Saturday, March 03, 2007

La ironía en la sonrisa de Maquiavelo. Comentario a Rafael del Águila y Sandra Chaparro, La república de Maquiavelo, Madrid, Tecnos, 2006.



Por Ramón Vargas-Machuca


No hace mucho Mauricio Viroli, estudioso de la tradición republicana, publicaba un ensayo titulado “Il sorriso di Niccolò”. No es la primera vez que la enigmática sonrisa del retrato de Maquiavelo conservado en el Palazzo Vechio de Florencia inspira a los intérpretes. “Su sonrisa manda”, reconoce también el libro que vamos a comentar (p. 250). Y no porque avale hipótesis alguna sino porque la ambivalente ironía de dicha sonrisa estimula la curiosidad por la apasionante personalidad del florentino. La república de Maquiavelo es una invitación indeclinable a entrar a fondo en la obra de éste. Describe y contagia la atracción de un pensamiento que “sacude, no deja respiro, ni resquicio, que no nos dejará escapar” (p. 272). Maquiavelo es un autor difícil con frecuencia sepultado bajo un alud de interpretaciones.

De ahí el primer empeño de este libro: liberarle de los muchos prejuicios que rodean su figura. Para ello se establece desde el comienzo una fértil distinción entre maquiavelismo y análisis maquiaveliano. Frente al recetario de sentencias que tanto han aventado maquiavélicos o antimaquiavélicos y que hace decir a Maquiavelo lo que no dice , el libro representa un ejercicio ejemplar de análisis maquiaveliano. En él resuena la voz de Maquiavelo, el eco de sus preocupaciones, las paradojas irrebasables de la política tal como aquél las hizo emerger. No pretende hacer sistemático a un autor que no lo es. No propugna una tesis, porque no puede haberla, tratándose de un creador de categorías que casi siempre despliega su pensamiento como un abanico de posibilidades polémicas. Justamente esta disposición de los autores a dejar hablar a Maquiavelo marca el estilo intelectual de un trabajo que, en cierta medida, continúa una reflexión sobre la naturaleza de la política emprendida con anterioridad por Rafael del Águila. Pero esta vez de la mano de la historiadora Sandra Chaparro y en diálogo con el florentino. El resultado es una mezcla atinada de erudición e inteligencia, clave del indudable acierto de esta obra.


Maquiavelo es considerado el fundador de la ciencia política moderna y, por tanto, la analogía con Galileo resulta obligada. El galileismo de Maquiavelo se muestra en su obstinación por la verità effettuale della cosa: necesidad de ir a los hechos mismos para analizar los distintos elementos que componen la realidad y sus relaciones, fijarlos en conceptos y descubrir las leyes que rigen el mundo. La ciencia, escribía Galileo a Cristina de Lorena, no trata de explicar a la gente cómo se va al cielo, sino cómo funciona éste gracias a los datos suministrados por la reflexión, la historia y la experiencia, (p. 170). Desde la perspectiva de Maquiavelo la reflexión realista y la racionalidad sirven, además, para disciplinar al sujeto de la acción permitiéndole afrontar los hechos con inteligencia y voluntad.

Y sin embargo, el pensamiento humanista del Renacimiento experimenta como un gran enigma la presencia de lo no calculable, de lo desconocido y hermético. Algo que escapa al control humano y a la ley de la ciencia y donde se entrelaza destino y contingencia, azar inopinado y arbitrariedad. Por eso y a partir de un recorrido histórico y contextual, el libro ilustra al lector sobre el relieve maquiaveliano de la Fortuna (c. VIII). Incluso los favorecidos por ésta deberían saber que la dicha proporcionada por “dama tan poco complaciente y despiadada” dura poco. La presencia ineludible de la Fortuna atempera la confianza de Maquiavelo en la virtù, mezcla de inteligencia, coraje y habilidad, con la que recomienda hacerle frente. Y es que las posibilidades de encauzar río tan impetuoso son limitadas. Los aspectos inarmónicos y el cambio continuo constituyen variables cruciales de la acción política. Por tanto, no valen los caminos trillados ni los tópicos. Tampoco existen garantías de tener éxito. Claro que con esta mirada nunca podría Maquiavelo desembocar en ese ingenuo cientifismo que siglos después exhibieron los ingenieros sociales del XIX con su divisa de “saber para prever y prever para poder” (Comte). Sí se subraya en el libro otra singularidad del “saber político” de Maquiavelo: el punto de vista del observador no puede ser ajeno al del participante, de tal manera que a quienes se atreven a pensar la política con él les fuerza a reproducir la experiencia de los que toman las decisiones.



La naturaleza de la política

Para Maquiavelo la raíz de la política hay que buscarla en la falta de armonía. Aun contradiciendo antecedentes tan preclaros en la tradición humanista y republicana como Cicerón y su aspiración a una concordia ordinum, piensa que el conflicto tiene un aspecto creativo y lleva asociados beneficios tales como el pluralismo de grupos, la circulación de las élites y la discusión, sin los cuales no se producirían las reformas necesarias para la salud, estabilidad e independencia de la república y sus ciudadanos. Pero el conflicto tiene su lado oscuro. Muchas veces se vuelve ya intratable, desemboca en guerra civil, en la negación y exterminio del adversario (p. 233). A su juicio, sólo el uso del poder a través de la acción política permite encauzar los conflictos, transformarlos en oportunidades para una vida en común digna, libre, segura y justa. El poder uncido a la acción política desarrolla su dinamismo -“dimensión de agencia” en la jerga actual-. El poder no sólo se tiene sino que se ejerce, y es la actividad política la que da poder a unos y desapodera a otros. La centralidad de la acción resulta clave en el universo de Maquiavelo. Lo importante no es creer que otro mundo es posible, sino tener capacidad talento y voluntad para crearlo (p. 267). Por eso en política quien sólo alardea de creer está mostrando su impotencia. He ahí la almendra de la política según Maquiavelo. Y también el iter argumental de este libro, que sigue con puntillosa fidelidad los meandros de la ambivalente y a veces tortuosa reflexión de aquél.

Los protagonistas de la acción y los titulares del poder acaparan buena parte de la atención de Maquiavelo, a quien interesan más los sujetos de la política que su sede. Éstos se personifican en las figuras del príncipe nuevo, el fundador y el ciudadano republicano. Sin duda la figura del príncipe representa un modelo de acción política asociado al pensamiento de Maquiavelo. El príncipe busca el mantenimiento de un poder autónomo, garantía de su seguridad y de la obediencia de sus súbditos en el contexto de una comunidad bien ordenada. También pretende la gloria como recompensa a una buena gobernanza. Para ello necesita el uso apropiado de medios que se calibran por su eficacia (c. III). Pero aun encarnando la figura del príncipe un modelo de acción estratégica, su relevancia depende del vínculo con los otros dos arquetipos maquiavelianos de la acción: el fundador y el ciudadano, que portan aspiraciones políticamente valiosas por si mismo y con carga legitimante y que se condensan en el vivere civile e libero. Este ideal en su modelo de referencia, la antigua República romana, se sustanciaba en liberar a Italia de los bárbaros, eliminar la dependencia y crear un orden político estable y no corrupto. Subraya el libro que precisamente la relación príncipe nuevo/fundador quiebra ese prejuicio del maquiavelismo según el cual los objetivos del gobernante se ciñen exclusivamente a su propia supervivencia.

Los fundadores constituyen para Maquiavelo los grandes ejemplos. Y “la fundación”, ese gran momento en el que se crea un nuevo orden, a partir de una materia amorfa en estado de anomia histórica que logra transformarse en cuerpo político, en regla recta, leyes, e instituciones (c.V). Esta nueva realidad política sobrevivirá al fundador. Entre otras razones, por su ejemplaridad. Gracias al acopio de virtù de aquél y a ser admirado y emulado, se desactiva la corrupción anterior; se crean nuevos hábitos acordes con el orden político inaugurado; se instauran espacios políticos generadores de un modo de vida libre que antepone el bien común a cualquier otro interés y dan lugar a ciudadanos orgullosos de su pertenencia a la comunidad política por encima de su sentimiento faccional o sus intereses egoístas.

Tras su muerte, los fundadores transfieren su poder a los ciudadanos para que éstos den continuidad al nuevo orden y garanticen su integridad y libertad política. A tal fin deben hacer suya la virtù del fundador y la forma republicana del “gobierno de los muchos”, que distribuye equilibradamente el poder entre distintas clases y agentes políticos al tiempo que lo regula por ley como garantía de estabilidad de la comunidad política. La concepción republicana en Maquiavelo no se compadece con una idea privatista del ciudadano como simple sujeto de derechos particulares que el guardián estatal se encarga de preservar. Los ciudadanos gozan de visibilidad, poderes y capacidad de acción, son libres porque forman parte de un cuerpo político que les reconoce estatus y capacidad de participación política, algo que al configurarse en condiciones jurídicas diversas da lugar a una ciudadanía funcionalmente diferenciada y jerarquizada. En todo caso, los individuos son libres en tanto protegen las libertades de todos y el bien común. Su poder y derechos se transforman en deberes cívicos, cobran sentido en tanto se orientan a la defensa del vivere civile y de la República (c. X).

A mi juicio, uno de los logros de este trabajo radica en la anatomía de las categorías políticas de Maquiavelo. La libertad, suprema aspiración política, es interpretada como autonomía frente a interferencia arbitraria y como emancipación frente a dependencia. Sólo a partir de ella se alcanza seguridad y protección frente al tirano. En contraposición a la idea cristiana (paulina) de libertad interior, para los renacentistas la libertad tiene connotación relacional, resulta de una vida activa pública y se disfruta en el seno de una república libre (pp.132, 235). Pero la conquista y preservación de las libertades exige luchar por la defensa de la libertad política de la patria, hacerla tan grande como para que -superada la amenaza de una agresión externa- engendre espacios de libertad individual en su seno. En la obra de Maquiavelo libertad y guerra van conexas (c. VII). La segunda aparece muchas veces como condición de un orden político libre, por lo demás único horizonte comprensible de toda guerra justa o necesaria.

Junto a la libertad, un orden político valioso requiere autoridad y ley. La autoridad produce acatamiento, que debe fundarse en el crédito de quien la ejerce y en su vinculación genuina a las raíces. La inspiración religiosa –pagana- y el componente patriótico de la autoritas explican su carácter prístino. Para Maquiavelo la autoridad y su ejercicio se justifican por su religación al momento fundacional y a los creadores de la República. En este sentido tradición y religión civil refuerzan la autoridad en tanto garantizan la cadena de continuidad con los principios, enaltecen el espíritu originario y favorecen la cohesión de la comunidad política ( c. VI). De esta manera la autoridad economiza pulsiones violentas. Quien obedece interioriza/alberga razones para un acatamiento que se convierte en deber honroso y no en necesidad perentoria originada por el poder coactivo del que manda. Finalmente, la ley se une a las anteriores categorías que salvaguardan la libertad. La ley no sólo habilita un marco jurídico para que cada cual desarrolle sus propios planes de vida. Para una mirada republicana como la de Maquiavelo, la ley tiene un sesgo liberador, es expresión de una justicia que desvinculada de referencias trascendentes se identifica con el bien común, Una justicia, claro está, consecuencialista, cuyo rendimiento se evalúa según el grado de cumplimiento de los objetivos previstos y los resultados del desarrollo del vivere libero de la comunidad. Sólo encadenados a la ley preservaremos la libertad, habrá justicia y aumentará el bien común (pp.148-151). Maquiavelo opta por el gobierno de las leyes en la figura de la “constitución mixta”, siguiendo la estela de Aristóteles, Polibio y la republica romana. Tal propuesta institucional representa una mezcla acertada de monarquía, aristocracia y democracia, que respeta el pluralismo, equilibra los distintos intereses y expresa un tipo de bien común, fruto del compromiso y el control mutuo ( p.225).




“La herida maquiaveliana”

Con tan expresiva metáfora de Friedrich Meinecke se evoca en el libro las relaciones entre moral y política, un asunto que -aun sobrevolando todo su recorrido- se resume en el último capítulo como legado vigente de Maquiavelo. ¿Alumbra el florentino un modelo de acción política exclusivamente estratégico, desvinculado de los fines y valores legitimadores de un orden político determinado? Los autores concuerdan con Isaiah Berlin, para quien Maquiavelo no instituye la emancipación de la política de la ética, sino que marca las diferencias entre dos moralidades discordantes, la del mundo pagano, idónea para la política, y la moralidad cristiana. Los valores de la primera son “el coraje, el vigor, la fortaleza ante la adversidad, el logro público, el orden, la disciplina, la felicidad, la fuerza, la justicia y, por encima de todo, el conocimiento y poder necesarios para asegurar su satisfacción”. A fin de cuentas, distintivos de la antiqua virtus que Pericles había visto personificados en su Atenas ideal y Tito Livio en la antigua república romana. De otro lado, los ideales de la moral cristiana son “la caridad, la misericordia, el sacrificio, el amor a Dios, el perdón de los enemigos, el desprecio a los bienes de este mundo, la fe en la vida ulterior, la creencia en la salvación del alma individual” (Berlin, pp. 105-106). Maquiavelo no condena estos valores cristianos, sólo certifica que no cohonestan con los que se requieren para el gobierno de una sociedad.

La leyenda del maquiavelismo, contra la que se revuelve el ensayo, se manifiesta en una doble versión: el prejuicio que constriñe la política al manejo de los medios frente a la moral como prototipo de reino de los fines; y la manida identificación de Maquiavelo con la creencia de que “el fin justifica los medios”. Para empezar se argumenta que la política tiene fines, tan nobles como el deseo de ser autónomos y no dependientes o esclavos, vivir en paz y seguros en una ciudad libre y que procura la justicia. Es verdad que el logro de tales bienes distintivos de la política no suele producirse de modo armonioso sino con tensiones irrebasables. A veces la seguridad y la libertad política de la patria, bien supremo en Maquiavelo, obligan a posponer e incluso transgredir otras consideraciones de justicia, si bien de modo circunstancial y temporal. Asimismo los recursos de poder, las acciones, los medios que se precisan para alcanzar bienes públicos y hacer justicia, obligan a combinar ley y violencia, lo humano y lo bestial, la fuerza del león y la astucia de la zorra (p. 87). Lo principal en política, a juicio de Maquiavelo, es el comportamiento responsable, atender a las consecuencias de la acción y hacer honor a su máxima de que “los hechos acusan, pero los resultados excusan” (p. 252).

De lo anterior no se infiere la ausencia en Maquiavelo de constricciones normativas que alivien las ineludibles tensiones entre fines y medios, entre principios, acciones y resultados. Por supuesto, los frenos a los abusos de la política no proceden del exterior. Maquiavelo niega la heteronomía de la política. No existen otros mundos en los que podamos encontrar consuelo a los dilemas planteados en el ámbito político (pp.266-267). Pero los valores y bienes de referencia de la comunidad política tienen un poder limitador que atempera tanto las aspiraciones del moralista intransigente como los objetivos políticos del tirano. Uno y otro pueden permitirse el lujo de “transvalorar” medios, acciones y consecuencias, pretextando que proceden de “un corazón puro” o de una razón necesaria, “científica” ( pp.260- 261). Impecables e implacables, se indica en un pasaje certero del libro, olvidan lo siguiente: los medios“median” y no son ajenos a los fines; los procesos e instituciones que se justifican como medios o condiciones para algún fin valen en la medida en que lo prefiguran; las acciones que desencadenan y las consecuencias que producen no pueden ser el reverso de las aspiraciones que los impulsan. Al contrario, si valen es porque integran principios que apreciamos. Finalmente, como la política no es cosa de creer sino de crear, cualquier mal provocado por una acción necesaria sólo puede cicatrizar o ser reparado con otras acciones mejores que la puedan compensar. Medios y fines encuentran en Maquiavelo sus propias limitaciones. Hay en su obra, pues, criterios con los que trazar la línea de lo intolerable ( p.267).

En este libro se encaran con crudeza los grandes dilemas ético-políticos planteados por Maquiavelo, siguiendo la huella de un legado reflexivo que se reconoce ambivalente, paradójico y contradictorio. Que además aquél sea un enigma, tiene que ver con el gran descubrimiento de Maquiavelo: la sombra del mal en política. O bien la “senda del mal”, expresión afortunada del propio del Águila con la que tituló su excelente trabajo sobre la razón de Estado (Taurus 2000). Como enseña el florentino, obviar las tensiones insuperables, ignorar la escisión, no elimina los riesgos; simplemente nos hace más incompetentes para bregar con ellos. En política hay que optar y decidir. Con frecuencia constituye un drama que conlleva costes y pérdidas. Ni siquiera, una vez tomada la elección trágica de ejecutar “actos que acusan”, tenemos garantías de que se produzcan “resultados que excusan”, porque suelen llevar aparejados efectos imprevistos. Y cuando, además, cancelan un inconveniente originan otros inéditos. En contra de una opinión dominante desde Platón a la Ilustración política, compartida por los “impecables” de ayer y de hoy, Maquiavelo y los autores de este libro no creen , “con Sócrates, que del bien sólo puede proceder el bien ni, con Cicerón, que lo honesto es siempre útil” (p. 245). A veces, el bien produce el mal y éste contribuye a la consecución del bien. Lo bueno y lo malo están entreverados. Y de ahí que “la señal de Caín” se convierta en acompañante trágico de ese vínculo del mal con la política y el poder. Al final, y ante los frecuentes dilemas ético-políticos, sólo nos queda el juicio responsable, las decisiones prudentes y la justicia del menor daño. Y por supuesto, confiar en la virtú.


Virtù política

Si la acción política centra el interés de Maquiavelo, la virtù se erige en el concepto que determina el sentido de dicha acción (c. IX). A semejanza de lo que ocurre con otras de sus categorías de referencia, también ésta les parece a los autores ubicua y polivalente, proteica y contradictoria. La virtù es mezcla de espíritu moral y sentido estratégico. Tiene un componente civil y otro militar. No por casualidad para Maquiavelo el pueblo en armas encarna ejemplarmente la unidad del cuerpo político. La virtù muestra aspectos despiadados y amables en tanto emerge de ese entrelazamiento entre bien y mal y de la correlación de fuerzas entre fortuna y carácter. Expresa la determinación y el acierto a la hora de las decisiones difíciles, de navegar desafiando la fatalidad, la pereza y la ambición desmedida, de sobreponerse a la incapacidad de cambiar nuestra naturaleza y rutinas. Denota habilidad, tino y coraje. También decoro, honestidad ciudadana y amor a la libertad de la patria. En la arquitectura maquievaliana la virtù se contrapone a la corrupción, mal político por excelencia que acarrea desorden, faccionalismo extremo, debilidad e inestabilidad. Está originada por la falta de ejemplaridad tanto de una nobleza decadente e improductiva como de los “nuevos ricos” aparecidos al calor de la floreciente productividad de las ciudades. Son circunstancias que generalizaron en su época una tendencia a privatizar lo público, una pérdida de referentes para perseguir el bien común y el desplome del coste moral de la trasgresión. La corrupción expresa también el desistimiento de unos ciudadanos que despreocupados de los asuntos públicos, se concentran en su interés privado. De esta manera cristaliza en la comunidad política un profundo desequilibrio entre sus componentes, una asimetría perniciosa de recursos de poder e información, de tal suerte que quien manda, libre de constricciones y vigilancia puede manipular a su antojo a unos ciudadanos inermes y vulnerables (pp.226- 229).

Por el contrario, la virtù, forjada en la autodisciplina, promueve disposiciones acertadas y deseos estables que doman nuestras pasiones. Templa el carácter para sobreponerse a la corrupción, la desesperanza, la dependencia, la avaricia y el desenfreno. Tiene un componente de conocimiento, dado que implica pensar a lo grande, más allá de lo inmediato, y con agudeza para no encandilarse con ilusiones que ciegan y no dejarse arrastrar por tradiciones corruptas sino seguir el ejemplo de las buenas. Lejos de la creencia cristiana que identifica al virtuoso con el “fiel intérprete” de una norma perfectamente prefijada en sus trazos, recupera Maquiavelo el sentido de la phrónesis griega, esa facultad de “deliberar” sobre particulares y ejercerse en lo concreto, orientada a llevar a la práctica valores políticos importantes. Aprovechamiento de la experiencia, flexibilidad y capacidad de innovar en medio de un mundo sometido a los vientos de la fortuna y circunstancias cambiantes, adiestramiento en la persuasión por la palabra y en el diálogo con los otros: he ahí algunos de los recursos a disposición del phrónimos para crear contextos y condiciones de seguridad, autonomía y bien común que hagan factible el vivere civile e libero. La virtù, en suma, aspira a la excelencia práctica, a la destreza para conocerse uno mismo, sintonizar con el mundo y saber actuar en la comunidad.

“En este asunto de la virtud, si ha de existir la ciudad, nadie puede desentenderse”, argumentaba Protágoras en el diálogo platónico del mismo nombre. Y es que la virtú política atañe a todos los sujetos del cuerpo político, ya sean príncipes o ciudadanos. Se adquiere por la educación para la acción que nos adiestra en la autodisciplina, el aprendizaje de los buenos modos y las buenas costumbres, la reverencia a las tradiciones fundacionales y el reconocimiento de la autoridad. De ahí el papel de la religión civil como elemento de cohesión que enaltece la vida activa, estrecha el nexo entre política y virtú, dando lugar un compromiso con lo publico más fuerte que la mera adhesión racional (pp. 221,146). Gracias a la enseñanza de la virtù adquirimos competencia cívica, que nos capacita para actuar como ciudadanos y no como esclavos impecables de la quimera de la armonía de los conflictos u otros sueños infantiles, ni como tiranos implacables encallecidos por una crueldad sin freno o un cinismo sin límites (p. 271). Una competencia cívica que nos vacuna contra el mal de la corrupción, la servidumbre y la posibilidad de engañarnos y ser engañados. De esta manera ganamos en autonomía y nos hacemos merecedores de la libertad que la ciudad puede brindarnos.

Al final, ¿qué podemos esperar una vez despojados de la trascendencia? Gloria en vez de infamia para quien haya tenido una vida entregada a la republica, a la defensa de su libertad y seguridad. Gloria como inmortalidad de los propios actos excepcionalmente valiosos en la memoria de los otros. Gloria vinculada no sólo al éxito, sino al mérito de la acción bien hecha que se bate contra el tiempo, la contingencia y el flujo continuo. Una gloria maquiaveliana ligada al desempeño de una virtù que desafía obstáculos previstos e imprevistos, el mal, la fortuna y el destino, factores de riesgo que no garantizan la perdurabilidad de los remedios (p.238). Por eso, frente al impecable que nos alecciona siempre desde su púlpito, frente al cínico que trivializa la tragedia, sólo queda la ironía de Maquiavelo, ni compasiva ni edificante. Tampoco cruel. En todo caso comprensiva, como la que trasluce esa sonrisa suya, lúcida y distante, que desconfía de los “caminos trillados”, reconoce su impotencia para crear el mundo soñado y se aviene a convivir con las dudas, el desencanto, el mal menor y la justicia parcial. Y es que para enfrentarse a este mundo, concluye este sugerente ensayo, “la ironía es la reina”.

Labels: