Saturday, May 13, 2006

SOLIDARIDAD



RAMÓN VARGAS-MACHUCA

1.- LA NOCIÓN DE SOLIDARIDAD Y SUS ANTECEDENTES ILUSTRADOS

El concepto de solidaridad es un concepto vago cuyo dominio resulta demasiado borroso. Cuando intuitivamente nos referimos a la solidaridad, estamos aludiendo a cierta preocupación de los unos por la suerte o el bien de los otros, especialmente de los más necesitados, los peor situados o los que están en apuros. De ahí que se le relacione con la filantropía, la caridad, el altruismo y la fraternidad. Por lo común el término ha evocado el socorro más que la ayuda, la acción de los particulares más que la de las instituciones públicas, el ámbito de la sociedad civil más que el del estado. De hecho cuando pensamos en la solidaridad, la mayoría de las veces pensamos en lo que nos sobra y no en una aportación imprescindible para que la sociedad de la que formamos parte funcione adecuadamente. Parece como si la solidaridad apelara sobre todo a nuestro fondo de humanidad y no tanto a nuestra condición de ciudadanos. En una palabra, concebimos la solidaridad sólo en términos morales, como una virtud moral que en todo caso complementa a la justicia[1]. En las páginas que siguen se encontrarán, sin embargo, sobre todo razones en favor de la solidaridad como virtud política y como distintivo de una concepción básica de la justicia. Incluso más, la solidaridad hoy ha devenido un requisito para la reproducción estable de nuestras sociedades democráticas, uno de los componentes del sistema inmunológico de las sociedades liberales frente a los peligros que amenazan su supervivencia.

Partimos de la consideración de la solidaridad como una de las expresiones de la acción colectiva, particularmente aquella que remite al interés de los individuos por la promoción de bienes públicos o por el bienestar de los otros. En el primer supuesto la solidaridad alude al compromiso de los individuos con la comunidad, un compromiso que los dispone a favorecer aquellos bienes que benefician a todos los miembros de un colectivo y de cuyo consumo y uso no se puede excluir a nadie[2]. El ámbito en que se desarrolla esa disposición es a veces una pequeña comunidad pero en otras ocasiones incluso el conjunto de la especie. En el segundo supuesto, la solidaridad se relaciona con la disposición a procurar el bienestar de aquellos terceros, próximos o lejanos, que experimentan una situación de mayor necesidad y vulnerabilidad, que por lo general son ajenos al desarrollo de la acción y de los cuales además no se espera obtener algo particular a cambio.

La solidaridad se diferencia de la filantropía en que esta última representa una versión particular, individual y privada de un interés análogo por los demás. Tampoco cabe identificar la solidaridad con la virtud teologal de la caridad, sobre todo a la luz del conjunto de distintivos constitutivos de la solidaridad tal como aquí se entienden e irán explicitándose. No obstante, los sentimientos de filantropía así como los recursos psicológicos y morales extraordinarios activados por la caridad cristiana pueden estimular la solidaridad y producir, y de hecho producen, ejemplos extraordinarios de cultivo y desarrollo de actitudes solidarias (Sebastián, 25). Por otra parte, no haré en adelante distingos entre solidaridad y altruismo, entre otras razones porque desde importantes contextos intelectuales, como el anglosajón, y determinadas tradiciones de las ciencias sociales contemporáneas se acostumbra a emplear indistintamente ambos términos. En estos casos además, la referencia al altruismo, más que evocar sentimientos genéricos de piedad y compasión o una suerte de “solidaridad blanda” o “altruismo indoloro” (Gilles Lipovetsky), está relacionada sobre todo con asuntos tales como las estructuras de solidaridad -“altruismo organizado”- o con las condiciones culturales, políticas y económicas que favorecen la aparición de esos hechos sociales (Giner 1996).

Mención aparte merece la significación política que alcanza el término fraternidad, sobre todo a partir de la revolución francesa. Desde la perspectiva aquí comprometida la solidaridad deviene hoy heredero cabal del imperativo de la fraternidad, a la postre la referencia más difusa de la tríada de ideales –Libertad, Igualdad, Fratrernidad- que inspiraron buena parte de las tradiciones políticas de la ilustración continental. Es verdad que la fraternidad se ha proyectado como el pariente pobre de la “divisa santa de nuestros padres” en palabras de Pierre Leroux. Pero si, como se explica más adelante, la solidaridad demanda la universalización de los derechos democráticos y una concepción inclusiva de la ciudadanía, cabe inferir entonces que la dimensión democrática del ideal de la fraternidad ha encarnado el antecedente histórico más enjundioso de esa clase de aspiraciones emancipatorias vigentes en la actualidad. Así pues, tanto cuando se vincula la solidaridad con el compromiso de los individuos por la promoción de los bienes públicos como cuando se le relaciona con la extensión de la participación democrática y la habilitación de un horizonte inclusivo para la acción política, se está rindiendo tributo al viejo ideario político de la fraternidad en su versión ilustrada y a los hábitos virtuosos que las más valiosas versiones del mismo contribuyeron a estimular (Doménech, 87).

Siguiendo el rastro de los diversos usos del término fraternidad desde los primeros momentos de la Revolución Francesa hasta el desenlace de la Segunda República francesa de 1948, encontramos algunos de los elementos que a mi juicio estructuran una concepción política de la solidaridad. En primer lugar, el componente social de la solidaridad, desarrollado posteriormente por Durkheim, ya estaba consignado en el patriotismo republicano que alentaba la “unión fraternal” necesaria para defender la propia comunidad política estatal como ámbito imprescindible de la realización de las aspiraciones de igualdad y libertad. En segundo lugar, el polo democrático del ideal de fraternidad empujaba a la inclusión como ciudadanos libres e iguales de personas y grupos hasta entonces excluidos de la condición de tales. En ese sentido la fraternidad constituye un antecedente importante de la dimensión cosmopolita que hoy tiene la solidaridad. En tercer lugar, a medida que se va concretando en programa la tríada de abstracciones del lema revolucionario la fraternidad viene a representar el complemento de los valores de libertad e igualdad. El funcionamiento valioso de estos dos últimos valores como principios de justicia así como la habilitación de recursos y oportunidades para transformarlos en derechos efectivos de los ciudadanos requieren sin duda el concurso de la fraternidad – de la solidaridad después- como virtud de los individuos y como responsabilidad de los poderes públicos[3].

Antes de concluir esta evocación de la relación entre solidaridad e ideal ilustrado de la fraternidad haré una observación, ciertamente sumaria, acerca de los supuestos antecedentes de dicho ideal en la tradición cristiana. Conviene recodar antes de nada que previamente al tipo cristiano de fraternidad hubo en la antigüedad clásica experiencias políticas de desarrollo del ideal de fraternidad - entre otros el caso de la república democrática de Atenas- que sin duda estuvieron más presentes en la mente y el corazón de algunos de los impulsores de la revolución[4]. Y aunque el ejemplo de las comunidades cristianas primitivas y el imperativo de no exclusión practicado por las mismas y predicado siempre por las iglesias cristianas avalan cierta continuidad de aspiraciones en pos de una fraternidad universal, sin embargo la concepción cristiana de la fraternidad contradice en buena medida el imaginario en el que se inspira el ideario de la fraternidad tal como este se desarrolla a partir de la revolución francesa. Como recuerda Ozouf, quizás simplificando mucho, a diferencia de los revolucionarios franceses el cristianismo enraíza la fraternidad humana en el pecado original, la hace depender de la “arbitrariedad de la gracia” y pospone su culminación a la otra vida[5].

De todos modos, a partir de la caída de la segunda República Francesa declinaron las referencias a la fraternidad, tomando el relevo las referencias a la solidaridad. Ya en ese momento y justamente para resistir la marea “bonapartista” que trataba de aniquilar el democratismo radical inaugurado con la república de 1848, Ledrú Rollin y otros entusiastas del ideal fraternal auspiciaron una asociación denominada “Solidaridad Republicana”, declarada ilegal a los pocos meses. Desde entonces el término ha ido adquiriendo un potencial simbólico muy vasto. Por mencionar algunos casos, más próximos o más conocidos, el término lo mismo ha servido para configurar la cabecera de la prensa anarquista en España – Solidaridad Obrera- que para dar nombre a movimientos nacionalistas como es el caso entre otros de Solidaridad Catalana. Y más recientemente vale recordar que también bajo su divisa la organización polaca Solidarnosc fundada en septiembre de1980 como una federación de sindicatos aglutinó el movimiento social más emblemático de la resistencia postrera pero victoriosa contra los regímenes totalitarios imperantes en el Este de Europa.

2.- LA SOLIDARIDAD SOCIAL: EN LA SENDA DE DURKHEIM[6]

Hace algo más de un siglo se produjeron situaciones que curiosamente tienen ciertas analogías con algunas circunstancias del presente. Hubo entonces, al igual que hoy, grandes avances tecnológicos, formas de comunicación inéditas, grandes concentraciones de riqueza y poder empresarial e incluso en algunos sitios -el caso de EEUU- aglomeraciones urbanas masivas de minorías étnicas empobrecidas. También ciertas clases medias experimentaron la disolución de rancios y sólidos vínculos sociales y se encontraron en la encrucijada de o seguir “los seductores atractivos del escapismo”o bien adaptar sus hábitos a las exigencias de una nueva solidaridad social[7]. Con ese horizonte de transformaciones “fin de siglo” aborda Emile Durkheim la cuestión de la naturaleza de la solidaridad social en las sociedades modernas. Durkheim no se plantea abstractamente el problema de las relaciones de individuo y sociedad. Más bien le preocupa la cuestión concreta de cómo conciliar las libertades individuales surgidas de la disolución de la sociedad tradicional con el mantenimiento de una conciencia colectiva de cuya capacidad de regulación social y moral depende la existencia misma de la sociedad. He ahí el problema fundamental del mundo moderno tal como él lo explica en su obra La división del trabajo social[8].

Trata de demostrar Durkheim que el individualismo y la diferenciación que genera la división del trabajo en las sociedades modernas no suponen una amenaza para la solidaridad, a no ser que dicha división del trabajo tenga un desarrollo anormal y por tanto accidental. Rechaza de entrada la identificación de sociedad liberal e individualismo posesivo así como el supuesto de la tradición utilitarista de que los actores sociales están orientados exclusivamente a la maximización de sus utilidades subjetivas. Tales prejuicios, tan extendidos por otra parte, se basan en la suposición de que la sociedades modernas, a diferencia de las tradicionales, son esencialmente órdenes instrumentales y no normativos, un entrelazamiento de cálculos de utilidad egocéntricos en el que los actores de la interacción se instrumentalizan los unos a los otros como medios para la consecución de sus propios fines. Pero Durkeim ve las cosas de un modo bien distinto. A su juicio, el individualismo, para que no degenere en posesivo y unilateralizado en términos económicos, necesita ser socialmente sostenido y regulado por una conciencia moral que garantice la universalidad tanto de la libertad como de una igualdad que no anule las diferencias pero que sí promueva en cambio una reciprocidad sin violencia. Así pues y dado que las formas específicamente humanas de conducta tienen un origen y un fin colectivos, la modernidad fracasa cuando en vez de un individualismo moral genera un individualismo sin creencias y sin valores colectivos que den sentido y razones para vivir. En una palabra, el error de dicha concepción ha consistido en pensar como esencial lo que en realidad era simplemente una desviación patológica del individualismo ético[9].

Pero el recurso distintivo de Durkheim a la hora de superar la aparente antinomia entre individualismo y solidaridad consiste en distinguir dos modelos mutuamente excluyentes de relación entre sociedad y solidaridad, cada uno de los cuales además corresponde respectivamente a dos tipos diferentes de sociedades. Así, la llamada “solidaridad mecánica” se produce en las sociedades primitivas, donde la naturaleza de la conciencia común hace tan idénticos a sus miembros que no ha lugar para la conciencia individual, quedando los individuos ligados directamente a la sociedad sin intermediario alguno. La conciencia colectiva y el conjunto de creencias y sentimientos comunes a todos los miembros del grupo poseen una autoridad absoluta sobre todos ellos, hasta el punto de que la cohesión social resulta aquí de la semejanza de las conciencias y la anulación de sus peculiaridades individuales. La solidaridad mecánica –comunitarista, diríamos hoy- es aquella que “no es fuerte sino cuando el individuo no lo es” (Durkeim, 270). Formada por reglas que todos practican indistintamente recibe su autoridad de esa práctica generalizada y uniforme que la convierte en algo sobrehumano.

Por el contrario, la solidaridad orgánica es propia de las sociedades modernas. En estas la diferenciación funcional promovida por la división y especialización del trabajo cohonesta la promoción de los individuos y la dependencia de estos de la sociedad, concilia libertad individual y solidaridad social, de tal suerte que el desarrollo de la propia autonomía del individuo depende estrechamente de ese sistema de funciones interdependientes y complementarias que constituyen a las sociedades moderna. La solidaridad que de este tipo de sociedad resulta no deriva ahora, como en las sociedades primitivas, de la anulación de la conciencia individual sino de su afirmación y potenciación. Es decir, la solidaridad “se desenvuelve a medida que la personalidad individual se fortifica” (Durkeim, 270). Pero al mismo tiempo la propia moralidad de esas sociedades, que hace de la autonomía moral así como de los derechos y libertades individuales su eje central, exige el fortalecimiento de los vínculos que unen al individuo con la sociedad. Cuando el individuo se desinteresa por lo colectivo se encuentra perdido, siendo la ausencia de adhesión a las normas sociales un síntoma de la decadencia tanto de la sociedad como del individuo mismo. De ahí que la sociedad tenga que hacer valer su exterioridad y coerción sobre los individuos con el concurso de las instituciones públicas y el estado como garantes de de la cohesión social y de su propio orden moral, el cual debe inspirarse en los principios de justicia e igualdad consagrados en la tradición ilustrada.

No cabe duda de que buena parte de este valioso legado de Durkheim, que en cierto sentido había anticipado Stuart Mill, mantiene aún su vigencia[10]. Así pues, la solidaridad, aparte de virtud moral y expresión de un comportamiento individual íntegro, representa un requisito para el buen funcionamiento de la vida en común. Sin la cooperación de los individuos basada en la división del trabajo y en la interdependencia no se entiende la conformación del mundo social, tal como ya explicara Durkeim. Y aunque la tentación de comportarse de manera no solidaria prende muchas veces en cualquier empresa colectiva, lo cierto es que la actitud del “gorrón” -el free rider- produce pérdidas de eficiencia y eficacia en la realización de los objetivos que dan sentido a un determinado tipo de interacción colectiva amenazando a la larga su reproducción estable. La solidaridad, entendida como un compromiso con la promoción de bienes públicos y la protección de los intereses grupales que configuran un determinado modelo de sociedad, implica en primer lugar la existencia de normas de equidad -cumplir los propios deberes, asumir una parte justa de las cargas, rendir al máximo en pos de los objetivos comunes-; en segundo lugar, precisa relaciones de confianza y necesita en última instancia el establecimiento de mecanismos de control que disuadan y prevengan las violaciones de las propias normas (Baurmann, 105-106, 156).

Por otro lado, es claro que la solidaridad como rasgo de la acción colectiva supone identificación mutua, compartir determinados sentimientos o valores, cultivar un sentido de pertenencia a algo cuya preservación conlleva cierta densidad moral. Pero de ahí no cabe inferir que la solidaridad social sea algo privativo de las sociedades comunitaristas o, para expresarlo en la terminología de Durkheim, de aquellas que promocionan una solidaridad mecánica. Por el contrario, las sociedades liberales están en disposición de alentar otra clase de solidaridad más valiosa, ya que en ellas el factor decisivo de la “productividad social y moral” es la libertad. La libertad garantiza relaciones cooperativas pero en tanto estas son fruto de la autodeterminación y responsabilidad de los individuos, lo que posibilita a estos pertenecer a grupos sociales de su elección y modelar por si mismos el compromiso público y la responsabilidad social para el mantenimiento de las instituciones sociales (o.c., 251-258). Claro que esta clase de solidaridad –análoga a la solidaridad orgánica de Durkheim- demanda un marco de condiciones sociales que favorezca dicha cooperación autodeterminada y confiera protección a las personas frente al ejercicio arbitrario del poder y frente a quienes violen las normas. Es decir, la solidaridad en las sociedades liberales requiere que las relaciones de poder estén neutralizadas y que funcione un buen sistema de controles sociales que impidan la tentación no cooperativa del grupo más fuerte elevando los costes de la infracción (o.c., 202).


3.- EL PUNTO DE VISTA MORAL: LA SOLIDARIDAD, IMPERATIVO DE LA JUSTICIA DEMOCRÁTICA

Además de un hecho social, la solidaridad se proyecta, sobre todo, como una referencia normativa que contiene pautas morales, compromisos políticos y constricciones jurídicas e institucionales. De entrada, la solidaridad representa una forma de religatio con los destinatarios de la acción solidaria que implica responsabilización. Ya en el origen jurídico del término aparece dicho rasgo. Así en el derecho romano la solidaridad denota obligación compartida (in solidum”), individual y colectiva, que fuerza a cada uno y a todos a hacerse responsable del conjunto. En cierto sentido evoca el recurrente “uno para todos y todos para uno”. Desde un principio, pues, la solidaridad ha expresado esa disposición a contribuir al logro de los bienes comunes. Pero también esta religatio debe estar inducida por razones morales que animan a responsabilizarse también por el bienestar de aquellos otros que no pueden lograrlo por si mismos. Por tal razón, sin la presencia de ciertos componentes de voluntariedad y espontaneidad no cabe hablar propiamente de solidaridad. Y aunque el desarrollo de estructuras de solidaridad y la mismas “estatalización” del componente de fraternidad -el caso del “estado del bienestar”- han resultado cruciales para la aplicación de los principios de solidaridad, sin embargo la completa transferencia de la responsabilidad social de los individuos a agencias públicas o privadas ahoga la dimensión distintiva de la solidaridad en tanto que disposición personal al cultivo de actitudes y hábitos valiosos hacia la comunidad y hacia los otros. La solidaridad al igual que cualquier disposición virtuosa se puede e incluso se debe incentivar pero no se puede imponer ni tampoco subrogar[11].

Justamente este ingrediente moral de la solidaridad contradice esa clase de interpretaciones - actualizadas hace años por la “escuela de la elección racional”- que han presentado la cooperación solidaria como un subproducto del egoísmo o como una forma encubierta del mismo, de tal modo que aunque la misma se proyecte como un comportamiento generoso en el fondo está guiada por el interés propio[12]. Tampoco cabe identificar la solidaridad con formas de cooperación tan plausible como la reciprocidad[13] o el llamado “altruismo condicionado”[14] que se activan si se espera una respuesta de los otros. Y es que en el caso de la solidaridad - aunque no tiene por qué excluir el amor propio o la reciprocidad- lo que se aporta no está en función de lo que se obtiene y por tanto contribución y recompensa no son variables dependientes[15]. En este sentido hay comportamiento solidario cuando se contribuye al bien de la comunidad o se ayuda al que lo necesita por razones morales, es decir, por razones confesables y públicas que tienen un sesgo de universalidad e imparcialidad.

Así pues la solidaridad moral no se asocia a la identificación mutua, ni a un cierto sentido de pertenencia y ni siquiera a la reciprocidad sino que funda el reconocimiento, el respeto y la consideración que se debe a los otros en esa forma primordial del argumento moral que exige imaginarse a uno mismo en la situación de otras personas[16]. Claro que esa disposición personal a tener en cuenta la perspectiva de los demás o, dicho de otra manera, a “un cambio de roles” trae causa del principio de igualdad intrínseca gracias al cual atribuimos derechos universales y generales a todos los miembros de la especie. Es justamente el hecho de compartir propiedades relevantes lo que obliga a igual trato de unos hacia otros y a que los intereses de todos pesen lo mismo[17]. Lógicamente el despliegue de esta suerte de conciencia de especie fuerza a ampliar el círculo de quienes deben ser tenidos en cuenta, entendiendo que lo más plausible a tal fin es darles la palabra a los “afectados”sin producir exclusiones injustificadas. Estas razones han devenido a la postre un patrón básico e irrebasable de toda forma de justicia que convierte a la solidaridad en un imperativo de la llamada justicia democrática[18].

La justicia democrática, sensible sobre todo a las asimetrías de poder injustificadas, establece que las situaciones de dominación e injusticia más insoportables suelen padecerlas los que no poseen información, voz o ámbito donde esta resuene, en una palabra, los excluidos. Y es que la exclusión de otros, pasiva o activa, resulta un medio muy efectivo para mantener el poder y los privilegios. Por el contrario la inclusión asegura a las personas o grupos potencialmente afectados la oportunidad de influir en los procesos de decisión y en sus resultados y en consecuencia también la posibilidad de mitigar la injusticia que padecen[19]. En este sentido dimensión incluyente de la justicia y solidaridad moral se superponen. Unas veces los afectados, demandantes de esta “justicia solidaria”, son algunos de los “de dentro”, en concreto los más vulnerables, como por ejemplo las victimas de la violencia de género o terrorista, algunos ancianos, enfermos, niños, emigrantes y discapacitados; otras veces los afectados resultan ser muchos de “los de fuera”, personas de otras comunidades o miembros de otras razas y naciones. En unos casos los afectados serán las generaciones presentes pero en otros también las futuras, cuyas oportunidades mañana dependen de nuestras decisiones de hoy. El grado de decencia – quod decet, lo que es apropiado y corresponde- de nuestras complejas, plurales y superpobladas sociedades se prueba verificando el trato que estas dispensan a los que de uno u otra manera nos resultan extraños, desconocidos o invisibles. Éstos pueden estar a mucha distancia pero muchas veces son “prójimos extraños”, como esos trabajadores extranjeros que hacen el trabajo sucio en los países desarrollados sin que se les considere ciudadanos de los mismos, que dependen de nuestras instituciones aunque no pertenezcan a ellas[20].

Sin duda, la intensificación de la interdependencia ha contribuido de manera singular a trastocar los parámetros del principio de inclusión que emana de la justicia democrática. Los sesgos actuales de dicha interdependencia están metamorfoseando los propios contextos civilizatorios. Se diluyen las demarcaciones entre lo cercano y lo lejano, lo interno y lo externo, los nuestros y los otros, en la medida en que esa dependencia mutua, cada vez más complicada, funcional y extensiva acrecienta la presencia de y la acción hacia “prójimos distantes” bien geográficamente o bien en sus rasgos y condiciones. Consciente o inconscientemente, voluntaria o involuntariamente, las acciones de unos y otros, cuando procuran sus propios fines, repercuten para bien o para mal en muchas personas que se ignoran o desconocen por completo, generando una densa red de implicaciones que vinculan unos a otros de un modo más o menos causal. En relación con este fenómeno se ha producido, además, una concentración de los recursos de poder y un aumento del conocimiento de tal magnitud que paradójicamente tornan imponentes a sus usufructuarios pero a la vez impotentes e inermes ante determinados riesgos y amenazas. Lo cierto es que se multiplican y se hacen más complejas las relaciones causales en la producción de asimetrías de poder y desigualdades injustificadas, en la multiplicación de situaciones de vulnerabilidad, fragilidad, injusticia e inseguridad. Tan variado conjunto de circunstancias vinculadas al fenómeno de la interdependencia obliga a ampliar el dominio y la base social de la justicia y en concreto los contornos de una polity que debe estar informada y sometida a las pautas y constricciones de la justicia democrática (Young, 223-224).

Así pues el ámbito de la justicia democrática se hace difuso. No consiente a priori zonas de exclusión al despliegue práctico de sus requerimientos. De ahí que en la actualidad no sea congruente la puesta en práctica de sus criterios y de su métrica eludiendo las exigencias de la solidaridad y en particular el ethos cosmopolita de esta al que nos vamos a referir en el punto siguiente. Resulta, en consecuencia, contradictorio tomar como propio dicho patrón de justicia y al mismo tiempo configurar de modo selectivo, discriminatorio e interesado la agenda de la democracia, practicando una indiferencia deliberada hacia situaciones extraordinariamente dramáticas o volviendo invisibles determinados conflictos por el hecho de que la proyección pública de los mismos interfiera y distraiga la atención de otros escenarios. Por todo ello la solidaridad, tanto en su dimensión social como moral, es hoy en día un componente interno de una concepción básica y universalizable de la justicia y constituye un insumo imprescindible para retroalimentar la legitimación de los regimenes políticos de inspiración democrática.


4.- LA SOLIDARIDAD, VIRTUD POLÍTICA

Las razones expuestas arriba comprometen a los individuos y a las politeias democráticas en las que nos socializamos, con lo que resulta irresponsable obviar las demandas generadas por la solidaridad tanto en su dimensión social como moral. Así pues, si no se internalizan ciertas actitudes virtuosas y desarrollan en la interacción social comportamientos de corte solidario no existen, a mi juicio, garantías suficientes de que puedan reproducirse de manera estable nuestras valiosas sociedades democráticas.

Comenzaré con alguna precisión sobre la naturaleza de la virtud. Esta por lo común se suele identificar con la disposición a actuar conforme a la moral en determinadas circunstancias[21]. En concreto, para que haya virtud en el ámbito de lo político hace falta que las motivaciones e incentivos movilizadores de la acción de los individuos en la esfera pública sean congruentes con las razones que determinan el carácter valioso del estándar normativo de de una comunidad y que a su vez permiten calibrar la excelencia de sus prácticas (Brennan y Hamlin, 53, 55). A tal fin, lo primero es, por supuesto, poseer un buen sistema de normas que sea expresión de principios y bienes políticos básicos suficientemente acreditados. Afortunadamente hoy contamos con ello gracias al predicamento del constitucionalismo democrático y del estado de derecho cuyos principios de justicia y ética pública gozan de un reconocimiento universal. Pero además hace falta que la sociedad se tome en serio dicho sistema de normas y temple su aprecio al mismo, alzaprimando la congruencia político-moral y dando a entender con sus prácticas que la autenticidad de los individuos contribuye a una mejor autorrealización personal y colectiva. Finalmente, toda disposición virtuosa para ser tal tiene que incorporar un punto de incondicionalidad entre los factores que motivan los comportamientos, de tal manera que ciertas acciones - implicarse por ejemplo en una empresa solidaria- se consideren valiosas por sí mismas con independencia de sus costes y beneficios, de sus efectos y resultados.

Comparto igualmente el presupuesto aristotélico en origen de que toda buena política necesita de la virtud, es decir, requiere el cultivo de ciertas cualidades de carácter entre los ciudadanos que los equipe adecuadamente ya sea para participar en el buen gobierno de la interacción colectiva, ya sea para ejercer el control del mismo. Por lo demás, la experiencia prueba una y otra vez la correspondencia entre motivaciones/disposiciones personales y rendimiento institucional entendido este último como la maximización de bienes públicos y del bienestar de la inmensa mayoría. Como decía Sennet, “un régimen que no nutre a los seres humanos con razones profundas que les lleve a interesarse los unos por los otros no puede mantener por mucho tiempo la propia legitimidad”[22].

Contraviniendo la versión mas recurrente del liberalismo, Michael Baurmann en su interesante ensayo, El mercado de la virtud, elabora una cuidadosa argumentación en torno a la idea de que una sociedad liberal no puede favorecer sólo los intereses egoístas sino que debe fomentar un comportamiento moral genuino de acuerdo con las referencias normativas que justifican su carácter valioso y universalizable. “La moral y el sentido comunitario son elementos irrenunciables para la estabilidad de una sociedad liberal. A la larga, sus instituciones políticas y económicas no podrían funcionar si no llega a superarse, mediante la virtud de los ciudadanos, el abismo entre racionalidad individual y colectiva” (Baurmann, 45). La prosecución del interés privado no tiene porqué excluir la búsqueda del interés público. Es más la solidaridad como virtud política disuelve el “dilema del prisionero”, el cual amenaza la provisión de bienes públicos con la prevalencia de motivaciones y estructuras que favorecen el comportamiento del “gorrón”. Quien aprecie la sociedad liberal tendrá a veces que aparcar sus intereses particulares en beneficio del bien común o de aquellas otras personas necesitadas de ayuda. Un orden social secular como el liberal, por tanto no comunitarista, en el que ciertamente los individuos se mueven para dar satisfacción a sus propios intereses, que dispone de una economía eficiente y que gracias al constitucionalismo ha domado la dominación política, necesita también de un “mercado de la virtud”. Es decir, un orden liberal debe generar una demanda estable de personas virtuosas que contribuyan voluntariamente a la producción privada de bienes públicos y ejerzan como socios y colaboradores no tramposos de esa empresa de cooperación que es la democracia liberal (o.c., 55, 225).

Como ya dijera Hart, la estabilidad de una comunidad política y de su orden jurídico depende de que sus miembros adopten, un “punto de vista interno”, una motivación “intrínseca” a sus principios constitucionales, lo cual significa que aquellos tengan a estos como auténticas pautas de su comportamiento y adquieran un compromiso libre pero leal y decidido con las instituciones centrales instituidas para la creación de bienes públicos[23]. La virtud, además de convertirse en el cemento de un orden social en libertad, produce rendimientos políticos indudables, en primer lugar porque su práctica aumenta el crédito, la confianza y la legitimidad de la sociedad y sus instituciones y, en segundo lugar, porque su carácter ejemplar produce retornos políticos tangibles a aquellos agentes que en conexión con disposiciones de otra naturaleza también políticamente apreciables saben explotar estratégicamente dicho “capital moral”[24].


a) La solidaridad como patriotismo cívico

Partiendo del presupuesto de que hay que pensar los propios intereses en el contexto de un interés más amplio, la solidaridad como virtud política se manifiesta, en primer lugar, como disposición a participar en la producción o gestión de los bienes comunes cuyo mantenimiento requiere el concurso y la responsabilidad social de los ciudadanos. Desde un principio, la tradición del republicanismo ha sostenido que nadie puede alcanzar una vida plena sin alguna actividad política. Sin participación en la deliberación pública, capacidades como la de tener un juicio independiente sobre objetivos comunes o la de comprender los proyectos de los demás y ser imparciales respecto de nuestros propios intereses inmediatos permanecerán en suspenso. “Compartir el autogobierno” es, pues, requisito esencial para desarrollar algunas facultades humanas importantes. Sólo la libertad de la republica, insistía Maquiavelo, garantiza la libertad de cada uno. La participación en lo público resulta, pues, una experiencia crucial de solidaridad que estimula tanto la responsabilidad – hacerse cargo de las consecuencias de las propias acciones- como la responsabilización, en el sentido de que el cuidado de los otros resulte parte de la propia realización y su bienestar garantía del nuestro. Así, al tiempo que se desafía los supuestos de una recurrente antropología egoísta se anuda la idea del logro del bien humano con el buen gobierno[25].

Ahora bien el aprendizaje de la ciudadanía, incluso en nuestras complejas, plurales y globalizadas sociedades, se desarrolla por lo común sobre el terreno de comunidades políticas constituidas. Como expresión importante de la solidaridad social la ciudadanía se sustancia, antes que nada, en un compromiso con la forma de vida de una “republica” en particular que tenga a la democracia constitucional y representativa como modelo de “buen gobierno”y que desarrolle unos determinados “bienes públicos –denominados con acierto solidarity goods- segregando con ello un ideal básico y compartido de vida buena así como un sentimiento de lealtad a ese concreto orden político[26]. Esta solidaridad no se mantiene simplemente con el asentimiento de los ciudadanos a unos principios abstractos sino gracias al cultivo de una identidad propia y una lealtad que alientan en ellos una suerte de amor patriae[27]. Y es que esas referencias normativas de carácter universalizable, como por ejemplo las de la justicia democrática, tienen que anclarse en contextos determinados y resonar en la piel de sociedades y comunidades políticas concretas. Pero lo que distingue al patriotismo cívico es su capacidad de calibrar hasta que punto las ejecutorias comunitarias representan una forma integradora de auto comprensión colectiva sometiendo a escrutinio la congruencia de aquellas con las intuiciones democráticas y pautas constitucionales, el grado de respeto de las mismas a los derechos humanos y su sensibilidad frente a las prácticas de exclusión. Desde ese punto de vista nunca la afirmación patriótica puede ser a costa del principio de inclusión democrática[28]. En resumen, esta clase de patriotismo más que un credo o una forma de cultura resulta una experiencia de ciudadanía y altruismo que necesitan de la libertad de los otros además de la propia, puesto que donde arraiga el despotismo, la pretensión hegemónica o la insolidaridad no puede haber patria en sentido cívico[29].


b) El ethos cosmopolita de la virtud solidaria

Así como en su día fue la independencia la condición de la justicia, hoy en cierta medida es la interdependencia la que condiciona sobremanera el ámbito y alcance de la justicia democrática. Como ya hicimos notar en su momento, esta clase de justicia básica se ha visto forzada, a “salir al exterior”, a ser sensible a los imperativos de una solidaridad política, múltiple y cosmopolita[30]. En las circunstancias actuales practicar solidaridad hacia dentro e insolidaridad hacia fuera va resultando cada vez más difícil de justificar conforme a nuestros sin duda valiosos patrones de justicia. En un mundo tan interdependiente los muros no funcionan, las fronteras se difuminan, la pobreza e inseguridad de unos amenaza la riqueza y la inseguridad de otros. Con ello no estoy infiriendo de un modo simplista que la causa de la pobreza de los unos es la riqueza de los otros o que serán los más pobres los llamados a protagonizar en una reacción desesperada de protesta las acciones de inseguridad contra las confortables sociedades occidentales. Pero el hecho cierto es que peligros y amenazas de todo tipo, algunos vinculados a la injusticia y la pobreza en el mundo, se han vuelto también interdependientes y las consecuencias del mal social de ámbito trasnacional las sufrirán no unos pocos sino todos; entre otras razones porque algunas de sus manifestaciones se han convertido en pretexto de esa interdependencia maléfica cuya representación más desconcertante y terrible es el terrorismo global.

¿Cómo podemos paliar solidariamente los “males interdependientes” de hoy tales como el deterioro medioambiental, los alarmantes problemas alimenticios y demográficos, las pandemias e injusticias sangrantes por doquier? ¿Cómo podemos hacer frente a la proliferación de “poderes salvajes” (Ferrajoli) que además del terrorismo son entre otros el tráfico ilegal de personas, de armas y drogas o la pornografía en el ciberespacio? Frente a esos males los Estados con sus esquemas tradicionales resultan bastante impotentes, se muestran incapaces de implementar soluciones eficientes y comprensivas para atajar la vulnerabilidad creciente de nuestras sociedades. Por otro lado, y a pesar de que se va diluyendo progresivamente la distinción entre orden político interior y exterior, sin embargo, mientras que el orden político intraestatal de nuestras sociedades liberales está sometido a constricciones jurídicas y político-morales valiosas, el orden político transnacional goza todavía de una casi plena extraterritorialidad respecto de los patrones normativos que regimentan la vida social dentro de los confines del estado. La inobservancia del derecho internacional, la invocación interesada de los derechos humanos, las represalias selectivas amparadas en su incumplimiento y, por supuesto, la formación de alianzas incongruentes con los propios principios no son ya de recibo en un mundo globalizado en el que resuena por doquier la apelación a un patrón normativo universalizable basado en las resoluciones de las Naciones Unidas o en las invocaciones generalizadas a los derechos humanos y a la solidaridad que estos demandan[31].

Así las cosas, cualquier respuesta política a los grandes desafíos económicos, medioambientales o del terrorismo global difícilmente puede ignorar las exigencias de una justicia democrática cuyo ámbito se ha ampliado hasta el punto de solaparse en parte con una ineludible y adecuada política de cooperación y ayuda al desarrollo. En buena medida la eficacia de la acción solidaria en la esfera global pasa hoy por reforzar la democracia como modelo de “buen gobierno” de la interdependencia. Sin duda la cuestión social y por supuesto la cooperación al desarrollo se han hecho cada vez más política. En muchos países el déficit social no viene determinado tanto por sus carencias absolutas ni por faltas de recursos sino por los problemas de gobernabilidad, legitimidad y fragilidad de unas instituciones con una mayor exposición a riesgos externos. En una palabra, el desarrollo de la solidaridad va vinculado a la universalización de un espacio cívico y «entrecruzado» de libertad e igualdad gracias a la extensión de la ciudadanía democrática y a la multiplicación de comunidades políticas viables económicamente en las que impere el estado de derecho y la aplicación adecuada de principios de representación. La pulsión transfronteriza de la solidaridad le hace huir del particularismo y proyectar como su horizonte utópico un universalismo de especie en virtud del cual todos habitamos un mismo espacio cuyo límite físico es el mundo y cuya frontera moral la humanidad.

Para el despliegue de estos nuevos retos existen algunos islotes de institucionalidad tales como la Carta de Derechos Humanos de Naciones Unidas, el Tribunal, Penal Internacional o los procesos de integración regional abocados a medio plazo a intensificar la interacción comercial y a afrontar flujos migratorios con un sesgo más solidario. Pero la verdad es que no existe una verdadera alternativa de gobernanza para un horizonte cosmopolita, entre otras cosas por la ausencia de una teoría política, democrática y constitucional, suficientemente sofisticada y viable para la escala global y el ámbito supra-estatal[32]. Y como ocurre a menudo, la falta de modelos solventes alienta respuestas simples, insuficientes o anacrónicas. En cualquier caso y dado su limitado desarrollo, la institucionalidad solidaria en el ámbito global sólo dejará de ser un proyecto utópico en la medida en que se intensifique paso a paso “el internacionalismo democrático y solidario desde abajo”, lo que sin duda forzará a los Estados a no eludir la dimensión transnacional de sus compromisos y el carácter multilateral de aquellos[33]. Y es que la solidaridad es, ante todo, una virtud de los ciudadanos, una disposición de los mismos a una vida civil más activa, a una mayor presencia en la "polis" y en redes asociativas a través de cuyos programas de cooperación externa canalizan su contribución efectiva al desarrollo del ethos cosmopolita de la solidaridad. De este modo los ciudadanos demuestran su aprecio y congruencia con las pautas de esa concepción básica de la justicia democrática que además de retroalimentar la legitimidad y estabilidad de las sociedades libres ayuda a defenderlas de sus enemigos[34].


5.- LA DIMENSIÓN INSTITUCIONAL DE LA SOLIDARIDAD

a) Lógica Institucional y economía de la virtud

Dado el elemento de espontaneidad y voluntariedad consustancial a la solidaridad es claro que esta, al igual que otras virtudes, no se puede imponer. Pero tampoco basta con que la sociedad inculque determinados valores con la intención de promover en las personas y grupos inclinaciones solidarias. Normalmente el funcionamiento de la solidaridad en tanto que componente de la acción colectiva va vinculado al desarrollo de determinadas estructuras (normas, diseños institucionales, asociaciones, tipos de aprendizaje) y a la producción de ciertos resultados – por ejemplo, el “estado del bienestar”-. En ese sentido y dada su preeminencia, corresponde a la comunidad política una especial responsabilidad a la hora de crear condiciones que predispongan a los individuos a participar en actividades y empresas solidarias, incentiven la aparición de esas disposiciones virtuosas o penalicen en su caso ciertas omisiones. Por eso en este último punto vamos a fijar la atención en la relación que guardan las motivaciones y actitudes solidarias con los desarrollos institucionales, argumentando que la solidaridad como virtud se retroalimenta o bien se diluye dependiendo en parte del perfil y el sesgo de los diseños institucionales así como de los contextos en el que los mismos se desenvuelven (Brennan y Hamlin, 66).

El supuesto de partida es que en la naturaleza humana hay una heterogeneidad de motivaciones y disposiciones y en consecuencia las de signo moral se mezclan con muchas otras de distinta o contrapuesta orientación. Ya decía Stuart Mill que todo el mundo tiene intereses altruistas y egoístas[35]. Muchas veces reclamamos la satisfacción de nuestros intereses propios y al tiempo asentimos a iniciativas solidarias en principio incompatibles con el logro de aquellos. Por esa razón la virtud de la solidaridad resulta un bien escaso; y de ahí que el “mercado de la virtud solidaria” demande ciertas condiciones institucionales que actúen como una “verdadera mano invisible” para promocionar comportamientos solidarios y contribuir a economizar virtud. Así pues diseñando estructuras institucionales adecuadas y seleccionando los agentes mas apropiados para un determinado role no sólo se incentivan los hábitos virtuosos sino que también se rebaja el coste de los mismos, algo imprescindible si atendemos a la economía real, no a la imaginaria, de la virtud (Brennan y Hamlin, 58).

Como hipótesis general sostengo que estructuras de solidaridad y motivaciones/actitudes solidarias se retroalimentan: las primeras estimulan la aparición de las segundas y estas estabilizan la calidad de aquellas. Por un lado, las instituciones – muy especialmente las políticas dada su preeminencia en la interacción social- están concebidas para modelar pautas y cursos de acción deseados así como un marco determinado de constricciones normativas[36]. Así por ejemplo, los actores políticos más relevantes se ven impelidos normalmente a promocionar razones consistentes con el marco normativo compartido y con las prerrogativas que este asigna. Por tanto, la estructura de incentivos institucionales suele modelar situaciones y expectativas e incluso puede llegar a determinar el sesgo egoísta o solidario de los cálculos de utilidad[37]. Pero por otro lado la experiencia también prueba que la simple reproducción institucional no actúa como mecanismo de autorregulación del “capital moral” y de los hábitos virtuosos necesarios para sostener la calidad que demanda un modelo plausible de sociedad como el de sociedad democrática por ejemplo. Al contrario, hay cierta entropía en la práctica institucional, en el sentido en que suele producirse una pérdida de la energía moral originaria de aquellas instituciones constitutivamente valiosas. Es más, si afloja la implicación virtuosa de los ciudadanos, si disminuye el numero de personas con disposiciones solidarias o dispuestas a desplegar su integridad moral en la arena pública tomando auge por contra las estrategias egoístas y si como consecuencia de todo ello el efecto contagio desincentiva el compromiso de las restantes personas, entonces los bienes públicos de una sociedad experimentan deterioro y sus patrones normativos pierden lozanía, pujanza y vigor. A la postre las disposiciones predominantes en los individuos terminan siendo un indicador fiable del éxito o fracaso de los diseños institucionales de referencia.


b) La concurrencia de estado y sociedad en la institucionalización de la solidaridad

El conjunto de razones expuestas en el trascurso de estas reflexiones avalan la idea de que la solidaridad es cosa de todos y cada uno. Es decir, la solidaridad como disposición a impulsar bienes públicos y la ayuda a terceros en determinadas circunstancias resulta a un tiempo responsabilidad de la comunidad política, virtud individual e iniciativa de la sociedad. Por tanto ni cabe “estatalizar” la solidaridad ni tampoco encomendar su destino exclusivamente a la iniciativa societaria y a los buenos sentimientos de las personas particulares. Ya dijimos más arriba que las condiciones del mundo actual no permiten disociar la solidaridad de la justicia, a no ser al precio de que aquella se vuelva evanescente como virtud pública. Por eso desde un punto de vista normativo no procede contraponer solidaridad estatal y solidaridad de la sociedad civil. No vale recelar de los rendimientos de la primera, ya sea porque se piensa que la iniciativa de la solidaridad corresponde a la sociedad civil y su estructuración a las asociaciones voluntarias de cooperación, al llamado ”tercer sector”, ya sea porque, como en la hipótesis comunitarista, sociedad civil y estado se confunden al servicio de una solidaridad tribal que no sirve a una razón de justicia universalizable sino que se nutre y estructura a partir de un sentido de pertenencia a un grupo particular [38].

Así pues, y dado que muchas de las demandas de la solidaridad se han convertido en bienes públicos, la responsabilidad del estado resulta ingente, pero sin que tal cosa justifique la demasía delegativa que con demasiada frecuencia acompaña a la acción estatal tendiendo a desresponsabilizar a los ciudadanos. La responsabilidad de estos se ejerce, en primer lugar, como control político, recurso ciudadano intransferible que si funciona adecuadamente permite fiscalizar las iniciativas del estado, evaluar su ejecución y resultados e incluso condicionar la oferta de los gobiernos en este y otros campos. Pero también la corresponsabilización ciudadana en la actividad solidaria se desarrolla en la promoción de asociaciones cívicas altruistas, las cuales expanden hábitos solidarios y contribuyen a realizar los objetivos colectivos de solidaridad interactuando con el estado como agentes de intervención social (Funes, 182) En resumen, el altruismo se canaliza y estructura sobre dos pilares: una institucionalidad estatal consecuente con sus principios de justicia democrática y una red de asociaciones voluntarias que tienen inspiración y aspiración solidarias, deseos y capacidades para promocionar y gestionar no sólo la ayuda a otros sino también determinados bienes públicos (Giner y Sarasa, 15).

Ciertamente la disposición altruista, al igual que ocurre con la cooperación o la confianza mutua, se aprende normalmente en el seno de la comunidad y en pequeños grupos. Dichas disposiciones se desarrollan adecuada y establemente si prende en las sociedades un tejido asociativo rico y denso. Es más, si este no existe o bien no cuaja, el propio entramado institucional destinado a promover la solidaridad se desvitaliza y se vuelve irreformable[39]. Ahora bien, el que la participación voluntaria en organizaciones no gubernamentales constituya un recurso importante para el desarrollo de hábitos y proyectos solidarios no permite sentenciar que el destino de la nueva fraternidad es apolítico, antipolítico o simplemente impolítico. A menudo se llega a esa conclusión cuando se extrapola indebidamente el alcance de las disfuncionalidades y patologías del estado. Entonces se alienta la idea de que para la acción solidaria es la sociedad civil el ámbito alternativo al estado, correspondiendo al asociacionismo voluntario la primacía en la promoción y gestión de la solidaridad, protagonismo que, como se sabe, los antiguos otorgaban a la política[40].

Para situar las cosas en sus justos y reales términos hay que huir de una visión angelical del asociacionismo voluntario, al que, bueno es recordarlo, ni por principio ni para siempre acompaña el impulso ético. Los grupos de intención solidaria no son inmunes a derivas viciosas como por ejemplo mutar en autoreferenciales, corporativos, dependientes o manipulables, defectos que solemos imputar, muchas veces con razón, a otras agencias y ámbitos de la interacción social. Por otra parte, el indudable “capital social” de una densa red de asociaciones voluntarias, cuya contribución al desarrollo de la solidaridad y prestación de servicios sociales resulta hoy imprescindible, maximiza su rendimiento en el marco de un estado fuerte y democrático a fuer de inclusivo. Y es que la actividad civil no puede suplir las funciones de una institucionalidad estatal regida por principios de justicia democrática. La dotación de su autoridad, sus recursos de poder, su capacidad tanto de constricción y regulación como de centralización y coordinación, su propia escala y ámbito, en una palabra, el potencial de eficacia y legitimidad de las instituciones políticas resultan al respecto insustituibles. La dispersión y diversidad de las asociaciones altruistas o el resultado inevitablemente asimétrico de la agregación de iniciativas voluntarias de ciudadanos no pueden reemplazar la responsabilidad preeminente de la comunidad política democrática –el estado- en el establecimiento de estructuras de solidaridad y en la implementación de principios o programas de solidaridad. Esto se hace aún más patente a la hora de responder a situaciones de severa necesidad sobrevenida o atender de manera global, comprensiva y sostenida a los individuos y grupos más desfavorecidos –“invisibles” unas veces y “sin voz” otras- ya sea a la hora de emprender políticas redistributivas o garantizar la provisión de bienes y servicios públicos fundamentales que contrarresten los efectos insolidarios de la acción de otros poderes como por ejemplo el poder económico (Young, 186, 190-191). A la postre será la orientación más o menos inclusiva y sensible a los requerimientos de la justicia democrática de la acción del estado la que determine el sentido de la interacción entre asociacionismo altruista y comunidad política y pruebe en la práctica si el sesgo de dicha interacción responde a estrategias de colaboración o de recelo (Funes,189,225).

En resumidas cuentas, el destino de la solidaridad no pasa ni por “funcionarizarla”ni tampoco por transferirla al llamado “tercer sector”. El estado debe preservar y desarrollar de modo apropiado el protagonismo que le corresponde, pero no por ello los ciudadanos tienen que subrogar en aquel sus propias e intransferibles responsabilidades, ni tampoco tiene que declinar la contribución del asociacionismo altruista a la provisión pluralista y concurrente de servicios públicos y de estructuras de solidaridad. Más bien al contrario, una sinergia de cooperación y explotación exitosa de todas las capacidades y recursos orientados a tal fin darán como resultado una politeya mixta en la que el cultivo de la virtud de la solidaridad rescate el sentido originario de una fraternidad política y democrática (Giner 1996).




Ramón Vargas-Machuca Ortega
Universidad de Cádiz
BIBLIOGRAFÍA

Baurmann, M. (1998), El mercado de la virtud. Moral y responsabilidad social en la sociedad liberal, Barcelona, Gedisa.
Béjar, H. (2001), El mal samaritano. El altruismo en tiempos de escepticismo, Barcelona: Anagrama.
Brenann, G. y A. Hamlin (2000), Democratic Devices and Desires, Cambridge University Press.
Doménech, A. (2004), El eclipse de la fraternidad, Barcelona, Crítica.
Durkheim, E. (1982), La división del trabajo social, Madrid, Akal.
Funes, M. J. (1995), La ilusión solidaria. Las organizaciones altruistas como actores sociales en los regímenes democráticos, Madrid, Universidad Nacional de Educación a Distancia.
Gargarella, R. y Ovejero, comps. (2001), Razones para el socialismo, Barcelona, Paidós.
Giner, S. (1996), “Altruismo y politeya democrática”, en J. Rubio Carracedo y J.M. Rosales (comps.), La democracia de los ciudadanos (Contrastes, I), Universidad de Málaga, pp. 259-282.
Giner, S. y S. Sarasa (1996), “Filantropía y política”, en Claves de razón practica, nº 62,
pp. 8-15.
Gooding, R. (1995), “The State as a Moral Agent”, en Utilitarianism as A Public Philosophy, Cambridge University Press.
Passy, F. (1998), L’ Action Altruista, Ginebra, Librairie Droz.
Sebastián, L. de (2002), Guardián de mi hermano. La solidaridad, Barcelona, Crítica.
Stjerno, S. (2004), Solidarity in Europe. The History of an Idea, Cambridge University Press.
Young, I. M. (2000), Inclusión and Democracy, Oxford University Press.
[1] Camps, V (1990), Virtudes Públicas, Madrid, Espasa Calpe, p. 36
[2] Un "bien público, dice Dennis Mueller, es aquel que debe ser provisto en cantidades iguales a todos los miembros de la comunidad....Un autentico bien público tiene dos rasgos relevantes: su suministro solidario y la imposibilidad de excluir a los otros de su consumo..." (Mueller, D.,1993, Public choice II, Cambridge, Cambridge University Press, p. 11).
[3] Ozoud, M.. (1989), “Fraternidad”, en Furet, F. y M. Ozouf (eds.), Diccionario de la revolución francesa, Madrid, Alianza Editorial, p 597.
[4] De todas formas no creo que la continuidad entre las concepciones políticas de la fraternidad de los “pobres libres” de la democracia plebeya de la Antigüedad y la de los republicanos “modernos” de 1789 sea tan contundente como cabe deducir de la explicación de Domènech (Domènech, 60).
[5] Ozouf, “Fraternidad”, p. 596.

[6] Agradezco en este punto las sugerencias de mi colega José Luis Rodríguez Sández desarrolladas en un interesante ensayo sobre Durkheim, lamentablemente inédito, gracias al cual me percaté de la extraordinaria vigencia de las reflexiones del sociólogo francés sobre la solidaridad.
[7] Putnam, R. D. (2002), Solo en la bolera. Colapso y resurgimiento de la comunidad Norteamérica, Barcelona, Galaxia Gutemberg, p. 515.
[8] En el párrafo final del prefacio a la primera edición de La división del trabajo social (1893), primero de sus escritos principales, afirma Durkheim que el problema que pretende resolver es “el de las relaciones de la personalidad individual y de la solidaridad social. ¿Cómo es posible, continúa diciendo Durkheim, que, al mismo tiempo que se hace más autónomo, dependa el individuo más estrechamente de la sociedad? ¿Cómo puede ser a la vez más personal y más solidario?; pues es indudable que esos dos movimientos, por contradictorios que parezcan, paralelamente se persiguen. Tal es el problema que nos hemos planteado. Nos ha parecido que lo que resuelve esta aparente antinomia es una transformación de la solidaridad social debida al desenvolvimiento cada vez más considerable de la división del trabajo. He aquí como hemos sido llevados a hacer de esta última el objeto de nuestro estudio.” (Durkheim, 45-46).
[9] Durkheim, E (1985), El suicidio, Madrid, Akal. Se trata de una obra pionera para los estudios científicos sobre los efectos de la cohesión social para la salud mental. En ella sostiene Durkheim que la autodestrucción es la consecuencia de la falta de integración de una persona en la sociedad, o sea, de la ausencia de vínculos de solidaridad.
[10] Mougan, C. (2003), “Liberalismo y Perfeccionismo”, Er, Revista de Filosofía, nº 32, pp. 187-216. También en “Dos visiones sobre el papel educador del estado: Mill y Durkheim” (en prensa) Mougán ha profundizado en los argumentos de Stuart Mill y Durkheim acerca de la importancia de la práctica de la solidaridad cívico-comunitaria para el desarrollo armónico de la sociedad y los individuos.
[11] Giner, S. (1995), “El altruismo asociativo en la Sociedad Civil. A modo de Prefacio”, en Funes, 16-17.
[12] Véase el comentario crítico de Amartya Sen (1977) sobre la hipótesis de que el estricto auto-interés constituya el motivo único de los comportamientos en la interacción humana (“Rational Fools: A Critique of the Behavioral Foundations of Economics Theory”, Philosophy and Public Affaire, vol. 6, pp. 317-44. Un resumen de distintas interpretaciones del altruismo en Piliavin, J. A. y H. Charng, “Altruism: a review of recent theory and research”, en Annual Review of Sociology, 1990, pp. 27-65.
[13] Gutmann, A. y Thompson, D (1996), Democracy and disagreement, Cambridge (Mass.), Harvard University Press, cap. 2. Para estos autores la reciprocidad -desde luego no como el trueque del do ut des sino como cooperación fundada en buenas razones mutuamente aceptables- constituye uno requisito de la democracia deliberativa junto con la publicidad y la disposición a responder (accountability).
[14] Dagger, R (1997), Civic Virtues, Oxford University Press, pp. 112-116. Dagger entiende que la solidaridad debe estar condicionada a la disposición a cooperar de los otros.
[15] Cohen, G. A (2001)., “Vuelta a los principios socialistas”, en Gargarella, R. y Ovejero (comps.), Razones para el socialismo, p. 163.
[16] Nagel, Th. (1978,), The Possibility of Altruism, Princeton, Princeton University Press, p. 145.
[17] Dahl, R. (1989), Democracy and its critics, New Haven, Yale University Press, p. 105.
[18] Shapiro, I. (1999), Democratic Justice, New Haven, Yale University Press, pp. 37-38.
[19] Young 2000; D. Rae (1988), "Knowing Power", en Power, Inequality, and Democratic Politics:Essays in Honor of Robert Dahl, Boulder, Westview Press, p. 34.
[20] La categoría de “prójimos extraños” en Béjar (2001), p.14. La relación entre solidaridad, justicia y decencia en Margalit, A. (1997), La sociedad decente, Barcelona, Paidós, p. 211. En general la relación entre solidaridad y extranjeros en Dean, J (1994), Solidarityof Strangers, Berkeley, University of California Press.
[21] A pesar del resurgimiento de la ética de la virtud no ha habido consenso generalizado sobre la definición de virtud. Véase en ese sentido: Geach, P. (1977), The Virtues, Cambridge University Press; MacIntyre, A. (1988), Tras la virtud, Barcelona, Crítica; Camps, Virtudes Públicas, cap. I.
[22] Sennet, R. (1999), The Corrosion of Caracter, Nueva York, Norton, p. 148.
[23] Hart, H. L. A (1961), The concept of Law, Oxford University Press, pp. 77 y ss.
[24] J. Kane (2001) ha desarrollado la idea de “capital moral” para referirse al rendimiento político de la virtud en The Politics of Moral Capital, Cambridge University Press. De este modo el “capital moral” se añade a esa estirpe de expresiones, por lo demás muy exitosas, tales como capital humano, capital intelectual o capital social, las cuales evocan disposiciones y capacidades que además de valiosas por sí mismas devienen también recursos para fines sociales, políticos o económicos.
[25] F. Ovejero, J. L. Martí y R. Gargarella (2004), “Introducción. La alternativa republicana.”, en F. Ovejero, J. L. Martí y R. Gargarella (comps.), Nuevas ideas republicanas. Autogobierno y libertad, Barcelona, Paidós, pp. 11-73.
[26] C. Sunstein (2001), repulicanism.com, Princeton University Press, pp. 38, 93.
[27] C. Laborde (2002), “From Constitutional to Civic Patriotism”, British Journal of Political Science, nº 32, p. 602.
[28] O.c., pp. 606, 609.
[29] Viroli, M. (1999), Republicanesimo, Roma-Bari, Laterza, p. 80; Laborde, “From Constitutional to Civic Patriotism”, p. 600.
[30] R. Falk (1994), “The making of global citizenship”, en B. Van Steenbergen (ed.), The Condition of Citizenship, Londres, Sage.
[31] D. Beetham (1998), “Human Rights as a Model for Cosmopolitian Democracy”, en Archibugi, D., D. Held y M. Köhler (eds.), Re-imagining Political Community, Cambridge, Polity Press, p. 68.
[32] J. Grugel (2003), “Democratization Studies: Citizenships, Globalization and Governance”, Government and Opposition, vol. 38, nº 2, pp.238-263; C. Pinelli (2002), “Political Accountability and Global Marquets”, European Review of Public Law, vol. 9, nº 4, p. 1340.
[33] Gilbert, A..(1999), Must Global Politics Constrain Democracy, Princeton University press, pp. 218-220.
[34] El 12 de septiembre del 2004 se celebró en Roma el Dia de la Interdependencia, evento que trata de convertirse en anual y cuya primera edición tuvo lugar el año anterior en Filadelfia, ciudad cargada de simbolismo en tanto que cuna de la Constitución Norteamérica. Al final de la multitudinaria concentración de Roma se dio lectura al siguiente Manifiesto que arrancaba con el evocador “We the people”: “Nosotros el pueblo de todo el mundo, nos hemos reunido aquí para declarar nuestra interdependencia como individuos y como miembros de distintas comunidades y naciones. Nos proclamamos ciudadanos del Mundo, de un mundo cívico y civilizado. Sin perjuicio de los bienes e intereses de nuestras naciones y regiones, reconocemos nuestra responsabilidad sobre los bienes comunes y las libertades de la humanidad como un todo. Nos comprometemos a trabajar directamente y a través de nuestras propias naciones y comunidades de las que somos ciudadanos para garantizar la justicia e igualdad de todas las personas del planeta sobre la base firme de los derechos humanos, para forjar un medioambiente global seguro y sostenible para todos, condición además de la supervivencia de la especie, para ofrecer a los niños, esperanza de nuestro futuro común, una protección y atención especial sobre todo en salud y educación, para establecer formas de gobernanza global basadas en los principios de legalidad y democracia, a través de las cuales podamos asegurar nuestros derechos, realizar nuestros objetivos comunes en tanto que humanos y crear espacios libres en los que florezcan nuestras diferentes identidades religiosas, étnicas o culturales y a la vez sean protegidos el igual valor y dignidad de cada una de nuestras vidas frente a toda clase de hegemonía política, económica y cultural” (http://www.civworld.org/declaration.cfm).
[35] “Considerations on Representative Government”, en Mill, J. S. (1991), On Liberty and Other Essays, Oxford University Press, p. 296.
[36] Rothestein, B. (1998), Just Institutions Matter. The moral and Political Logic of the Universal Welfare,Cambridge University Press. Adopto aquí un punto de vista que se aproxima metodológicamente hablando a ciertos aspectos del “neoinstitucionalismo”(North, D., 1990, Institutions, Institucional Change and Economic Performance, Cambridge University Press).
[37] Michael Baurman distingue entre “maximizadores de utilidad disposicional”- personalidades morales y solidarias- y “maximizadores situacionales de utilidad”- el racionalista egoísta tipo homo oeconomicus- (Baurmann, 74-75, 218 y ss.). Amartya Sen (1992) ha diferenciado también entre función de utilidad orientada a los bienes colectivos y función de utilidad orientada al interés individual y particular (Inequality Reexamined, Cambridge, Mass., Harvard University Press).
[38] Etzioni, A ed. (1996), New communitarian thinking: persons, virtues, institutions, and communities, Charlottesville, University Press of Virginia..
[39] Boix, C. y D. Posner(2000), “Capital social y democracia”, Revista Española de Ciencia Política, vol. 1, nº 2, pp.159- 185.
[40] Bejar, 171. Paul Hirst (1997) ha desarrollado un modelo de “democracia asociativa” según el cual una sociedad gobernada de "abajo hacia arriba" por medio de una confederación de organizaciones voluntarias de autogestión sin fines de lucro puede producir una gobernabilidad más eficiente y menos costosa (From statism to pluralism, Londres, University College Press).