buen funcionamiento de las instituciones de la representación política[26]. Por tanto, desde un punto normativo no hay por qué asimilar la representación política democrática a esas prácticas viciosas conocidas como “democracia de mercado” o “democracia delegativa”, democracias defectivas a la postre que rebajan a los individuos de la condición de ciudadanos activos a la de simples consumidores políticos susceptibles de manipulación[27].


d) Los fines y los medios

El modus operandi del reformismo, su idea de progreso y esa concepción de la democracia, tal como previamente han sido caracterizadas, configuran una relación fines/medios de codeterminación mutua, es decir, de implausible disociación entre los unos y los otros[28]. “La democracia, decía Bernstein a la hora de afrontar las relaciones de aquella con el socialismo, es simultáneamente medio y fin”[29]. Por un lado, y conforme a la perspectiva reformista que fuerza a estrechar los nexos entre objetivos, acciones y resultados, las estrategias no pueden constituir el disfraz de la moralidad -o inmoralidad- de un objetivo, ni tampoco una añagaza; sino que deben ser ante todo la expresión en cada contexto de la factibilidad política de un ideal[30]. Pero por otro, según las características del reformismo que aquí han sido explicitadas, su alcance no se reduce sólo a ser un mecanismo relacionado con la idoneidad o eficacia de los medios, sino que su propia práctica representa, en muchos casos, una interpelación a los propios fines tal como éstos se representan en el ideario socialista. Precisamente el no haberse hecho cargo adecuadamente de cómo afectaba la interpelación reformista a la relación medios/fines explica algunos de los equívocos que han marcado el desarrollo histórico de dicho movimiento. El desafío que en su día representó la “polémica sobre el revisionismo” estribaba en que, aun cuando en apariencia se discutía acerca de los medios del socialismo, allí -aun sin reconocerlo del todo- se estaban poniendo también en cuestión los fines específicos del proyecto.

El modelo de democracia constitucional y representativa, patrón efectivo de justicia del reformismo, determina asimismo las relaciones fines/medios. En la práctica reformista consecuente con dicho modelo se considera la democracia a un tiempo aspiración y procedimiento; fin en si mismo, en cuanto expresión política de los ideales emancipatorios, y a la vez el medio por antonomasia que los hace factibles[31]. Claro que, a la luz de esta hipótesis, los reformistas se asemejan bastante a los llamados “liberales de izquierdas” de los primeros lustros del siglo XX[32] y en cierto sentido también a “liberales igualitarios” de hoy a lo Dworkin o Rawls. Una senda parecida arrancó ya con la llamada vía legalista de acción política gracias a la cual cuajó el propósito de constituir “el Estado democrático y social”, una propuesta aceptada ya en el congreso de Erfurt (1890) de la socialdemocracia alemana. Es también la que continuaba en la constitución de la república de Weimar. Y es por cierto la misma senda por la que en los años previos al final del franquismo Elías Díaz invitaba a transitar al socialismo español de la época tan mermado doctrinalmente como desorientado estratégicamente[33].


III
El reformismo y la socialización política


Hemos analizado de qué manera el reformismo es claramente resultado tanto de la voluntad de hacer arraigar ciertos valores en determinados contextos como de aquellos procesos que a tal fin se fueron activando. Ambos factores estimularon a la postre una dinámica de inserción e integración políticas de amplios sectores sociales. Se trata de algo que además vendría impuesto progresivamente por la propia lógica de la competición política, la cual obligaría a satisfacer demandas cada vez más heterogéneas de una base social también heterogénea y abierta a múltiples influencias. Todo ello ha contribuido a levantar edificios organizativos claves en el desarrollo político-social del siglo XX, a promover estrategias de alianzas, políticas públicas y nuevas formas de relación con otros agentes y movimientos sociales. En resumen, el reformismo ha favorecido el desarrollo de un régimen de socialización política que sobre todo impulsó la incorporación al sistema político de clases populares excluidas o privadas de participar activamente en él[34].

Sin embargo, este proceso de integración político-social no ha sido lineal, sino que ha estado cargado de ambigüedades que lo han condicionado sobremanera. Como aquí se ha venido sugiriendo, los logros del reformismo son difícilmente compatibles con los objetivos específicos del socialismo como proyecto, algo que desde un primer momento ya había denunciado entre otros -si bien para desautorizar el reformismo- el ilustre austromarxista Max Adler[35]. Sin duda las conquistas políticas y sociales son en buena medida fruto del empuje del movimiento obrero, pero no es menos cierto que éste consigue unas cosas cuando en realidad quiere llegar a otra parte. Y es que las prácticas reformistas no se orientan a “cambiar el mundo de base” (como decía la letra de La Internacional) y se acomodan mal a las doctrinas revolucionarias que de modo incongruente seguían proclamando buen número de los impulsores de tales prácticas. “Los revisionistas, comentaba Carlo Roselli, siguieron creyendo que eran marxistas cuando en realidad ya no lo eran”. En mi opinión la confusa relación entre reformismo, proyecto del socialismo y democracia condicionó el desarrollo del proceso de socialización política animado por las organizaciones socialistas durante buena parte de la primera mitad del siglo pasado.

Por una parte, un sector amplio e influyente de la izquierda intelectual y política creyó durante mucho tiempo que las reformas no eran valiosas por sí mismas, sino por lo que anuncian o dejan barruntar, otorgándoles un carácter puramente instrumental y transitorio. Se pensaba además que el sesgo clasista de los mecanismos políticos –básicamente los recursos de la democracia constitucional- a través de los que las reformas se producían, contaminaban al proceso reformista y hasta cierto punto lo desacreditaban[36]. La verdad, se decía, está en lo social y no en el ámbito de lo político hasta tanto éste no se trasforme en la forma política de una sociedad homogénea[37]. A la espera del advenimiento del socialismo, expresión y garante de esa adecuada homogeneización, corresponde al movimiento socialista desarrollar un modelo de socialización política que básicamente consiste en lo siguiente: potenciar enclaves de sociedad alternativos, blindar el entramado organizativo propio como sistema de autodefensa, reproducción y expansión de la conciencia e intereses de clase, cultivar la subcultura identitaria; en una palabra, crear embriones de la futura sociedad emancipada. Lógicamente esto ayudaba a fortalecer la conocida convicción acerca de los “dos mundos” contrapuestos e incompatibles y, en consecuencia, a encapsular y aislar el movimiento[38]. Así que a pesar de que existieran, como ahora veremos, unas dinámicas que empujaban en otro sentido y que a la postre terminarían imponiéndose, el proceso de socialización vino a ser, en parte y sobre todo durante los primeros decenios del siglo pasado, un proceso de “integración negativa” en los entornos nacionales, algo que tan magistralmente explicó Guenter Roth en su detallado estudio sobre el desarrollo de la socialdemocracia alemana de principios del siglo XX.[39]

Y sin embargo, según anticipamos, los procesos reformistas empujaban a caminar en otra dirección. La naturaleza heterogénea de los imputs que han ido alimentando la fisonomía del reformismo, y en particular la lógica interclasista que progresivamente fue conformando su despliegue, hacían necesario desarrollar políticas de alianzas. Por lo demás, a medida que la impronta reformista se iba imponiendo en el seno de la socialdemocracia, ésta se transformaba paulatinamente en una fuerza permeable, flexible y en permanente transformación. Fue justamente esa “capacidad de adaptación” de la socialdemocracia la que explica su formidable implantación posterior y en cierta medida el éxito de la socialización política promovida por ella. Todo ello iba afectando poco a poco -más claramente tras la segunda guerra mundial- a la estructura de clase de las organizaciones, a sus recursos de competición, a sus políticas, a su cultura de pertenencia, a sus relaciones con otras fuerzas políticas y sociales y por supuesto a la composición de sus seguidores y votantes[40]. De ahí que las demandas que satisfacer y aquello que realmente las justificaba iban siendo cada vez menos congruentes con el proyecto originario socialista. Aumentaba la falta de armonía entre las razones de este y los motivos reales que movían tanto a muchos adherentes a incorporarse a la izquierda reformista como a sus dirigentes a actuar en su nombre. En una palabra, la estructura motivacional y las disposiciones de muchos agentes y seguidores políticos no caminaban en el sentido de los objetivos del “imaginario” que retóricamente se seguía proclamando como referencia de identidad. No había conexión congruente entre las razones de los idearios y las razones que se empleaban para su extensión, entre otras cosas porque se interponía el interés de los que tenían que asumirlo[41]. En ese sentido, la “disputa sobre el revisionismo” tuvo un carácter anticipatorio, en tanto en cuanto sus protagonistas más conspicuos vincularon la asunción de nuevas políticas y nuevas alianzas a lo que unos estimaban una fatídica renuncia a los objetivos del proyecto y otros una imperiosa necesidad de zafarse del corsé que imponía “el punto de vista del dogma”. Considero que la invitación de Bernstein a explorar otra política resultaba la inferencia lógica de su diagnosis teórica de fondo. Y es que no había manera de empotrar en la matriz doctrinal las estrategias políticas acordes con el nuevo contexto, a no ser al precio de quedar prisioneros de una analítica y una prognosis que en buena medida ya habían cumplido.

* * *

Aprovecharé la recapitulación para subrayar algunas reflexiones de cierre sobre el asunto que nos ocupa. En primer lugar, parece claro a estas alturas que el “error” de los movimientos deudores del reformismo, básicamente la socialdemocracia, no radicaba en el hecho de que sus políticas hayan aliviado el mal social y mejorado la vida de la gente. Pero no por ello el reformismo representa una forma de socialismo, ni sus políticas son camino hacia aquél ni sus resultados significan el cumplimiento de sus metas[42]. Por otra parte, con más voluntad que acierto se ha pretendido históricamente conciliar los procesos (reformistas) y el proyecto (socialista). Pues bien, esa supuesta conciliación o deducción de los primeros respecto del segundo ha impedido reconocer explícitamente el referente normativo que a mi juicio se erige en distintivo de la práctica reformista: una teoría de la justicia que, aun inspirándose en los mismos ideales emancipatorios, no encuentra su traducción política en el proyecto socialista sino en el modelo de democracia constitucional y representativa[43]. Ha ocurrido además que, al no explicitarse adecuadamente desde un principio el modelo del que en sus prácticas depende el reformismo, se produjeron intentos de remitirlo directamente al antónimo del socialismo, es decir, al liberalismo doctrinal[44].

Pero la inclinación más socorrida, como se ha reparado en estas páginas, ha sido la de juzgar el reformismo como sucedáneo del socialismo. Dicha apreciación además de equívoca ha afectado de alguna manera a la estima (y autoestima) del reformismo. Primero y ante todo, por ese aire vergonzante que ha arrastrado durante mucho tiempo. Segundo, porque su práctica ha sido considerada muchas veces síntoma de impotencia –máxime cuando los términos políticos del dilema han sido “socialismo o barbarie”- y reputada en el mejor de los casos como una suerte de second best o simplemente expresión no de lo que se quiere, sino de lo que resulta y cristaliza de las luchas, pactos, correlaciones de fuerzas, etcétera. Tercero, porque el movimiento reformista ha adolecido de mala conciencia, afectado quizás por aquella amarga imputación, vertida tras el fracaso de la república de Weimar, sobre la trayectoria de la socialdemocracia centroeuropea según la cual ésta “cuando pudo, no quiso llevar a la práctica el proyecto socialista y, cuando quiso, ya no pudo”. Y por último, porque ha perdurado la idea, equivocada a mi entender, de que el reformismo carece de razones propias que lo justifiquen y se transformara irremediablemente en un mecanismo de racionalización destinado a hacer de la necesidad virtud y de la táctica (el gradualismo, el cortoplazismo) proyecto.

Ante tantas reservas críticas vertidas sobre su identidad y su iter histórico, se comprende que los seguidores del reformismo, aunque terminaran siendo muchos, no hayan sido sin embargo excesivamente entusiastas. Si a la ambigüedad constitutiva del reformismo y a los equívocos de su comprensión secular añadimos su innegable “modestia explicativa” y el sesgo pragmático de sus objetivos[45], se entiende que la causa del reformismo haya gozado de escaso calor intelectual, algo que por cierto contrasta con la voluntad desarrollada por sus detractores para arruinar los logros de dicha causa.

Y acabo, al igual que empecé, con una muy breve observación de actualidad. La desorientación constatable hoy en la agenda reformista no se debe sólo, como se repite hasta la saciedad, a su inadaptación a los llamados procesos de globalización. Obedece también, junto a otras muchas razones, a esa relación entre ambigua y un tanto fraudulenta que la praxis considerada reformista ha tenido y tiene con los referentes normativos que de verdad la nutren, le dan sentido y permiten evaluarla de modo congruente. Me atrevo a aventurar que mañana, incluso más que ayer y hoy, el rendimiento del reformismo dependerá de que sea producto principal de un sincero compromiso con la democracia representativa y constitucional, métrica de justicia que tiene como horizonte los ideales de la modernidad. De lo contrario y por desgracia, su destino será el transformismo y, el de la política, la subalternidad.




Ramón Vargas-Machuca Ortega
[1] F. Bertinotti, “A che serve un riformismo debole”, L’Unità, 4/11/ 1998; R. Hue, Communisme: un nouveau Project, Pairs, Stock, 1999 p. 167.
[2] D. Sasoon, “Le nouveau Labour, exemple ou contre-example”, Esprit, marzo-abril, 1999, p. 61-62.
[3] Przeworski, Capitalism and socialdemocracy, Cambridge University Press, 1986.
[4] M. Lazar, “La social-démocratie européenne à l’épreuve de la réforme”, Esprit, Marzo- Abril, 1999, p.124.
[5] Mientras repaso por enésima vez estas consideraciones, recibo por gentileza del autor un ejemplar del último ensayo de Félix Ovejero: Proceso abierto. El socialismo después del socialismo, Barcelona, Tusquets, 2005. Aprovecho para agradecerle el que formulaciones previas de algunos argumentos ahora desarrollados o reelaborados en esta obra me hayan servido o bien de fuente de inspiración, de contraste y desde luego siempre de estímulo en la genealogía de mi particular “ajuste de cuentas” con el socialismo, del que estas páginas representan un capítulo más.
[6] Una caracterización así del socialismo es fácil rastrear, por ejemplo, en el reciente libro de A. Domenech, El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista, Barcelona, 2004, pp. 126-128, 191, 217-218.
[7] También sobre la identidad del proyecto socialista en F. Ovejero, Proceso Abierto. El socialismo después del socialismo, pp. 78-82.
[8] N. Birnbaum, Después del progreso: reformismo social estadounidense y socialismo europeo en el siglo XX, Barcelona, Tusquet, 2003, p.14.
[9] Ovejero, o.c., pp.233-259.
[10] R. Vargas-Machuca, “El liberalismo republicano, los modelos de democracia y la causa del reformismo”, en J. Rubio-Carracedo, J. M., Rosales y M. Toscano, Retos pendientes en ética y política, Madrid, Trotta, 2002, pp. 94-97.
[11] M. Steger, The quest for evolutionary socialism.Eduard Bernstein and social democracy, Cambrige University Press, 1997, p. 11, 259-260.
[12] N. Bobio, “Introducción”, en C. Roselli, Socialismo liberal, Madrid, Fundación Pablo Iglesias, 1991, p. XXVII; V. Zapatero (comp.), Socialismo y Ética: Textos para un debate, Madrid, Editorial Debate, 1980.
[13] En B. Gustafsson, Marxismo y revisionismo, Barcelona, Grijalbo, 1975, p.14.
[14] Bobbio, o.c., p. XXXV; G. Moschonas, In the name of socialdemocracy The great transformation:1945 to the present, Londres, Verso, 2002, p.328.
[15] E. Bernstein, Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia, Madrid, Siglo XXI, 1982, p. 75.
[16] N. Bobbio, “La rivoluzione tra movimento e mutamento”, en L. Bonanate y M. Bovero (eds.), Sulla rivoluzione.Problemi di teoria politica, Milan Franco Agnelli, 1990, pp. 3-4.
[17] A. Greppi, Teoría e ideología en el pensamiento politico de Norberto Bobbio, Madrid, Marcial Pons, 1998, p. 243.
[18] G. Moschonas, In the name of socialdemocracy, pp. 36, 70-80, 312.
[19] J. Räikkä, "The Feasibility Condition in Political Theory", The Journal of Political Philosophy, vol. 6, nº 1, 1998, pp. 27-40.
[20]S. Giner, “Altruismo y politeya democrática”, Contrastes. Revista interdisciplinar de Filosofía, Málaga, nº 1, 1996, pp. 259-282..
[21] S. Lukes, “Socialism and Capitalism, Left and Right”, Social Research, vol. 57, nº 3, 1990, p.575.
[22] I. Shapiro, Democratic Justice, New Haven ,Yale University Press, 1999.
[23] R. Vargas-Machuca, “Inspiración Republicana, Orden Político y Democracia”, Contrastes. Revista interdisciplinar de Filosofía, Málaga, nº 8, 2003, pp. 130-135.
[24] G. Brennan y A. Hamlin, “On Political Representation, British Journal of Political Science, vol. 29, nº 1, 1999, pp. 109-127.
[25] J. Charlot, “Toward a New Theoretical Synthesis", Political Studies, XXXVII, 1989, pp. 352-361.
[26] Incluso aquella “Tercera vía” del período de entreguerras –nada que ver con lo que con idéntica etiqueta recientemente ha promocionado el premier británico Blair- intento en su época de mediar entre reformismo y el leninismo, resultaba a la postre una versión mas participativa e inclusiva del modelo de democracia constitucional, si bien forzando el alcance de sus dos recursos clave, la representación y el constitucionalismo. Con aquella propuesta de “parlamentarización" de los social” se trataba de promocionar una cierta universalización de la comunidad política que no constriñera su dominio a lo “formalmente político” y estuviera dispuesta a ordenar la interacción colectiva en las demás esferas de la vida social. No obstante la aplicación de este programa, en tanto tendiera a diluir la separación estado/sociedad, entraba en contradicción con uno de los pilares básico del liberalismo político del que el reformismo y su exitosa práctica son también en parte deudores.
[27] W. Merkel y A. Croissant, “La democracia defectuosa como régimen político”, en R. Máiz (ed.), Construcción de Europa, Democracia y Globalización, Universidad de Santiago de Compostela, 2001, pp.119-149. Véase también de J. M. Maravall, “Accountability and Manipulation”, en A. Przeworski, S. Stokes y B. Manin, Democracy, Accountability and Representation, 1999, Cambridge University Press, pp. 154-196.
[28] L. Villoro, El poder y el valor. Fundamentos de una ética política, México, Fondo de Cultura Económica, 1997, p.135.
[29] E. Bernstein, Las premisas del socialismo y las tareas de la socialdemocracia, pp. 213-230.
[30] Sobre el vínculo fines/medios he discutido últimamente con Aurelio Arteta, cuya más reciente posición sobre el asunto figura en este mismo volumen.
[31] R. Vargas-Machuca, “Justicia y Democracia”, en A. Arteta, E. García Guitián y R. Máiz (eds.), Teoría Política. Poder, moral, democracia, Madrid, Alianza editorial, 2003, pp. 167-196.
[32] A. Domènech, El eclipse de la fraternidad, pp. 171-172.
[33] E. Díaz, Estado de Derecho y sociedad democrática, Madrid, Cuadernos para el Diálogo, 1966.
[34] Moschonas, In the name of socialdemocracy, pp. 235,141, 312-314.
[35] F. Colom, “La ‘izquierda schmitiana’ en el debate constitucional de la república de Weimar”, Revista del Centro de Estudios Constitucionales, nº 11, 1992, p. 349.
[36] La cuestión de fondo era el cómo conciliar la máxima teórica del carácter clasista del Estado burgués y la necesidad política de asumir responsabilidades de gobierno. Tal contradicción entre la propia teoría y las dinámicas de la política práctica nunca pudo ser superada ideológicamente, como con tanto acierto reconoció Franz Neumann tras el derrumbe de la república de Weimar. Véase Colom, o.c., p. 333.
[37] No en vano algunos influyentes constitucionalistas en tiempos de Weimar trataban de cohonestar su militancia política en el ala izquierda del SPD con la huella dejada en ellos por las lecciones de un teórico del Derecho y del Estado tan potente como Carl Schmitt. Y por eso no es extraño que algunos estudiosos de la obra temprana de Otto Kirchheimer vean en ella “una peculiar amalgama de “schmittianismo” y marxismo en la que la noción de democracia equivale meramente a una forma de dominación “burguesa”, al menos hasta que se trasforme en la forma política de una sociedad homogénea tras la victoria de la clase obrera.” (Colom, o.c., p. 331).
[38] A. Domènech, El eclipse de la fraternidad. Una revisión republicana de la tradición socialista, pp. 150,157 y 338.
[39] Guenther Roth, The Social Democrats in Imperial Germany, Totowa, New Jersey, The Bedminster Press, 1963, pp. 9-15, 305-325. Resulta ilustrativo comprobar como en la polémica Bernstein-Kautsky sobre el alcance del reformismo, Pablo Iglesias siguió a la ortodoxia marxista de este último, con lo que la línea mayoritaria del socialismo español continuó la trayectoria central de la socialdemocracia alemana, echando por cierto en saco roto los consejos de Bebel a este respecto. A mi juicio, la persistencia de esa orientación, conocida como “pablismo” en referencia al nombre del fundador del PSOE, influyó negativamente en los procesos de socialización e integración socio-política del socialismo español durante los primeros decenios del siglo XX. Véase en ese sentido A. Robles Egea, “A los 125 años de la fundación del PSOE. Las primeras políticas y organizaciones socialistas, Ayer. Revista de Historia Contemporánea, nº 54, 2, 2004, p. 102.
[40] Moschonas, In the name of socialdemocracy, 312-313, 351.
[41] F. Ovejero, Proceso abierto, 239 y ss.
[42] Aunque probablemente por motivos distintos y con otra intención, he compartido en buena medida la argumentación que en este sentido desarrollara Adam Przeworski en Capitalism and socialdemocracy, pp. 16-17, 31.
[43] J. Habermas, “Trois versions de la democratie libéral”, Debát, nº 125, 2003, pp.122-131. Esta reciente entrega de las revisiones del autor sobre la concepción de la democracia refuerza la virtualidad de la democracia constitucional en un sentido análogo al que aquí se postula pero que he desarrollado en “Justicia y Democracia” (ver nota 31).
[44] Uno de esos intentos fue el del socialista italiano Carlo Roselli en los primeros decenios del siglo XX comentado en estas páginas.
[45] Durante buena parte del pasado siglo dominaron las versiones extremistas de la gran antítesis entre derecha e izquierda. Véase en este sentido N. Bobbio, “Extremistas y moderados”, en derecha e izquierda, Madrid, Taurus, 1995, pp. 71-86.