Monday, May 15, 2006

NACIMIENTO DE LA BIOPOLÍTICA EN ESPAÑA II

Foto : Aurora Rodríguez, madre de Hildegart

Francisco Vázquez García

(Este texto se expuso en el programa de doctorado "España y Europa: historia de un diálogo" impartido en la Universidad de Murcia en mayo de 2006)

Introducción

En el pasado año académico participé en este mismo curso que coordina el profesor Antonio Campillo, sobre el “Nacimiento de la Biopolítica” en España. En mi intervención, después de deslindar en qué sentido usaba los conceptos de “biopoder”, “biopolítica” y “gubernamentalidad”, defendía una “aproximación pluralista” a la biopolítica, que se contrapone a un “análisis progresivo” de la misma. Ilustré esa aproximación mediante un estudio de la biopolítica española en sus primeras formas, desde su nacimiento en relación con la racionalidad gubernamental del Absolutismo monárquico hasta su elaboración en el marco del gobierno liberal clásico. Éste intentaba armonizar la democracia parlamentaria, la construcción de la nación y de un mercado libre con la regulación de los procesos biológicos de la población y de la dinámica civilizatoria de la sociedad civil. La exposición se emplazaba cronológicamente entre 1600 y 1870; desde los diagnósticos de los arbitristas del siglo XVII acerca de la mengua de la población en España hasta las reflexiones de los higienistas y reformadores sociales del siglo XIX sobre el problema del pauperismo.

Hoy voy a comenzar retomando la aludida distinción entre enfoque pluralista y análisis progresivo, pero voy a aplicarla para explorar una nueva forma de la biopolítica española, la que acompaña a las primeras definiciones del Estado como instrumento regulador de la lucha de clases, como instancia que, dentro de los límites de la democracia liberal, interviene activamente en los procesos de población (condiciones de vida, salud y enfermedad, reproducción y vida familiar, vivienda y ocio) para ajustarlos a los imperativos de una sociedad de mercado. Se trata de una nueva época para la biopolítica, lo que llamaré “biopolítica del Estado Interventor” o más sencillamente “biopolítica interventora”, cuya cronología se emplaza, para el caso español, entre el nacimiento del reformismo social estatal inaugurado por la Restauración tras las sacudidas del Sexenio Revolucionario (1868-1873) y el final de la Guerra Civil, entre Cánovas y Azaña.

Después de un breve repaso por las características generales de la biopolítica en este periodo, ilustraré mi planteamiento con el análisis de un problema concreto: la preocupación, típica de las autoridades de este periodo, por establecer una estricta división sexual del trabajo y la aparición correlativa de la homosexualidad y de sus metáforas como un problema que afectaba a la supervivencia misma de la nación. Este caso concreto que presento aquí es el producto de la investigación que emprendí hace unos años junto al profesor e hispanista Richard Cleminson (Universidad de Leeds) y que verá la luz próximamente en un libro publicado en Inglaterra. En mi intervención me permito adelantarles los restultados de este trabajo.

Perspectivas Progresiva y Pluralista de la Biopolítica

Algunos ensayos recientes han interpretado la distinción foucaultiana entre soberanía, disciplina y biopolítica (o regulación) como si hiciera alusión a un proceso histórico de complejidad creciente en la configuración de las modernas tecnologías de poder. En particular, esta narrativa se puede encontrar en algunos seguidores franceses de Foucault, como F. Ewald, J. Donzelot y R. Castel, próximos al contraste conceptual establecido por Deleuze entre “sociedades disciplinarias” y “sociedades de control” o entre “poder disciplinario” y “poder postdisciplinario”. Este mismo planteamiento puede apreciarse en el uso de la noción de “biopolítica” efectuado por Toni Negri y Michael Hardt en Imperio (2000) y en Multitud (2004). Es como si entre estas diversas técnicas de poder se diera un proceso de sofisticación y refinamiento crecientes al pasar del poder de soberanía en las Monarquías Absolutas a las disciplinas del capitalismo industrial, para desembocar más tarde en la biopolítica reguladora característica del capitalismo global y postfordista.

Frente a esta perspectiva, hay que recordar que, en clave foucaultiana, soberanía, disciplina y regulación (o biopolítica), no forman una cadena sucesiva sino un triángulo cuya articulación recíproca cambia de un periodo a otro. Ya en la época del Despotismo Ilustrado encontramos la combinación de un poder de soberanía encarnado por el monarca, con una biopolítica de las poblaciones fuertemente centralizada y estatalizada, asentada en un régimen de “policía” que aspiraba a reglamentar disciplinariamente cada detalle de la vida diaria de los súbditos. En nuestro momento histórico y en el marco de las sociedades de capitalismo informacional, encontramos asimismo un entrelazamiento de estas tres tecnologías: la soberanía, democratizada y asignada a la ciudadanía, las regulaciones biopolíticas, descentralizadas y adaptadas al modelo neoliberal de la creación de mercados, y las disciplinas, dirigidas preferentemente al gobierno de los “nuevos pobres” (inmigrantes “sin papeles”, okupas y vagabundos “sin techo”, madres solteras desempleadas, toxicómanos, parados de larga duración, etc..).

Hay que sustituir por tanto la perspectiva progresiva y poner en liza un tipo de análisis que distingue tantas formas de biopolítica como maneras de gobernar, un enfoque pluralista e histórico que deje a un lado toda pretensión de totalizar el examen de las tecnologías de poder en un relato de formato integrado y de sentido único. Ateniéndome a estos criterios me sitúo en la órbita de los investigadores (politólogos, sociólogos, filósofos, economistas, historiadores) anglófonos de la History of the Present Network, que desde los años 90 intenta aplicar la “caja de herramientas” foucaultiana al diagnóstico del orden político neoliberal.

Características Generales de la Biopolítica Interventora en España

-El nacimiento de un nuevo tipo de biopolítica en la Europa de las últimas décadas del siglo XIX, acompañando al nacimiento del Estado social o interventor, muy distinto, como se verá, del Welfare State alumbrado tras la Segunda Guerra Mundial, no supone una ruptura con el liberalismo. Como, siguiendo a Foucault, recordamos en el curso del año pasado, lo característico de la biopolítica liberal es su condición extremadamente elástica y autocrítica. En ella se trata de auspiciar un gobierno fundado en una soberanía democratizada y que armonice la autorregulación de los procesos económicos (el Mercado), biológicos (la Población) y civilizatorios (la Sociedad Civil) con la mínima intervención estatal posible. Ahora bien, el quantum de intervención estatal necesaria no viene dado a priori; depende de las condiciones históricas en las que se produzca el ejercicio de gobierno. Con esto se quiere decir que la “biopolítica interventora”, si bien supone una problematización de la “biopolítica liberal clásica”, no es exterior al liberalismo; es una exigencia de la gubernamentalidad liberal para ajustarse a las transformaciones históricas que acompañan a ese periodo crítico que va de la Gran Depresión de fines del siglo XIX al cataclismo de 1929 y que coincide con el tránsito a un capitalismo monopolista e imperialista.

-En el caso español la presencia de esta biopolítica interventora es más tardía y menos intensa que en las principales potencias económicas y políticas europeas. Su trasfondo es la intensificación de la agitación laboral y social y la consolidación y expansión correlativas del movimiento obrero. El ciclo revolucionario del Sexenio se cerró con la Restauración de la Monarquía y con el régimen canovista, que gobernó en un verdadero estado de excepción entre 1874 y 1881, pero ello no desterró, en la conciencia de las autoridades y de las clases que las respaldaban, la amenaza permanente de subversión.

-En este contexto se fueron abriendo paso las voces reformistas que defendían la intervención del Estado en los procesos económicos y en la Sociedad Civil para contrarrestar el aguzamiento de la lucha de clases y los efectos destructivos del mercado autorregulado en la cohesión social. Los remedios de la beneficencia y de las instituciones de caridad privada no servían para paliar la degradación de las condiciones de vida en la clase trabajadora, un proceso que ponía en peligro la viabilidad misma de la sociedad de mercado. La primera y tímida respuesta a estas preocupaciones fue la creación en 1883 de la Comisión de Reformas Sociales, que habría de estudiar y proponer las reformas legislativas necesarias para arbitrar las relaciones entre capital y trabajo, mejorando la condición de la clase trabajadora y frenando así sus aspiraciones revolucionarias.

-Hoy, gracias al trabajo de los historiadores, se conoce muy bien la composición y las tareas emprendidas por esta institución. El polo conformado por krausistas y republicanos –decididos partidarios de las politicas aseguradoras cuyo modelo encarnaba el seguro de enfermedad aprobado en 1883 para el Imperio alemán- se veía contrarrestado por el polo católico-conservador, receloso ante las intervenciones estatales y defensor de las bondades de la caridad privada. La Comisión se transformó en 1903 en Instituto de Reformas Sociales y en 1908 se denominó Instituto Nacional de Previsión. Sólo a partir de esta fecha y en un largo proceso –salpicado de crisis políticas, atentados anarquistas y sacudidas revolucionarias- que llega hasta la Primera República se irá aprobando paulatinamente la primera legislación aseguradora: seguro de accidente, de vejez, de maternidad, de enfermedad y de paro forzoso.

-El significado de estos acontecimientos para la historia de la biopolítica en España parece claro. La miseria, la degradación biológica y el auge de la marginalidad derivados de un proceso de proletarización no resuelto como el que tuvo lugar en la España del siglo XIX iban a contracorriente de la optimización de la vida que caracteriza al biopoder. La revueltas y agitaciones populares –carlistas, cantonalistas, proletarias- que habían marcado el Sexenio, la fuerza creciente de las organizaciones obreras mostraban la ineficacia del régimen de beneficencia y encierro disciplinario característico de la biopolítica liberal clásica. La degradación de los procesos biológicos (mortalidad, esperanza de vida, natalidad, maternidad, morbilidad, siniestrabilidad, hábitat, etc.) que el liberalismo clásico gobernaba minimizando la intervención del Estado y estimulando la autorregulación de la sociedad civil amenazaban con hacer inviable la democracia liberal, la sociedad de mercado, la unidad nacional y la supervivencia misma de la patria. Concordando en este diagnóstico, una franja creciente de reformistas sociales se inclinaba por defender la ampliación de los márgenes de intervención estatal sobre los procesos vitales y civilizatorios. Las ciencias sociales, instrumento de autocrítica nacido con la gubernamentalidad liberal, desempeñaron un papel crucial en esta problematización de la biopolítica liberal clásica, por ello están omnipresentes –Estadística, Sociología, Economía, Medicina Social, Antropología criminal, Pedagogía, Psiquiatría- en las nuevas estrategias de la biopolítica interventora.

A grandes rasgos se pueden diferencias cuatro grandes tendencias en la implantación de la biopolítica interventora dentro del marco español:
a) El tránsito de una política de beneficencia a una política de previsión con la puesta en marcha de nuevas tecnologías aseguradoras que apuntan a administrar los riesgos que afectan a la población
b) El desarrollo de la Medicina Social como ciencia y regulación de las circunstancias patógenas medioambientales
c) El tránsito de una política de beneficencia a una política de previsión con la programación de nuevas tecnologías eugenésicas que apuntan a administrar la “herencia” de las poblaciones optimizando su calidad y vigor.
c) El tránsito del homo oeconomicus vinculado a la ciudadanía “mercantilizada” del liberalismo clásico al homo hygienicus asociado a la “ciudadanía nacionalizada” del liberalismo interventor.

a) La “beneficencia”, concepto que definía a las intervenciones biopolíticas del liberalismo clásico, se caracterizaba por actuar sobre las calamidades sociales derivadas de la economía de mercado, considerándolas como una especie de Faktum, una realidad dada y natural. La mortalidad infantil desmedida, la malnutrición crónica, la mendicidad, las epidemias, el hacinamiento urbano, la prostitución, la criminalidad, todo lo que los filántropos e higienistas incluían bajo el rótulo de “pauperismo”, era afrontado como un proceso natural que debía ser prevenido mediante estrategias de moralización encaminadas a inculcar en la clase trabajadora el sentido de la prudencia, la restricción en el gasto y en la licencia de las costumbres. La prevención de los peligros descansaba en el disciplinamiento individual. Se ponía mucho cuidado en despolitizar y descentralizar los asuntos relacionados con la beneficencia y la salud pública, por eso, en la tradición española del liberalismo clásico –desde la Constitución de 1812- estas competencias no recaían en la administración estatal, que era la encargada de las cuestiones propiamente políticas, sino en las municipalidades y las diputaciones. La salud pública, la beneficencia, del mismo modo que las transacciones económicas en la esfera del mercado, eran ámbitos prepolíticos según la perspectiva del liberalismo clásico español. Para los liberales doceañistas y veinteañistas, uno de los errores del Despotismo ilustrado consistía precisamente en haber querido reglamentar estatalmente estas cuestiones que afectaban a la vida personal de los ciudadanos y que se atendían más correctamente alín donde los particulares se relacionaban entre sí, esto es, a escala local y provincial.

La noción de “previsión”, tal como aparecía utilizada en el ámbito del reformismo social español entre la Restauración y la Segunda República, implicaba una lógica de intervención diferente. Las calamidades sociales no se entienden ahora como sucesos naturales, sino como “riesgos”, esto es, realidades virtuales, calculables estadísticamente, ligadas a las eventualidades del entorno o a los azares de la herencia. La sociedad tendía a ser pensada en un lenguaje biológico más que en un lenguaje moral; se trataba de un organismo cuyos avatares (vejez, enfermedad, accidente, maternidad, crminalidad,e tc..) se conceptualizaban como avatares biológicos. Ahora bien, si estos riesgos afectaban al conjunto del organismo nacional, si trascendían al ámbito privado y a la esfera local, su solución no podía venir arbitrada por políticas aplicadas a escala municipal o provincial. La nueva biopolítica interventora va a reclamar una acción unificada ejercida directamente desde los órganos centrales de la administración estatal. Esta tendencia centralizadora –evidente, v.g. en las discusiones de comienzos del siglo XX en España sobre la necesidad de establecen un Ministerio de Sanidad- va a marcar la pauta de la gestión de las poblaciones desde finales del siglo XIX.

La previsión implicaba, en primer lugar, una intervención sobre las circunstancias aleatorias del entorno. No se trataba en este caso de prevenir los riesgos mediante el disciplinamiento de la conducta individual, sino poniendo en marcha una serie de mecanismos arbitrados por el Estado en consonancia con los gobernados. Aquí se inscribe la tecnología de los seguros.

A diferencia de la lógica jurídico-penal, los seguros implican una indemnización acordada contractualmente entre la Administración y los individuos “en riesgo”; no se trata de la restitución de un daño infligido sino de la compensación de un riesgo potencial. Los seguros actúan sobre la condición social (solidaridad, responsabilidad colectiva) de los gobernados, no sobre su responsabilidad individual. Por eso los seguros, en el contexto del Estado Interventor, funcionaban a la vez como un derecho y como una obligación. Se entendía que la conservación de la propia salud, la prevención de los “riesgos”, era un compromiso que el individuo contraía con la nación. El Estado se ocupaba de la salud y protección de los ciudadanos en la medida en que ello redundaba a favor de la colectividad, del vigor físico de la nación, de su poderío económico y capacidad de expansión. Este desequilibrio, esta subordinación de la demanda individual a los imperativos del organismo nacional, que, entre otras cosas, distingue al Estado Interventor bismarckiano del Estado del Bienestar keynesiano, justificaba la condición obligatoria del seguro.

Como se dijo, el camino para la aprobación de los seguros sociales obligatorios fue un trayecto que España, en contraste con otras potencias europeas, comenzó con retraso, prosiguió con interrupciones y accidentes y culminó de modo precario e incompleto. Los trabajos de la Comisión de Reformas Sociales, establecida en 1883, sólo empezaron a cosechar éxitos –pese al predominio en su seno de los que defendían el intervencionismo estatal sobre los partidarios de la caridad- en la primera década del siglo XX. Este retraso parece el sino de la legislación social española. La que se puede considerar primera ley social en España, aprobada en 1880, obligaba al Gobierno a establecer Cajas de Ahorro y Montes de Piedad en todas las capitales de provincia y localidades importantes. Pues bien, en 1885, sólo se habían abierto 15 Cajas de Ahorro que además se encontraban infrautilizadas. En 1900 se aprobó finalmente la ley de accidentes de trabajo, que sólo afectaba a los obreros industriales pero que introducía por primera vez el principio de responsabilidad patronal.

En 1908 se aprobó la ley del seguro social, que establecía pensiones de retiro por enfermedad y vejez. Este seguro, sin embargo, no era obligatorio ni universal; se asentaba en un sistema de imposiciones únicas o periódicas verificadas por quienes hubieran de disfrutar de las persiones. Hoy se sabe que el número efectivo de beneficiarios de este seguro era muy reducido. Fue necesaria la crisis social y el levantamiento revolucionario de 1917 para que se reconociera en España la insuficiencia del seguro libre subsidiado.

Entre 1919 y 1922, en paralelo a la intensísima conflictividad social de esos años, se aprobó el seguro obligatorio de vejez (“retiro obrero”) que alcanzó también al seguro de paro forzoso. Todo este complejo asgurador afectaba únicamente a los trabajadores asalariados y con patrono; ya en los años 20 el seguro de vejez llegó a afectar a 5 millones de trabajadores. El seguro obligatorio de enfermedad quedó postergado, pendiente en los años 20 de la reforma estructural de la administración sanitaria española. De hecho la Dictadura de Primo de Rivera proyectó utilizar los recursos derivados del seguro de vejez para emprender la mencionada reforma; finalmente se decidió invertir estos activos en la construcción de escuelas y de viviendas obreras baratas. El seguro de maternidad tuvo que esperar a 1931, entronizado ya el régimen republicano, para verse aprobado.

A lo largo de este complicado proceso, la emergente política aseguradora tuvo que rivalizar con la actuación persistente de agencias herederas del viejo régimen de beneficencia: las “casas de préstamo” (prohibidas desde comienzos del siglo XX), el socorro a domicilio practicado por las juntas parroquiales de señoras, el paternalismo asistencial de algunas instituciones patronales, las sociedades de socorros mutuos (surgidas en 1887 al amparo de la ley de Asociaciones) y la mezcla de caridad y proselitismo ejercidos por diversas Congregaciones religiosas.

b) En estrecha relación con la emergencia de la nueva política aseguradora hay que situar el desarrollo, en España, de la Medicina Social. Heredera de la Higiene Pública decimonónica, la nueva disciplina se presentaba con el cometido de diagnosticar e intervenir sobre los sectores de riesgo derivados de las condiciones de vida originadas por la economía industrial y de libre mercado. Sus expertos pretendían ofrecer por una parte un conocimiento científico de las patologías sociales, y por otra, estipular las soluciones técnicas más convenientes. De este modo la Medicina social aparecía como legitimadora del reformismo social y como instancia crítica de la biopolítica liberal.

Aunque inicialmente la Comisión de Reformas Sociales estuvo formada preferentemente por sociólogos, ingenieros y abogados, los médicos no tardaron en sumarse a la iniciativa favorable a la introducción del seguro y de la previsión social. La mayoría de estos participantes se reclutó entre los médicos vinculados a la administración sanitaria (Martín Salazar, Cortezo, Murillo Palacios, Bardají, Pascua) o a las obras higiénico-sociales (Espina y Capó, Torre Blanco, Espinosa, etc..). Esta plataforma de facultativos era la más familiarizada con la Medicina Social, y contrastaba con un amplio grupo de médicos, procedentes de los colegios profesionales y de los sindicatos de doctores, contrario a la implantación del seguro obligatorio de enfermedad.

Una de las aportaciones cruciales de la Medicina Social habría de ser la cuantificación de los fenómenos de población, el estudio de las correlaciones entre patología y condición social y la estimación de las pérdidas económicas derivadas de los procesos de morbilidad y mortalidad. En España, debido al prolongado recelo de muchos profesionales médicos ante la introducción de los métodos estadísticos, las realizaciones en este campo fueron bastante limitadas. Aunque el Registro Civil se estableció en 1870, la norma en los tratados hispánicos de higiene era la aplicación analógica de las estadísticas exploradas en otros países. Las medidas adoptadas por Cástor Ibáñez de Aldecoa, Gobernador Civil de Barcelona desde 1877 y Director General de Beneficencia y Sanidad desde 1879 para recabar sistemáticamente estadísticas de población con fines sanitarios, fueron excepcionales.

Hubo que esperar a 1902 para que, gracias a la publicación periódica de los anales del “Movimiento de la Población de España” tuviera lugar en nuestro país eso que Ian Hacking ha denominado “la irrupción de los números”, base imprescindible de toda investigación estadística sobre los procesos vitales. Por esta razón fue muy meritorio el estudio publicado en 1899 por Luis Comenge, donde se intentaba delimitar con precisión la correlación entre enfermedad y nivel social en conexión con la mortalidad infantil en Barcelona. Más avezados fueron los intentos de medir el coste económico de la salud y de sus deterioros. Los trabajos de Benito Avilés (1889), Ángel Larra (1902), Henri Hauser (1902) y Martín Salazar (1913), se dedicaron en buena parte a realizar esta ponderación.

En Alemania, lugar de constitución de la moderna “Medicina Social”, así como en otros países europeos, se produjo una confrontación entre dos paradigmas teóricos rivales. Los defensores de una Higiene Social de base experimental invocaron el modelo de la Bacteriología, que prometía localizar las bases físicas, microbianas, de las enfermedades de más calado social. Enfrente se situaban los partidarios de una Medicina de inspiración sociológica, primando el recurso al análisis estadístico y a la cooperación con las ciencias humanas.

En España, como señala Rodríguez Ocaña, esta disputa apenas tuvo cabida. Lo que se produjo aquí fue una cierta fusión entre ambos paradigmas. La Medicina social se asentaba en la metáfora de la sociedad entendida como un organismo vivo enclavado en unas circunstancias ambientales determinadas. Estas circunstancias del entorno podían ser de naturaleza físico-ambiental o propiamente social, lo que legitimaba, según Hauser, la distinción entre enfermedades infecciosas y enfermedades propiamente sociales. Las enfermedades mentales, el alcoholismo, el tabaquismo, la sífilis y la tuberculosis, debido a su origen (relacionado con las condiciones de vida), extensión (de emplazamiento ubicuo) y consecuencias (“debilitamiento de la raza”, esto es, amenaza al porvenir biológico de la población nacional) constituían –recordaba Hauser- el elenco principal de enfermedades sociales. Otros autores (Rubio Galí 1890, Valentí Vivó 1905, García Hurtado 1909), prolongando la metáfora de la sociedad como ser vivo que enferma y muere y de la medicina social como terapia de las calamidades colectivas, encuadraban en la patología social todas las alteraciones del orden político y moral vigente: la vagancia, la mendicidad, el juego, la prostitución, la criminalidad, el suicidio, las huelgas, los motines y las revoluciones. Los fenómenos sociales e históricos quedaban de este modo naturalizados y apelando a una solución técnica.

Ofreciéndose como alternativa neutra y desinteresada, presidida por la objetividad científica, la Medicina social pretendía ser la terapia que remediara las enfermedades de alcance colectivo, acabando con la lucha de clases. El éxito de la nueva disciplina no se hizo esperar; entre 1882 y 1920 se puso en marcha todo un complejo de iniciativas (fundación de sociedades científicas, publicaciones periódicas, congresos y asambleas) que, partiendo principalmente de Madrid y de Barcelona, propagaban los diagnósticos y soluciones médicas para los males de la nación. No es de extrañar por ello la entente formada por la Medicina social con los postulados del regeneracionismo.

La representación de la nación española como un organismo enfermo y degenerado encontraba una ilustración acabada en el catastrófico estado sanitario del país (sólo un ejemplo: en Bilbao, Sevilla, Cádiz y Valladolid, el índice de mortalidad es superior en once puntos a la media europea, equiparable al de ciudades como Bombay o Calcuta en la misma época). Los principales intelectuales del regeneracionismo y de la corriente krausopositivista habían enfatizado la importancia de la cultura sanitaria para la salvación de la patria, y habían defendido el liderazgo de los técnicos (frente a los políticos y leguleyos) en la empresa regeneradora. Los facultativos relacionados con la administración sanitaria –como Ángel Pulido, Martín Salazar o Murillo Palacios- interpretaban las elevadas tasas de mortalidad infantil y de morbilidad con un síntoma de degeneración de la raza. La Medicina social asumía la tarea de analizar las variables del medio ambiente proponiendo medidas que regularan adecuadamente la relación entre los obreros y sus condiciones de vida. Pero esta atención al entorno causante de las patologías sociales debía completarse con una intervención sobre la herencia misma y sobre las condiciones de su transmisión. De este modo la Medicina social se entrelazaba con una política eugenésica.

c) La Eugenesia, tal como la define su fundador Sir Francis Galton, es una técnica que pretende mejorar la especie humana corrigiendo los trastocamientos de la selección natural que afectan a las modernas sociedades industriales. Si en la Naturaleza, como había descrito Charles Darwin, el mecanismo de selección sexual explicaba que fueran los seres mejor dotados los que sobrevivían y se reproducían en mayor número, en el caso de las sociedades modernas, el principio parecía invertirse. Las clases infradotadas, más pobres y menos inteligentes eran las que presentaban unas tasas de fecundidad más altas, mientras que las élites, las clases directoras, se reproducían en menor número.

Este proceso, en opinión de Galton, acababa minando las bases biológicas de la civilización, al proliferar la presencia de individuos tarados y degenerados en detrimento de los más capaces. Para invertir esta tendencia y restaurar la ley de selección natural en las sociedades humanas, era necesario que las autoridades intervinieran sobre los procesos reproductivos fomentando el nacimiento de los mejores y frenando la procreación de los individuos biológicamente inferiores.

En España, la recepción de esre discurso vino a coincidir en el tiempo con las aspiraciones del movimiento regeneracionista. El problema no era, como en la Gran Bretaña de Galton, la existencia de una “clase residual”, de un subproletariado misérrimo contemplado como fuente de desmanes y calamidades. La descomposición del organismo nacional, cuyo sígno culminante fue el desastre del 98, tenía que ver, según los regeneracionistas, con el estancamiento de una sociedad escindida entre unas clases poseedoras egoístas, corruptas e indolentes, y unas clases populares degradadas por la ignorancia y la pobreza. La coyuntura se expresaba asimismo en la degeneración biológica del español –el ensayo de Max Nordau que popularizó este concepto, Degeneración, se editó en España en 1902-, en el lamentable estado sanitario de la nación. Este lenguaje organicista y socialdarwinista utilizado en la literatura sobre el Desastre, rica en términos de la misma familia, como el “cirujano de hierro” de Costa, las “tendencias morbosas parasitarias” de Picavea, las “razas degeneradas” de Mallada o “los gémenes de degeneración” de Isern, era afín a los planteamientos de la eugenesia. Esta permitía, en cierto modo, dotar de una cierta codificación científica al discurso regeneracionista.

Enrique Madrazo, adelantado de la Eugenesia en España con la publicación de su Cultivo de la Especie Humana. Herencia y Educación (1904), encarna a la perfección esta simbiosis entre eugenismo y regeneracionismo. En su obra proponía la creación de un Centro para la Promoción de la Raza, cuya función sería poner remedio al declive biológico sufrido por los españoles. Madrazo insinúa ya un distingo que tendrá un largo porvenir. Por una parte una eugenesia negativa, dedicada a localizar y eliminar aquellos grupos de población que suponían una amenaza biológica para el organismo nacional: enfermos mentales, disminuidos físicos, delincuentes y gitanos, principalmente. Madrazo no dudaba en defender la castración obligatoria, la expulsión e incluso la destrucción, al menos en relación con la raza gitana. Por otra parte esbozaba un programa de eugenesia positiva, destinado a estimular la reproducción de los individuos más aptos e inteligentes. Aquí se inscribe su defensa de la educación para padres y de la pedagogía sexual.

Este mismo lenguaje social darwinista que reconoce la división de la sociedad en distintos grupos perfilados como identidades biológicamente inconmensurables es el que impregna a la Antropología criminal, la Medicina Legal y la Psiquiatría de la época. Los delincuentes son calificados como verdaderos “enemigos biológicos” que amenazan la supervivencia de la nación. El auge de la criminalidad asociado al crecimiento urbano y a un proceso de proletarización no resuelto, fue considerado como un síntoma más de la degeneración colectiva. A comienzos del siglo XX floreció en España una literatura consagrada a la investigación y clasificación de la criminalidad. En 1906 se fundó en Madrid la Escuela de Criminología, dirigida por Rafael Salillas, cabeza, junto a Constancio Bernaldo de Quirós, de la Antropología criminal española.

En ese momento triunfaban en nuestro país, como en el resto de Europa, los planteamientos penales de la Teoría de la Defensa Social. Esta perspectiva rompía con los supuestos del Derecho Penal característicos del liberalismo clásico. En el discurso jurídico-penal del liberalismo, la función de las leyes era perseguir y castigar aquellas conductas que intencionalmente violaban el pacto social. La imputación penal exigía que el transgresor fuera responsable de sus actos. En la filosofía de la Defensa Social, cuyo principal teórico fue el belga Adolphe Prins, la función del derecho Penal cambiaba. Su cometido no era castigar las infracciones de la ley sino defender al organismo social de las amenazas que ponían en riesgo su existencia. Existían grupos que por su estilo de vida y comportamiento, con independencia de los delitos que eventualmente pudieran cometer, suponían un “peligro” para la existencia misma de la nación. De este modo, las nociones de “responsabilidad” e “imputabilidad” cedían su lugar a los conceptos de “peligrosidad” y “temibilidad”. Una penalidad verdaderamente preventiva debería diagnosticar e intervenir sobre la conducta delincuente antes de que ésta se materializara en una violación del derecho; por eso, más que arbitrar leyes tendría que promover medidas de seguridad, mecanismos de defensa que actuaran sobre las poblaciones “peligrosas”. Lo relevante para el penalista no era la imputabilidad de los actos criminales sino la forma de vida del criminal, su personalidad, su constitución biológica. En este espacio abierto por la teoría de la Defensa social se abría la posibilidad de una Antropología Criminal y de una Psiquiatría legal vinculada a patrones biologistas.

Aquí se emplaza la recepción y discusión entre los criminólogos y psiquiatras forenses españoles de las tesis defendidas por los autores de la Escuela Positivista italiana (Lombroso, Ferri, Garofalo) y del degeneracionismo francés (Morel, Lucas. Magnan). Los primeros veían al criminal como una permanencia atávica del hombre primitivo; los segundos, apegados al lamarckismo, consideraban al delincuente como el resultado de una adaptación exitosa a un medio patológico, de modo que los caracteres adquiridos en él se transmitían por la herencia a la siguiente generación, dando lugar a una progenie de tarados. El debate acerca de estas doctrinas involucró, a comienzos del siglo XX, a lo más granado del Derecho, la Antropología, la Psiquiatría, la Pedagogía y la Medicina Social española: Rafael Salillas, José Antón, Bernaldo de Quirós, Dorado Montero, José Mª Escuder, Ángel Simarro, José Mª Esquerdo, Arturo Galcerán, Francisco Giner de los Ríos.

La perspectiva biologista en los ámbitos de la Criminilogía y de la Psiquiatría era convergente con los planteamientos eugenésicos. Estas disciplinas estaban comprometidas con la mejora de la calidad biológica de las poblaciones; se trataba de tecnologías encaminadas a regenerar las energías del organismo nacional contribuyendo a la detección de aquellos grupos que ponían en peligro su existencia. Pero el programa eugenésico, cuya resonancia iba en aumento en la década de 1910 (en 1918, por iniciativa de César Juarros y Aguado Marinoni se funda en madrid uno de sus principales centros difusores, el Instituto de Medicina Social), exigía pensar de un nuevo modo las relaciones entre Estado y familia.

La familia, encarnación de intereses privados, ya no es, como sucedía en la gubernamentalidad liberal clásica, un interlocutor con el que el Estado llega a compromisos y alianzas estratégicas, respetando siempre su condición de recinto inviolable. Se trata ahora de un instrumento de la autoridad para civilizar a las clases populares, previniendo la degeneración. La nueva articulación del nexo Estado-familia –que es más un desideratum de los reformadores sociales y burócratas de la salud pública que una realidad efectiva- se concreta en una doble estrategia. Esta consiste por una parte en la protección de los miembros más débiles del círculo doméstico –la infancia y la mujer, excluidos del mecanismo de los seguros sociales- y por otra en la crítica de la vida pública, despreocupada y proyectada al exterior, del varón. La infancia, “porvenir de la raza” y patrimonio biológico de la nación según los eugenistas, es a la vez una infancia en “peligro” (preocupación por la mortalidad infantil, el trabajo de los niños, si instrucción, su posible corrupción moral) y “peligrosa” (delincuentes infantiles o “micos”, prostitución infantil, anormales, “pequeños perversos”).

Esta preocupación por los miembros débiles del hogar se concreta en una multitud de leyes e instituciones creadas desde comienzos del siglo XX. Por otro lado se produce una promoción general de la mujer en las clases populares, de sus abnegadas y superiores funciones en la casa, de su papel regulador y “de orden” respecto a la indiferencia y despreocupación del marido, la necesidad de fomentar su instrucción. La “maternidad”, por otra parte, se valora como un bien nacional que el Estado debe preservar. Entre 1900 y 1931, cuando se aprueba el seguro obligatorio de maternidad, se sucede la puesta en marcha de medidas legislativas y la instauración de organismos dedicados a la protección de la maternidad. Al mismo tiempo, las formas públicas de sociabilidad masculina son contundentemente rechazadas porque disipan la vida del hogar, fomentan la desidia del padre ante sus deberes como esposo y educador de la prole (tabernas, garitos, casinos, espectáculos inmorales, burdeles, amancebamientos).

La preocupación eugenésica por regular las conductas procreadoras se concreta en una multiplicación de la literatura psiquiátrica, antropológica, jurídica y pedagógica consagrada al problema de la sexualidad. A partir de la década de 1920 y durante toda la vigencia del régimen republicano, la “cuestión sexual” se convierte en un tema tan recurrente y obsesivo como la “cuestión social”. En cierto modo, la popularización de la Eugenesia en las décadas de los veinte y de los treinta vino de la mano del reformismo sexual auspiciado por sus partidarios. La suspensión gubernativa del Ier. Curso Eugénico Español que tuvo lugar en 1928, la celebración de las Primeras Jornadas Eugénicas Españolas en 1932, fueron acontecimientos que tuvieron eco en toda la prensa nacional.

Lo que hace especialmente interesante al pensamiento eugénico durante el primer tercio del siglo XX –en España y en el resto del mundo- es su polivalencia ideológica, lo que le permitía –preservando su aura de neutralidad científica- imbricarse en discursos políticos diametarlmente enfrentados. Se puede encontrar una eugenesia de impronta positivista y anticlerical, como en los argumentos de Madrazo, pero también una eugenesia conciliada con el catolicismo, como en el teólogo Torrubiano Ripoll o en Marañón. Destacados intelectuales republicanos de izquierdas, como Luis Huerta, Jiménez de Asúa, Enrique Noguera o Rodríguez Lafora, se adhieren al movimiento eugénico, pero también cabía una eugenesia de extrema derecha, como en los casos de Salas Vaca, Vital Aza o Vallejo Nájera. El socialismo –a través de Jiménez de Asúa y de Hildegart Rodríguez, la “Virgen Roja”- y el anarquismo –con los doctores Isaac Puente y Martí Ibáñez como figuras destacadas- también hicieron suya la eugenesia. Estimaban que podía convertirse en un instrumento revolucionario, emancipador de los trabajadores por medio de una sexualidad libre y de un control de la natalidad que descargaría a los trabajadores del lastre que implicaba una prole numerosa.

Desde el punto de vista legislativo, el programa eugenista se sustanciaba en una amplia serie de propuestas. Algunas eran compartidas por todos los vinculados al movimiento reformador; otras eran objeto de disputa. En todos los casos las medidas implicaban la intervención estatal en el ámbito otrora reservado del matrimonio, la vida familiar y las conductas procreadoras: certificado médico prenupcial obligatorio, para evitar las uniones conyugales morbosas; aborto eugénico; investigación obligatoria de la paternidad; derecho al divorcio; indistinción legal entre hijos legítimos e ilegítimos; supresión de la prostitución reglamentada; tipificación del delito de contagio venéreo; introducción de la educación sexual en el currículo escolar y esterilización forzosa de delincuentes y anormales. Algunas de estas propuestas serían aprobadas por el Parlamento republicano; otras se debatirían intensamente durante este periodo. En último término, el horizonte del programa eugenésico, más allá de su polivalencia ideológica, era la subordinación del derecho, de las libertades individuales, a la norma biológica, a la salud de las poblaciones; del poder de soberanía al biopoder.

d) A través de las tecnologías del nuevo biopoder interventor (los seguros, la medicina social, la eugenesia) se trataba de producir un nuevo tipo de subjetividad añadida al homo oeconomicus constituido durante la época del liberalismo clásico; lo que Alfons Labisch (1985) bautizó como el homo hygienicus. Este proceso se efectuó preservando la noción de “ciudadanía” como conquista del liberalismo, noción que remite a una soberanía democratizada y a un orden jurídico de derechos y garantías. Pero si en la tradición del primer liberalismo la condición de ciudadano estaba marcada por la pregnancia del mercado, de modo que un individuo sólo podía considerarse partícipe en la soberanía si era capaz de participar en el orden de la propiedad, aunque sólo fuera la propiedad de sí mismo, mediante la prudencia y la autodisciplina. Con el homo higyenicus hay un deslizamiento en el concepto de “ciudadanía”; el modelo del Mercado es desplazado por el modelo de la Nación. El individuo ejerce como sujeto de derechos y partícipe en la soberanía en la medida en que se compromete a mantenerse saludable, subordinando sus intereses egoístas a la preservación de un organismo nacional sano y robusto. Del otro lado, excluidos de la soberanía y confinados en la “peligrosidad”, quedan todos aquellos calificados de “enemigos biológicos” de la nación: criminales, enfermos mentales, perversos, prostitutas, miembros de razas degeneradas, alcohólicos, sifilíticos y tuberculosos, entre otros.

El discurso valedor del homo hygienicus no se limitó a los márgenes estrechos de las disciplinas científicas (Antropología criminal, Medicina social, Psiquiatría, Ciencia Jurídica). Impregnó los alegatos de los políticos, los planes de los arquitectos, las informaciones de los peridistas y los relatos de los novelistas. De este modo se popularizaron los términos de “familia higiénica”, “vivienda higiénica”, “escuela higiénica” y “ciudad higiénica”, así como las metáforas organicistas y el metarrelato de la degeneración nacional. En el caso de los “alojamientos higiénicos”, esta estrategia se concretó en la puesta en marcha de proyectos visibles, como los ensanches de las grandes ciudades (con el modelo del plan Cerdá en Barcelona, extendido a Madrid, San Sebastián, La Coruña y Vigo entre 1860 y 1900), la Ciudad Lineal de Arturo Soria desde 1892, el proyecto de Ciudad-Jardín, inspirado en las teorías del inglés Howard, presentado en Barcelona en 1900, la extensión de la red de alcantarillado y agua corriente, la ley de “casas baratas” aprobada en 1911, que permitió, ya durante la Dictadura primorriverista, la construcción de numerosas viviendas obreras de bajo coste.

Precisamente en la década de 1920 y durante la Segunda República, fue cuando el nuevo discurso eugénico y médico-social conoció una divulgación a gran escala. Mítines sanitarios, difusión en Casas del Pueblo y Ateneos, amplia presencia en la prensa socialista y anarquista, proyecciones de películas, consultas radiofónicas. Es posible hacerse una idea de estos planes de propaganda sanitaria a gran escala leyendo la descripción que hace Hildegart Rodríguez en su ensayo La Educación Sexual, –publicado por las Gráficas de El Socialista en 1931- cuando postulaba la creación de un Instituto de Sanidad y Pedagogía dedicado a la divulgación de la doctrina eugénica. Aquí se menciona la publicación masiva de folletos, la creación de dispensarios gratuitos para la lucha antivenérea, la organización de conferencias populares impartidas en talleres, fábricas, casas del pueblo, cárceles y reformatorios; la puesta en marcha de excursiones y olimpiadas, la creación de clubes recreativos infantiles, el reparto de carteles y material pedagógico en las escuelas.

A través de estos instrumentos se trató de inculcar la cultura eugénica y los protocolos eugenésicos en la clase trabajadora. Tras la Guerra Civil estas tentativas propagandísticas conocieron un reflujo importante. La biopolítica interventora cedía su lugar a un nuevo tipo de biopoder definitivamente alejado de la gubernamentalidad liberal.
TEXTOS

1. La legislación social como demostración del socialismo

“Haremos notar que la intervención gubernativa en las relaciones de capitalistas y obreros no sólo es contraria del todo al criterio de la libertad en materia económica, principio hasta aquí profesado por los partidos llamados democráticos, en que creíamos militaba el señor Moret, sino también la condenación del sistema actual de relaciones económicas y una demostración indirecta de la doctrina que profesamos y defendemos
¿A qué queda reducida la sagrada libertad individual que vosotros decís, si en una u otra forma interviene el Poder público en los contratos de obreros y patronos? Si son armónicos sus intereses, ¿por qué viene el Poder político a mediar como amigable componedor? No menos vulnerado queda el principio, aunque intentéis justificar vuestra intervención con el propósito de favorecer al obrero. ¿Cómo el obrero necesita el favor y auxilio de la acción gubernativa? Esta declaración vuestra, terminante y categórica ‘es preciso mejorar la condición del trabajador’, es el reconocimiento terminante y categórico de la opresión y dependencia económica y social del hombre de trabajo; es admitir implícitamente que la evolución capitalista arrolla al trabajador, le priva de sus medios de defensa, ahoga su libertad individual; que deja de ser persona cuyo derecho hay que garantizar, para convertirse en cosa que hay que proteger” (VERA, J.: “Informe de la Agrupación Socialista Madrileña ante la Comisión de Reformas Sociales” 1884, en VERA, J.: Ciencia y Proletariado. Escritos Escogidos de Jaime Vera, Madrid, Cuadernos para el Diálogo, 1973, p. 138)

2. Beneficios del Seguro Obligatorio de Invalidez

“Dos maneras hay de prever: una voluntaria, individual; otra, colectiva, involuntaria, hasta cierto punto, pero de todos modos, automática e ineludible. La primera es el ahorro; claro está que esta es la mejor. Se adquiere un hábito y se maneja su capital y se distribuye su dinero; pero ¡cuán difícil es, de una manera continua, sustraer a diario, por semanas o meses, una cantidad previsora para la necesidad que se ve de lejos, cuando se ve, en perjuicio de la imperiosa necesidad de cada día, cuando el diario jornal no alcanza a subvenir las necesidades más urgentes!. ¿Cómo exigir que el obrero prive a sus hijos del pan diario, del calzado necesario para ir a ganar parte de lo preciso en ayuda del padre, del abrigo, de la luz, y después, para tener, cuando más, un porvenir de poca ayuda con el ahorro individual y personal? (..). La segunda forma, la del Seguro obligatorio, es tal vez un tanto dura y no tan liberal como el Seguro voluntario. Pero es más fácil de implantar, más barata en la cuota, más segura en el tiempo, más eficaz en el momento de la necesidad, muy educativa y muy objetiva, pues el resultado se toca siempre que se busca (..). Al contemplar en Berlitz la mansión principesca del Sanatorio contra la tuberculosis y la invalidez que allí se ha levantado con el ahorro obligatorio, los Sanatorios sembrados por toda Alemania, los de Francia, Italia e Inglaterra, naciones de psicología tan distinta, pero que todas, y otras muchas más, han aceptado como mejor el Seguro obligatorio, no puedo menos que pensar que en España lo hemos de conseguir muy pronto” (ESPINA CAPÓ, A.: El Seguro de Invalidez, 1917, en RODRÍGUEZ OCAÑA, E.: La Constitución de la Medicina Social como Disciplina en España (1882-1923), Madrid, Ministerio de Sanidad y Consumo, 1987, pp. 101-102)

3. El coste de la mortalidad y el deber de la intervención sanitaria del Estado

“¿Cómo es posible que la autoridad local y el Gobierno de la nación no adopten las medidas necesarias para poner la capital de España en iguales condiciones sanitarias que disfrutan las otras capitales de Europa? ¿No es acaso un deber imperioso de los gobiernos el conservar la vida de los ciudadanos, que con el fruto de su trabajo llevan las cargas del Estado y contribuyen a dar vigor a la savia del organismo nacional? Se contestará que el Gobierno y las corporaciones locales carecen de recursos para aplicar el remedio a un mal tan grave. Esta contestación pierde su valor si se piensa que en tiempo de una epidemia colérica basta el pánico que se apodera de las altas clases sociales para que los Gobiernos se crean autorizados para arbitrar recursos con el solo fin de aliviar una situación angustiosa (..). No obstante, ninguna de las epidemias coléricas que han reinado en esta capital ha producido 5.000 defunciones, cifra que corresponde al exceso de mortalidad anual ocasionada por las enfermedades infecciosas endémicas en la corte. Aun si se quiere hacer abstracción de la parte moral y humanitaria de esta cuestión, hay que considerarla bajo el punto de vista económico social, pues para juzgar bien del diezmo mortuorio de un país, según dice Rochard, es necesario fijar el precio que representa la vida humana. Aunque la vida del hombre no tiene precio si se le considera bajo el punto de vista moral e intelectual (..), lo tiene bajo el punto de vista material. En prueba de esto, basta el ejemplo de los seguros de vida, por medio de los cuales el hombre estima el valor de su existencia para su familia lo mismo que si asegurase una casa” (HAUSER, H.: Madrid bajo el punto de vista médico-social 1902, en RODRÍGUEZ OCAÑA, E.: La Constitución de la Medicina Social como Disciplina en España (1882-1923), Madrid, Ministerio de Sanidad y Consumo, 1987, pp. 88-89)

4. La Medicina Social como garante de paz social

“Entre nosotros el peligro de la degeneración orgánica es evidente. No hay más que entrar en una escuela, recorrer los departamentos de una fábrica, asistir a un desfile de soldados; los niños raquíticos, los hombre y mujeres anémicos, los mozos de talla escasa y cuerpo desmedrado nos anuncian que España tiene en abandono cuanto atañe a la salud pública (..) El amor a la vida, el respeto a la vida, no representan un empeño epicúreo, sino una finalidad altamente moralizadora. El fundamento de la riqueza de los pueblos es la vida de los hombres. Cada niño que sucumbe, cada joven que perece, cada hombre maduro que muere, representan pérdida en el capital colectivo, y estas pérdidas contribuyen a la desmoralización, a las sacudidas violentas, a los estragos que afligen a las sociedades modernas. Salud del cuerpo es la alegría en el alma, risa, optimismo, generosidad, expansión. Pan escaso, aire impuro, vida corta, producen el odio revolucionario, la ira demagógica. Más se hace con medidas de higiene que con todas las de represión que adopten las autoridades contra las reclamaciones airadas de la muchedumbre. Por lo mismo los médicos podemos ser mensajeros de una paz que en vano se busca con bandos de buen gobierno; podemos y debemos serlo para cumplir altas incumbencias y estimular a los Poderes públicos, siempre reacios a proceder con diligencia cuando se trata de estos asuntos. Hasta los partidos que se nutren con el proletariado, usan de modo secundario las reclamaciones a favor de la salud, prefiriendo las campañas en contra de tiranías imaginarias, cuan hay tiranos mayores que destruir, como los llamados anemia, tuberculosis, sífilis y alcoholismo” (FRANCOS RODRÍGUEZ, J.: “Propaganda Médica”, El Siglo Médico (1918), p. 702).

5. La misión política del Médico

“La llamada cuestión social, el desarrollo normal y progresivo de las colectividades humanas, la gobernación de los pueblos, todos los grandes problemas nacidos de la convivencia, cada vez más estrecha, del hombre con el hombre, no encontrarán solución adecuada y estable mientras no los saquemos del terreno de la especulación metafísica y les situemos en el campo de la Biología, que es su base fundamental. Se legisla demasiado y, lo que es peor, sin otro criterio que puras fantasías ideológicas, de escaso o ningún contenido real, y sin tener en cuenta que el hombre, como todos los seres vivos, está sujeto a leyes naturales, de cuya transgresión no puede esperarse otra cosa que la enfermedad, la degeneración del tipo humano y la degeneración consiguiente y obligada de todos sus productos y actividades (..) Sólo el hombre sano es susceptible de una cultura racional y armónica, y sólo el hombre sano y culto está en condiciones de emprender y de gozar plenamente el grande, el inmenso placer de vivir. La política, pues, de los tiempos modernos ha de ser la lucha por la salud, y en esta formidable empresa nos está reservado a los médicos por derecho propio el papel de vanguardia (..) Y la misión principal, la verdadera del médico en la sociedad será la de modificar, la de disponer el ambiente, físico y social, en que el hombre viva, de tal modo que el resultado forzoso, natural, espontáneo, sea la salud de todos” (AGUADO MARINONI, R.: “Medicina Social”, El Siglo Médico (1921), p. 830)

6. Delincuencia y Regeneración Nacional

“El golfo es, en cualquiera de sus manifestaciones, un andrajo social y acusa a la sociedad en donde vive (..). De igual manera que los organismos vigorosos tienen en sí energía bastante para transformar las propias impurezas de la vida, las sociedades bien consolidadas se purifican también por su propio esfuerzo; siendo organismos y sociedades enfermizos los que manifiestan en su exterior lamparones y roñas, sarpullidos y lacras, harapos y parásitos (..). España debe adherirse a las iniciativas regeneradoras de Europa y América, si no, inútil será hablar de redenciones en el país que quiere seguir siendo tributario de la muerte por incuria higiénica, de la ignorancia por incuria intelectual y del delito y la prostitución por incurias sociales” (SALILLAS, R.: Discurso leído el día 10 de Diciembre de 1902 en el Ateneo Científico, Literario y Artístico de Madrid con motivo de la apertura de sus Cátedras, Madrid, Tipografía de la Viuda e Hijos de M. Tello, 1902, p. 38)

7. Medidas eugenésicas contra la etnia Gitana

“Ejemplo tenemos de la tiranía de las leyes hereditarias en lo que fatalmente se repite dentro de la raza gitana (..). No os canséis, no lograréis modificarle [al gitano]; si le arrastráis forzosamente a la escuela se os escapará, sin que haya medio de retenerle entre sus compañeros (..). Como pájaro salvaje, teme al hombre y huye su presencia; igual que el lobo tira al monte y del monte ama la vida. De capacidad craneana reducida, de columna vertebral sutil y excepcionalmente cambreada en su posición lumbar que da el característico balanceo a la pelvis; de esqueleto reducido y endeble; enjunto, de mano fina, dedos delgados y uñas largas, de piel oscura y ojos negros; sucios y desgreñados, holgazanes y traidores, falsos y ladrones, se aman entre ellos de modo rudimentario muy próximo al olvido, y odian a los otros hombres. Sin hogar ni verdaderos lazos familiares, ni cohesión moral, no los une más que la rapacidad y vivir malditos fuera de la ley (..) y su alma de prehistórico salvaje se solaza con tal proceder de la vida (..). No nos alcanzará el sosiego ni podremos vivir tranquilos mientras esa maldita raza se halle infiltrada en nuestras entrañas (..). Hay que señalar la trascendental importancia de este problema, que tiene que terminar infaliblemente por la expulsión o destrucción de ese pueblo” (MADRAZO, E.: Cultivo de la Especie Humana. Herencia y Eugenesia, Santander, Imprenta Literaria de Blanchard y Arce, 1904, pp. 102-106)

8. Homo Hygienicus. La salud, condición para el ejercicio de derechos
“Las naciones lo que necesitan, en principio, es de ciudadanos sanos, aptos para la vida individual y colectiva, capaces para el cumplimiento del Derecho, pues sin la condición primera de sanidad, sabido es que el derecho estará siempre en peligro de ser atacado y violado duramente por los elementos morbosos de los cuales la natural predisposición a la delincuencia no puede negarse (..) La influencia enorme de las degeneraciones sobre el crecimiento de la criminalidad está hoy fuera de toda duda. Asimismo, el peligro de las cacogenias sobre las razas tampoco podemos considerarlo como un mito (..). El fin natural y lógico de toda raza que pierde su sanidad y su fuerza no es otro que el de llegar a ser dominada” (NOGUERA, J.: Moral, Eugenesia y Derecho, Madrid, Javier Morata Ed., 1930, pp. 142-43)

9. Homo Hygienicus. Importancia de la cultura sanitaria

“Con fábricas, talleres, industrias y artes en edificios capaces, higiénicos, libres de maquinarias descubiertas y destructoras, implantados en terrenos sanos y feraces, con todas las facilidades para su incremento y desarrollo, con horas hábiles para que los operarios no se excedan, con Cajas de Ahorro y cuanto se desprende de una buena organización, resulta un elemento capaz y de resistencia para que el organismo social se mantenga en pie ayudado por los demás. Con escuelas, colegios y demás centros de instrucción en condiciones y circunstancias tales que se pueda cultivar y perfeccionar el entendimiento sin excesos, sin plétora, sin detrimento de la salud individual (..) no hay duda de que también constituirá otro factor saludable para la colectividad en general (..) Y no hemos de decir más porque con lo dicho basta, y es más que suficiente para probar que las naciones no pueden tener riqueza si no gozan de buena salud, y por ende que no pueden prescindir en manera alguna de la Higiene. Cuantos se dedican al cálculo, a las estadísticas, a estudios de alto vuelo nos enseñan de un modo indubitable que se pierden muchos millones de riqueza con las enfermedades y muerte prematuras, haciendo deducciones y comparaciones entre el hombre sano y el enfermo, entre los gastos y lo que dejan de producir y ganar. El planteamiento de la Higiene en toda su extensión se va imponiendo cada día más, no tan sólo en la vida privada, en lo individual y en el seno de la familia, sino también en lo general, en lo colectivo y en la sociedad en conjunto” (VALERA Y JIMÉNEZ, T.: “La Salud Nacional es la Riqueza Nacional”, El Siglo Médico, 39 (1892), p. 735)

10. La alianza del médico con la mujer en la biopolítica interventora

“Se impone un cambio profundo en el Sanitarismo estatista, dándole a la mujer participación en el Gobierno de los municipios y de las regiones, por absoluta necesidad de culturación experimental biológica, en fuerza de respetar a la mitad del todo social como organismo, que si no se le equipara en derechos y deberes al de sexo opuesto fatalmente reaccionará para lograrlo con violencia, por mero ideal de justicia redistributiva. Al abusivo masculinismo legalista ejercido intangiblemente hasta finalizar el siglo XIX, habrá de adicionarse sin contraponerse el feminismo igualitario constituyente, por ley fatal de equilibrio compensador, ya que no puede llegar a mayor alcance la ineficacia del Derecho represivo para moderar el libertinaje castigando desigualmente a los enemigos del matrimonio fértil, a los abandonadores de sus hijos legítimos, a los seductores que prometen casarse, a cuantos luchan mercantilizando la corrupción de las costumbres” (VALENTÍ VIVÓ, I.: Criminales Lujuriosos y Agresividad Psicosexual, Barcelona, Antonio Virgili S. en C. Editores, 1911, pp. 204-205)

BIBLIOGRAFÍA

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Sobre las tecnologías aseguradoras y los seguros sociales en España:
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Sobre la “ciudad higiénica”
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