Saturday, March 03, 2007

LA CALIDAD DE LA DEMOCRACIA


Por Ramón Vargas-Machuca


Sabemos que nuestras democracias son defectuosas y tienen que mejorar. En torno a este lugar común del debate público emerge de manera recurrente el asunto de la calidad de la democracia. Se trata de juzgar hasta qué punto la ejecutoria de las instituciones de una comunidad política determinada se adecuan a lo que la normatividad democrática estipula o hasta qué punto determinadas patologías deterioran notablemente el funcionamiento de las democracias reales. De entrada, constatamos la falta de orientaciones precisas y criterios explícitos a la hora de acometer una empresa evaluativa de esta naturaleza. No hay disponible un conjunto coherente y consensuado de indicadores de calidad. Así que en las consideraciones siguientes nos proponemos avanzar algunos indicios de calidad que ayuden a consolidar un estándar preciso, contrastado y, a la postre, homologado, con el que calibrar el estado de nuestras democracias.


1.- Algunos criterios básicos para evaluar la democracia

Si una parte considerable de los estudios sobre rendimientos de la democracia ha adolecido de cierta confusión, ello se ha debido a alguno de los siguientes factores: o no se ha delimitado con claridad su ámbito; o no se han justificado adecuadamente los fundamentos normativos de referencia; o bien no se han especificado con suficiente precisión los indicadores de calidad.

Una cosa es consolidar la democracia y otra mejorar su calidad (Schmitter, 2004: 52). Los análisis de calidad deben circunscribirse al funcionamiento de las tenidas por democracias consolidadas, es decir, sólo a aquellos regímenes que cumplen regularmente con los requerimientos de una “poliarquía democrática”. Y es que no parece lógico disponerse a examinar la calidad del funcionamiento de algo de cuya existencia, como mínimo, se duda. En ese sentido no procede considerar dominio adecuado de los análisis de calidad aquellos “regímenes híbridos” resultantes, por ejemplo, de las transiciones políticas que se desencadenaron tras la implosión del comunismo . Como se sabe, no siempre la estación-término de esos procesos fue una democracia estable dotada de sus distintivos básicos. Mas bien se convirtieron en lo que se ha dado en llamar “democracias defectivas”, adjetivadas según el caso como democracias “iliberales”, “oligárquicas”, “delegativas” o “totalitarias” .

Otro handicap considerable de las investigaciones sobre rendimientos de la democracia radica en que no se han justificado adecuadamente las referencias normativas básicas de las que, en última instancia, dependen los parámetros de evaluación. Medir el grado de democracia de una situación concreta obliga a determinar con respecto a qué características. En concreto, una métrica de esta naturaleza supone un modelo de democracia; y si el modelo está difusamente definido, nuestras observaciones serán poco funcionales. Pues bien, la propia diversidad de modelos de democracia ha empujado a que la determinación de indicadores de calidad resulte casi tan abierta como el sesgo de aquéllos (Diamond y Morlino, 2003). Por eso, lo primero debe ser explicitar la propia concepción de la democracia.

Así pues y frente a una concepción minimalista de democracia , sostenemos que la democracia es algo más que un régimen. La democracia establece una relación distintiva entre el Estado y los ciudadanos así como una relación de estos entre sí. Configura además una forma singular de habérselas con las distintas caras del poder. El sentido final de la democracia es “dar poder” –“empoderamiento” se dice ahora- a los ciudadanos. La democracia tiene asimismo dimensiones diversas. De un lado, promociona un marco legal que blinda un sistema de derechos y garantías, condición sine qua non para que una democracia no sea fraudulenta de raíz. De otro lado, levanta una compleja y densa red de instituciones destinada a aplicar los principios de la representación política y la participación, así como los del control y distribución del poder. Y por último, conlleva una determinada cultura cívica, un mosaico de razones –creencias, valores, motivaciones, justificaciones- y disposiciones que constituyen una garantía de su reproducción consistente y estable. Tales dimensiones tienden a desplegarse en distintos ámbitos y esferas de la vida social. Pues bien, en la medida en que ese despliegue se desarrolla adecuadamente, produce rendimientos acordes con sus contenidos de justicia y valores éticos fundamentales. Es decir, contribuye a remediar asimetrías injustificadas de poder o diversas formas de dominación; potencia la libertad como autorrealización, dota a las personas de más capacidades y mejores opciones, incrementa sus derechos sociales y civiles, todo lo cual habilita, por supuesto, el florecimiento de una sociedad abierta, plural y tolerante (O'Donnell, 2004)..

No habrá que olvidar, en fin, que la democracia opera como patrón básico de justicia, pero de una justicia incompleta; nunca como un juego de todo o nada . Sus éxitos, y por tanto su rendimiento, resultan siempre parciales y revisables. La aplicación de los valores democráticos admite grados, plantea tensiones, a veces, incluso, cierta inconmensurabilidad práctica, entre las exigencias de unos u otros de aquellos valores. Y puesto que no cabe aspirar a una democracia completa, en realidad, la calidad de las democracias se calibra mejor a partir de lo que se echa en falta y demanda ser repuesto, reparado o completado, a partir de lo que provoca indignación y rechazo y necesita ser evitado o rectificado . Así que, más que a certificar la calidad de la democracia, aspiramos a prevenir su subversión (Morlino, 2003); en una palabra, aspiramos a delimitar los umbrales de una democracia decente .

A continuación presentamos un conjunto de indicios de calidad que, tomados de modo solidario, constituyen recursos evaluativos fértiles para calibrar si las prácticas políticas se adecuan a los principios y valores de referencia de una democracia. Entre estos parámetros de calidad hay cierta “afinidad electiva”, se influyen y

condicionan mutuamente y no siempre el desarrollo óptimo de alguno de ellos rinde por sí sólo resultados globales de calidad aceptables. Por tanto, el montante real de calidad de una democracia está en función de un despliegue solidario, armónico y ponderado del conjunto de estos indicios.


2.- La democracia estatal, unidad política de referencia.

“Sin la acción de un Estado vigoroso, no hay derecho ni libertades, ya que un Estado débil amenaza la libertad” . Preservar su naturaleza, primacía, integridad y eficacia es salvaguarda de estabilidad y una condición de su gobernabilidad. En particular, el Estado democrático y constitucional representa un poder de cohesión y un factor de solidaridad, en tanto promociona un concepto político de ciudadanía y un modelo social basado en la igualdad de derechos y deberes cuya adscripción viene garantizada por la pertenencia a la comunidad estatal. Es lo que la tradición francesa ha denominado “primer principio republicano” (Suleiman, 2003: 174). Por otro lado, un Estado configurado sobre esas bases produce mayor pluralidad interna y menores riesgos de presión uniformadora que otro cortado al talle de cuestiones étnicas, lingüísticas o territoriales .

Desde esta perspectiva, esa disposición, recurrente en algunos sitios, a tejer y destejer la estructura constitutiva del Estado no contribuye a incrementar la calidad de la democracia sino, en todo caso, a poblar el horizonte de equívocos e incertidumbres. No les falta razón a quienes califican de indocumentada la ecuación que enlaza descentralización y progresismo, debilitando a un tiempo la competición central izquierda/derecha . Es un síntoma de cómo en ocasiones la izquierda extravía su agenda y cae en la trampa semántica que le tiende el nacionalismo con el reclamo del “autogobierno territorial”. Una puja descentralizadora lleva con cierta frecuencia a una mayor compartimentación, lo que deteriora la capacidad de gobernar en términos agregados y desarrollar una adecuada “economía de escala”

Un componente clave de la calidad de la gobernanza democrática radica también en el buen funcionamiento del Estado en su dimensión de agencia. El supuesto de que una mayor eficacia/eficiencia requiere reducir el papel del Estado se ha convertido para muchos en un artículo de fe. Desde luego no es el resultado de una prueba empírica. La hegemonía de las pautas del mercado que ha generalizado la emulación del sector privado, empuja al trasvase a éste de recursos del sector público y al traspaso de algunas funciones desde la burocracia a manos privadas, induciendo un movimiento abocado a minar la autoridad política en general (Suleiman, 2003: 17, 213). Claro que, además de esa tendencia orientada a desmantelar la burocracia, hay otra de signo bien distinto empeñada en desprofesionalizarla y politizarla . En realidad, las múltiples prácticas de politización de la burocracia y demás agencias públicas son bastante expresivas de las patologías actuales, tanto del ejercicio de la autoridad como de la representación política y la formación de liderazgos políticos . Y es que enarbolando la bandera de la necesaria reforma de la burocracia, muchos políticos tratan de eludir reformarse a sí mismos y reformar la acción política. Sin embargo, sólo si mantiene la distinción entre política y administración y funciona una burocracia capaz de aplicar las políticas con solvencia y conforme a los procedimientos reglados, la gobernanza democrática contará con una imprescindible “accountability horizontal” que será expresión de su valía frente a la arbitrariedad del poder .



3.- Horizonte cosmopolita.

Las consideraciones expuestas en el punto anterior no suponen freno al legítimo impulso difusivo de la democracia en dirección infra o supra estatal, intra o extraestatal, ni merma para que su universalismo pueda desplegarse en otras esferas y a otra escala. En concreto, el hecho de que los Estados continúen siendo la comunidad política de referencia no empece para que con arreglo a los nuevos desafíos y circunstancias se vean empujados a asumir un horizonte cosmopolita y a tomarse en serio su compromiso con la gobernanza global y con la justicia como solidaridad en un mundo interdependiente.

Nunca como hoy hemos podido experimentar el alcance de las consecuencias de nuestras acciones; y por tanto nunca hemos estamos tan impelidos a asumir alguna responsabilidad por la influencia que nuestros comportamientos diarios tienen sobre la vida de personas muy lejanas . De esta manera la realidad crucial de la interdependencia fuerza a la democracia a “salir al exterior” y a los Estados democráticos a ser sensibles a los imperativos de una justicia política cosmopolita que les exige anteponer en sus agendas la dimensión transnacional y el carácter multilateral de sus compromisos, e incorporar a su función de bienestar criterios de justicia local y global así como principios de reciprocidad y cooperación. Este conjunto de nuevas circunstancias debería empujar a nuestras confortables democracias a desembarazarse de la inercia “cortoplazista” y del localismo y disponerse, como decía Timothy Garton, a “pensar a lo grande” (El País, 07/05/06).

Ciertamente, la democracia se ha convertido en modelo de “buen gobierno” de la interdependencia en la esfera global. Pero también es verdad que los conflictos en muchas zonas vienen determinados no tanto por carencias absolutas ni por escasez de recursos, sino en buena medida por problemas de gobernabilidad, legitimidad, fragilidad o delirios de aventura de los propios Estados expuestos, cada vez más, a riesgos externos inéditos e imprevistos. De ahí que, en parte, la solución de algunos de esos problemas se vincule al fortalecimiento de comunidades políticas estatales fuertes y económicamente viables, que garanticen los derechos, regulen jurídicamente la resolución de los conflictos y dispongan de mecanismos eficaces de control y distribución del poder con un formato de tolerancia constitucional apto para ser deferentes con la diferencia y amparar en su caso identidades múltiples. A partir de ahí cabe esperar razonablemente la creación de coaliciones supraestatales amplias, coherentes y estables, así como la progresiva formación de unidades políticas trasnacionales que, cohonestando intereses y principios, formen una red de actores colectivos fundamentales para consolidar una renovada institucionalidad política transnacional . Ello será garantía efectiva del derecho internacional y del despliegue progresivo de un constitucionalismo democrático de ámbito planetario .

En ese sentido y a pesar de los permanentes obstáculos para su afirmación política, la Unión Europea constituye todo un precedente para la definición de un nuevo modelo de gobernanza en la era global y representa un ejemplo de las ventajas de la interacción cooperativa. Pero tales pasos en la buena dirección se convertirán en irreversibles si los cruciales problemas de hoy, tales como el descenso de la población y la sociedad envejecida, las reformas de los sistemas de seguridad social y la inmigración, la especulación financiera, la deslocalización e imposición de salarios bajos... son interiorizados por los ciudadanos como auténticos desafíos europeos, comprendiendo a un tiempo que la ampliación de la cooperación interestatal fortalece a sus propias naciones.


4- Apropiado funcionamiento del Estado de derecho

“Pocas cosas hay más peligrosas que un gobierno que se coloca por encima de las leyes y sin embargo sigue exigiendo obediencia a sus ciudadanos” . Por el contrario, un Estado de derecho es, ante todo, el que tiene a la ley por “lenguaje de la voluntad soberana”. De esta manera sus actos se hacen previsibles, proporcionan seguridad a quienes les deben acatamiento. De ahí la importancia de que existan normas claras, estables y generales, aprobadas conforme a procedimientos preestablecidos y al principio de jerarquía normativa . En este sentido empecemos por subrayar que la calidad de la producción legislativa es señal muy expresiva de “buenas prácticas” de gobierno de una politeia democrática .

Pero el Estado de derecho representa hoy en día mucho más. Se ha constituido en el artículo primero del nuevo credo de las agencias de ayuda al desarrollo y a la democratización, en la referencia normativa básica no ya para cualquier sistema político y económico que se precie sino para la reproducción estable de la vida social en su conjunto. Por supuesto, sin su implantación no hay funcionamiento adecuado de una democracia constitucional y representativa . De ahí que un elemental indicador de calidad radique en el grado de sumisión y cumplimiento de la ley, el alcance de la impunidad, la determinación de cuales son los costes reales de la infracción y hasta qué punto las trampas a la legalidad alteran la igualdad de derechos y oportunidades o las condiciones de la competición política (Morlino, 2003: 6). En este sentido, el estado de la corrupción, de un lado, y el recurso a la violencia organizada, la coacción o el chantaje como arma política, de otro, muestran los flancos más débiles de una democracia degradada en relación con el Estado de derecho.

Asimismo, el Estado de derecho configura una determinada distribución del poder, opera como contrapeso, límite y control mutuo de los distintos poderes. Ello se manifiesta, ante todo, en el buen funcionamiento de un Poder Judicial que oficie la jurisdicción de manera independiente, imparcial y accesible a todos. Además, el desarrollo de Estado de derecho se constata en el examen de las múltiples interacciones que las agencias públicas mantienen entre si, en la evaluación del funcionamiento de esa plétora de instituciones reguladoras y organismos arbitrales, consultivos o de asesoramiento que supervisan, previenen y ejercen algún tipo de control sobre buena parte de las actividades de naturaleza pública y también sobre algunas otras, si bien de naturaleza privada, pero de interés público. Sopesar la ejecutoria de tales agencias encargadas de velar por la solvencia de determinadas iniciativas políticas y de sus consecuencias en distintos campos, se ha convertido en otra referencia clave para evaluar la calidad de una democracia . En concreto; se trata de aquilatar en qué medida tales agencias ejercen sus funciones con independencia e imparcialidad ateniéndose a los criterios propios que justifican su existencia y determinan su ámbito de competencias.

A este respecto observamos –y España no es una excepción- algunas derivas viciosas que desactivan los mecanismos del “Estado de derecho” y degradan la calidad democrática. De un lado, cómo los dominios del Estado de derecho se están convirtiendo en una prolongación del campo de la competición política ordinaria . En verdad, se trata de un caso, entre otros, de un fenómeno más general de extraordinaria gravedad al que estamos asistiendo sin demasiado escándalo, a saber: la consolidación de procesos de ocupación de unos poderes por otros y la confusión entre ellos, lo cual desvitaliza la separación de poderes y favorece la aparición de fenómenos indeseables de colusión . De otro lado, organismos y agentes no electos que tienen encomendados el control de legalidad actúan en ocasiones como un verdadero “poder de veto”, ya sea para mantener el statu quo político, ya sea para alterarlo, distorsionando así en todo caso el funcionamiento normal de una democracia . Así que, como se acostumbra a decir, bien porque “se politiza la justicia” o bien “porque se judicializa la política”, el Estado de derecho se convierte en arma arrojadiza que subvierte el desarrollo de la competición política, manipulándola, haciéndola más sectaria y, a la postre, fanatizándola .



5.- El constitucionalismo democrático tomado en serio: efectividad y supremacía de la constitución.

El componente constitucional de una democracia determina la sustancia, alcance y procedimientos de la actividad estatal, demarcando lo que puede ser disputado en la contienda política ordinaria y aquello que le está vedado, justamente por estar constitucionalmente protegido. Sus disposiciones, primeramente, fijan en el sistema político un conjunto de límites y vínculos, constricciones y garantías destinados a frenar los excesos de un poder constituido. En segundo lugar, al transformar en derecho positivo el horizonte normativo de la democracia y al obligar a que el diseño de las instituciones y el contenido de las leyes se adecuen a aquél, las disposiciones constitucionales dotan de eficacia y convierten en bienes políticos factibles los fundamentos éticos de la democracia . En realidad, se trata de un mecanismo pragmático que fuerza determinados cursos de acción, gracias a los cuales se aseguran algunos resultados deseables y se logra evitar otros indeseables.

Por otra parte, el bloque de constitucionalidad tiene que ser la expresión de un consenso reforzado que garantice la supervivencia y reproducción estable de la comunidad política de acuerdo con las pautas fundacionales fijadas en la constitución . Precisamente dicha impronta originaria lo distingue de cualquier otro acuerdo y empuja a que las decisiones colectivas de alcance constitucional se conformen del modo más cooperativo y deliberativo posible dada su autoridad y vis coactiva. Así se atempera, además, la tentación populista que acecha siempre a los competidores políticos, se dificulta el enquistamiento de formas extremas e irreconciliables de pluralismo en la vida en común y se evita la imposición continuada de las preferencias del grupo más fuerte o del más numeroso convertido en mayoría inamovible. Decía Tocqueville: “Considero injusta e impía esa máxima que preconiza que en cuestión de gobierno la mayoría de un pueblo tiene el derecho de hacerlo todo”.

He ahí razones poderosas para reclamar y preservar la supremacía de los preceptos constitucionales y para que, por tanto, las aspiraciones particulares o los elementos identitarios de los diferentes actores y grupos se acomoden a aquellos principios y a sus pautas. De igual modo, el diseño de las instituciones, el contenido de las leyes y las prácticas políticas tienen que ser congruentes con las referencias constitucionales en tanto que portadoras de garantías irrebasables, valores universales y bienes políticos superiores del sistema político, resultado, además, de un consenso superior y reforzado. Con más motivo, si cabe, en el caso español, dado que los principios constitucionales tienen fuerza normativa propia y superior, como en reiteradas ocasiones ha puesto de manifiesto la jurisprudencia del Tribunal Constitucional .


6.- Representatividad

La solvencia de la participación ciudadana en una democracia constitucional depende, en buena medida, del funcionamiento de la representación política. Ésta institucionaliza la relación entre los ciudadanos y los que han sido elegidos para actuar en su nombre. No obstante desde hace tiempo la institución de la representación política experimenta una crisis generalizada. A juicio de los más optimistas, sin embargo, no se trata de una crisis de participación ciudadana sino de una cierta diversificación generacional de los repertorios de un activismo ciudadano que en vez de limitarse a la participación electoral y partidaria abarca también las acciones de protesta y el asociacionismo civil . Otros más escépticos, lejos de avizorar en el horizonte el advenimiento de una nueva clase cívica, constatamos simplemente una evidente despolitización de la acción participativa, originada en buena medida por el funcionamiento deficitario de la representación. A la baja productividad de sus dimensiones constitutivas cabe achacar, en parte, el descrédito y la baja calidad de la democracia.

Y aunque la disputa sobre la naturaleza y alcance del gobierno representativo dura ya varios siglos, a estas alturas podemos adoptar de modo razonable el siguiente criterio básico: el buen funcionamiento de la representación política depende de la adecuada combinación de los diferentes elementos de referencia que hasta el presente la han venido configurando (Stokes, 2001: 156-168). Concretamente, la calidad de la representación estará en función de los recursos y oportunidades a disposición de los ciudadanos para determinar quiénes les representan y gobiernan, condicionar la oferta de éstos y poder premiar o castigar el rendimiento de sus políticas e iniciativas así como el desempeño de su labor. De otra parte, una buena ejecutoria de la representación debe compaginar la independencia de actuación del representante con la receptividad hacia las preferencias de los representados y la sensibilidad hacia sus intereses políticos primordiales, debe cohonestar los compromisos contraídos en sus manifiestos y programas con el comportamiento responsable al que obliga el buen juicio político y el sentido de la gobernación. En cualquier caso, lo que resulta incongruente con el ejercicio de la representación democrática es no hacerse responsable de las políticas y acciones emprendidas, escamotear las razones de las mismas y el alcance sus consecuencias . En resumen, una práctica valiosa de la representación permite a los ciudadanos ejercer, hasta cierto punto, un control prospectivo y no sólo retrospectivo sobre los políticos y sus políticas; habilita cauces de participación que les permite influir en los procesos de decisión relevantes, elegir a los mejores y domeñar a los poderosos. Por último, el buen funcionamiento de las instituciones representativas tiene un carácter educativo en tanto ayuda a refinar la capacidad de juicio político de los ciudadanos, proporciona fiabilidad a la democracia como régimen de la acción colectiva y aumenta la confianza y el grado de satisfacción de los ciudadanos con la democracia y los resultados de su funcionamiento (Przeworski et al, 1999: 48-49).

Obviamente estos criterios relacionados con la calidad de la representación deben verse reflejados en un adecuado desarrollo institucional. Primeramente, en el funcionamiento los partidos. ¿Hasta cuando tendrá que esperar la democracia española que una completa Ley de Partidos desarrolle el artículo 6º de la Constitución? ¿Para cuando la Ley de Financiación de los partidos? Por supuesto, también estos indicadores de calidad han de tener su impacto en el funcionamiento del Parlamento. Al respecto cabe preguntarse si las mil veces anunciada reforma del Reglamento verá, al fin, la luz. Por último, el estudio de la calidad de la democracia está íntimamente relacionado con el conjunto de procesos vinculados al sistema electoral, muy particularmente con el modo como éste resuelva las tensiones entre los principios de inclusión y estabilidad.


7.- Democracia como oposición

La democracia, antes de generalizarse como modelo de gobierno de la interacción colectiva, ha significado un ideal de protesta y contestación del poder constituido así como una expectativa de reemplazarlo. Sin una oposición solvente, institucionalizada y competitiva no hay democracia en serio. Decía Thomas Jefferson que era preferible la existencia de periódicos sin gobiernos que gobiernos sin periódicos. Ampliando la hipérbole al caso, podría sentenciarse también que es preferible oposición sin gobierno que gobierno sin oposición. El escrutinio de calidad de una democracia consiste aquí, de un lado, en comprobar si la oposición cuenta con recursos, oportunidades, incentivos y voluntad suficientes como para disputarle el poder a quien lo ocupa (Przeworski et al, 1999: 48-49). Pero de otro lado también, el temple de la oposición constituye un ingrediente de calidad. Por supuesto que lo primero es que la contestación al gobierno no sea un paripé y, lejos de cualquier sospecha de colusión, cumpla su papel de controlar a aquél e informar al ciudadano. Obviamente de esa manera refuerza su credibilidad. Pero si la oposición siempre y por sistema contradice al gobierno, además de desinformar al ciudadano deja de ser creíble.

Los requisitos que Philip Pettit plantea para determinar si una oposición se halla adecuadamente estructurada, representan unos indicios bastante expresivos de calidad a este respecto. En primer lugar, la oposición debe poseer “competencia epistémica”, es decir, disponer de la información relevante en cada caso, capacidad para calibrarla y opción de aducir el mejor argumento con independencia de su posición negociadora o poder de presión. En segundo lugar, la oposición sólo puede abrigar esperanzas de cambiar el statu quo, si tiene “voz” para contestar las decisiones públicas, es decir, si las razones que avalan su causa o sus intereses comienzan a ser escuchadas en público. En tercer lugar, para que la voz de la oposición no sea una voz que clama en el desierto, hacen falta “foros” o espacios institucionales de contestación. Y ello de tal suerte que, de un lado, la oposición no se perciba a si misma como víctima inerme de un poder arbitrario y, de otro, los poderes públicos se vean forzados a responder a quienes le interpelan desde los ámbitos de oposición (Pettit, Philip,1999).

Y aunque los arreglos institucionales para hacer efectivo este requisito y la pertinencia de su aplicación dependan del contexto, se han considerado iniciativas afortunadas en esa dirección las siguientes: la creación de ombudsman independientes y ajenos al control de los partitos y de otras instancias de poder; el aumento de los recursos ciudadanos de apelación efectiva e igualitaria de las decisiones judiciales; ciertos comités parlamentarios y determinadas agencias de vigilancia o evaluación de la propia administración por grupos de expertos independientes; algunas medidas de discriminación positiva e incluso la promoción de una segunda cámara como foro de los hechos diferenciales. Por último, hace falta que los “costes de salida” de los opositores, si ésa se considera la reacción más eficaz frente al descontento (Hirschman), no sean excesivamente gravosos, humillantes o simplemente expresivos de una dependencia incompatible con el ejercicio de una oposición democrática.


8.- “Democracia asociativa”

En sociedades altamente diferenciadas, como las nuestras, el significado y la importancia de la capacidad autoorganizativa aumenta exponencialmente. Ésta representa, junto a la regulación política y los mecanismos de mercado, un recurso crucial para la reproducción estable y el desarrollo de la capacidad de integración de dichas sociedades en un contexto de transformaciones incesantes . Hoy en día, el encapsulamiento en algún tipo de corporación constituye un modo casi necesario de aspirar a la autorrealización. De ahí que el mapa organizativo de una sociedad resulte una referencia para enjuiciar su calidad. Por supuesto, también refleja sus asimetrías de poder, de manera que los países peor situados se corresponden con los menos organizados. Así pues, una densa y vigorosa red de asociaciones, como ya en su día previera Tocqueville, constituye un complemento importante y un nutriente esencial para la capacitación política y el desarrollo del espacio público. En principio, abre oportunidades para que se incluyan voces e intereses de otro modo preteridos, se enriquezca la sustancia de la representación, se optimice la deliberación pública y se habiliten formas inéditas o subsidiarias de gobernanza, aunque también de resistencia y contestación al statu quo.

Pero densidad asociativa no es igual a excelencia de la democracia. La potencialidad democrática de una rica y plural vida asociativa, lejos de ser automática, depende de la naturaleza, las prácticas y los contextos que distinguen y estructuran la vida de unas u otras organizaciones . Entre esos elementos que determinan la compleja “ecología asociacional” no es desde luego el menos relevante la implicación del Estado, sobre todo el modo como esta implicación se produce. En concreto, para que la relación entre Estado y asociaciones contribuya a aumentar la calidad de la democracia debe cumplir varias condiciones: que se proyecte como una relación equilibrada, sobre la base de la fortaleza, independencia y colaboración mutua; que no existan o bien se desactiven los intentos de colonización y subalternización así como las actitudes de deferencia excesiva o desafección radical; que se multipliquen las iniciativas de cooperación que favorecen la resolución de conflictos; en una palabra, que dicha relación tenga un carácter subsidiario y de concertación para la prestación de servicios sociales así como para la obtención de bienes públicos y objetivos congruentes con los valores democráticos.



9.- Una democracia inclusiva

Con frecuencia en las democracias reales la proclamada igualdad y la vocación universalista de sus principios conviven con prácticas de exclusión que afectan a ciertas categorías de personas a los que o bien se humilla, discrimina, margina o simplemente se ignora. Es claro, pues, que la valía de una democracia depende también de la eficacia del principio democrático de inclusión y de cómo se desarrollen sus condiciones normativas básicas. Ciertamente, la exclusión se manifiesta de distintas formas y en circunstancias muy diversas: la situación de las mujeres, las personas dependientes, los inmigrantes, los jóvenes sin empleo…

En ese sentido, la distinción que establece Iris Young entre exclusión “política” y exclusión “social” es fértil, más desde un punto de vista analítico que normativo . La primera alude específicamente al insuficiente cumplimiento del primordial ideal democrático de “dar la palabra a los afectados”, es decir, a aquellos cuyos intereses relevantes están en juego en un determinado proceso de decisión colectiva. Obviamente el resultado de una exploración sobre esta dimensión del problema de la inclusión/exclusión nos da cuenta del alcance y calidad de los recursos y oportunidades de participación en los asuntos públicos a disposición de los ciudadanos. La exclusión social, por su parte, comprende, entre otros asuntos, desde el trato que reciben de parte del Estado y de los ciudadanos determinadas personas por su condición de minorías estigmatizadas, por razones de religión, lengua, raza, sexo o foraneidad, pasando por el menoscabo de derechos asignados a los inmigrantes hasta el elocuente olvido de las expectativas que legamos a las generaciones futuras. Pero exclusión social y política se relacionan e influyen mutuamente, y ello explica, en parte, el grado de intolerancia, racismo, sexismo, explotación económica y otras desigualdades sociales presentes en nuestras, por otros motivos, valiosas sociedades democráticas.

En consecuencia, la calidad democrática depende también de las estrategias, esfuerzos solidarios, alicientes y oportunidades que se activen y de los mecanismos de compensación que se establezcan para aliviar las enormes diferencias de influencia sobre los procesos de decisión relevantes y sus resultados. O bien para eliminar las barreras de “entrada” y lograr así una mejor integración de los “peor situados”, los más vulnerables o simplemente los que padecen algún tipo de exclusión o merma de sus derechos. En este sentido, y aun habiendo en España brotes de racismo y xenofobia preocupantes, algunas de las iniciativas del actual gobierno, particularmente su política de extensión de algunos de los derechos sociales, van en una dirección adecuada, especialmente en lo que se refiere a la situación de las mujeres, la violencia doméstica, los derechos de los inmigrantes y la ayuda a las personas dependientes.


10.- Sesgo deliberativo, antídoto contra la manipulación.

Asunto clave para la calidad de la democracia es que los ciudadanos puedan formarse un juicio informado y estar así en condiciones de decidir de modo razonable. Pero dada la marea actual de manipulación que contamina el espacio de la comunicación política, la formación de las preferencias ciudadanas se produce bajo condiciones, en muchos casos, no decentes. En la medida en que la comunicación política tiende a reducirse a publicidad y propaganda, el mensaje se infantiliza y la información política disponible se hace trivial. He ahí otro síntoma alarmante de cómo la actividad política se desliza por la pendiente de la irrelevancia.

Hace unos meses la Fundación Príncipe de Asturias” reunía en un encuentro a dos de sus premiados, Gunter Grass y Claudio Magris, para hablar de “información y periodismo”. Sus observaciones, de las que se hicieron eco los medios de comunicación , resultan una esclarecedora alerta sobre el alcance de la amenaza que la actual manipulación informativa representa para una democracia que se aproxima así a niveles mínimos de calidad. “Nunca hemos tenido tantas oportunidades de estar informados y nunca hemos vivido tan amenazados por la desinformación”, sentenciaba Grass. La verdad hoy, continuaba, o es inútil o demediada. ¿Por qué? Porque “las decisiones preceden a los argumentos”, porque ”sabemos la verdad cuando ésta ya no nos sirve”; o porque, como decía Magris, la verdad puede ahogarse entre tanta cantidad de versiones y se termina por no distinguir entre lo importante y lo superfluo. Concluía este último recordando el hecho, no por evidente menos escandaloso, de que bien la autocensura o bien una más o menos sutil censura funcionan hoy en los medios, en verdad, terminales informativas de unos conglomerados empresariales cuya prioridad no es la verdad, sino la cartera de negocios y la cuenta de resultados.

Así pues, evocar el componente deliberativo de una buena democracia significa recordar el vínculo originario entre democracia y veracidad como reacción a tanta manipulación y charlatanería, la cual más que mentir pretende confundir. Entre otras cosas, las democracias necesitan el ingrediente de la veracidad para mantener un grado de confianza mínima entre los participantes. A fuerza de que las palabras en el universo político-mediático acostumbren a evocar una cosa y su contraria, el ciudadano queda inerme, sin un mapa creíble con el que orientarse y poder discernir lo que sus representantes proponen y se proponen . Algo tiene que ver con esta situación esa suerte de exaltación imperante del relativismo, que, lejos de ser consustancial a la democracia, simplemente deja constancia de uno de sus flancos más vulnerables: esa irrelevancia de los principios que abre de par en par las puertas al cinismo moral.



Condición de todo cuanto se ha indicado en las páginas anteriores es un cierto ethos democrático. Los clásicos de la política, desde Aristóteles a Maquiavelo, dijeron que las leyes necesitan de las “buenas costumbres”. Todo régimen degenera si en su seno no prosperan hábitos congruentes con sus principios. También hoy la reproducción estable de un orden político democrático demanda ciudadanos que cultiven razones y cualidades de carácter acordes con el espíritu de la democracia . Y es que el buen desempeño democrático no es subproducto virtuoso de “vicios privados”; ni el bien de todos resulta de procurar solamente el bien de uno mismo. ¿Pueden los ciudadanos aspirar a una democracia decente y ser al mismo tiempo irresponsables, miembros de mayorías depredadoras tendentes a no respetar los derechos de los otros o a procurar su autoperfeccionamiento sin pensar en el orden social y sin reparar en la desintegración que todo ello acarrea? . De ningún modo. El florecimiento de la democracia demanda una mínima coherencia afectiva, determinada en parte por la adquisición de conocimientos y hábitos que se correspondan con el ethos democrático. Por tanto, frente a la “cultura de masas” imperante en nuestras sociedades que estimula actitudes disociadas de los valores democráticos (egoísmo, anomia, cinismo, desagregación social...), hay que rescatar ciertas virtudes ciudadanas (lealtad al marco legal y constitucional, actitud crítica, espíritu ilustrado, tolerancia, solidaridad, autocontención y otras afines) .

Ya se sabe que el logro de esta “competencia cívica” y madurez democrática depende mucho de la cultura global en la cual se desenvuelve la ciudadanía y de otros elementos que inciden directamente en la formación de la conciencia ciudadana: sistema educativo, políticas públicas políticas destinadas al fomento del conocimiento y la cultura, influencia de la actitud y opiniones de los representantes públicos y líderes de opinión. Pero al final, no nos engañemos, no habrá democracia valiosa sin demócratas convencidos y consecuentes. He ahí una buena divisa para toda reflexión sobre la calidad de la democracia.



Referencias bibliográficas


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