Monday, May 15, 2006

NACIMIENTO DE LA BIOPOLÍTICA EN ESPAÑA II

Foto : Aurora Rodríguez, madre de Hildegart

Francisco Vázquez García

(Este texto se expuso en el programa de doctorado "España y Europa: historia de un diálogo" impartido en la Universidad de Murcia en mayo de 2006)

Introducción

En el pasado año académico participé en este mismo curso que coordina el profesor Antonio Campillo, sobre el “Nacimiento de la Biopolítica” en España. En mi intervención, después de deslindar en qué sentido usaba los conceptos de “biopoder”, “biopolítica” y “gubernamentalidad”, defendía una “aproximación pluralista” a la biopolítica, que se contrapone a un “análisis progresivo” de la misma. Ilustré esa aproximación mediante un estudio de la biopolítica española en sus primeras formas, desde su nacimiento en relación con la racionalidad gubernamental del Absolutismo monárquico hasta su elaboración en el marco del gobierno liberal clásico. Éste intentaba armonizar la democracia parlamentaria, la construcción de la nación y de un mercado libre con la regulación de los procesos biológicos de la población y de la dinámica civilizatoria de la sociedad civil. La exposición se emplazaba cronológicamente entre 1600 y 1870; desde los diagnósticos de los arbitristas del siglo XVII acerca de la mengua de la población en España hasta las reflexiones de los higienistas y reformadores sociales del siglo XIX sobre el problema del pauperismo.

Hoy voy a comenzar retomando la aludida distinción entre enfoque pluralista y análisis progresivo, pero voy a aplicarla para explorar una nueva forma de la biopolítica española, la que acompaña a las primeras definiciones del Estado como instrumento regulador de la lucha de clases, como instancia que, dentro de los límites de la democracia liberal, interviene activamente en los procesos de población (condiciones de vida, salud y enfermedad, reproducción y vida familiar, vivienda y ocio) para ajustarlos a los imperativos de una sociedad de mercado. Se trata de una nueva época para la biopolítica, lo que llamaré “biopolítica del Estado Interventor” o más sencillamente “biopolítica interventora”, cuya cronología se emplaza, para el caso español, entre el nacimiento del reformismo social estatal inaugurado por la Restauración tras las sacudidas del Sexenio Revolucionario (1868-1873) y el final de la Guerra Civil, entre Cánovas y Azaña.

Después de un breve repaso por las características generales de la biopolítica en este periodo, ilustraré mi planteamiento con el análisis de un problema concreto: la preocupación, típica de las autoridades de este periodo, por establecer una estricta división sexual del trabajo y la aparición correlativa de la homosexualidad y de sus metáforas como un problema que afectaba a la supervivencia misma de la nación. Este caso concreto que presento aquí es el producto de la investigación que emprendí hace unos años junto al profesor e hispanista Richard Cleminson (Universidad de Leeds) y que verá la luz próximamente en un libro publicado en Inglaterra. En mi intervención me permito adelantarles los restultados de este trabajo.

Perspectivas Progresiva y Pluralista de la Biopolítica

Algunos ensayos recientes han interpretado la distinción foucaultiana entre soberanía, disciplina y biopolítica (o regulación) como si hiciera alusión a un proceso histórico de complejidad creciente en la configuración de las modernas tecnologías de poder. En particular, esta narrativa se puede encontrar en algunos seguidores franceses de Foucault, como F. Ewald, J. Donzelot y R. Castel, próximos al contraste conceptual establecido por Deleuze entre “sociedades disciplinarias” y “sociedades de control” o entre “poder disciplinario” y “poder postdisciplinario”. Este mismo planteamiento puede apreciarse en el uso de la noción de “biopolítica” efectuado por Toni Negri y Michael Hardt en Imperio (2000) y en Multitud (2004). Es como si entre estas diversas técnicas de poder se diera un proceso de sofisticación y refinamiento crecientes al pasar del poder de soberanía en las Monarquías Absolutas a las disciplinas del capitalismo industrial, para desembocar más tarde en la biopolítica reguladora característica del capitalismo global y postfordista.

Frente a esta perspectiva, hay que recordar que, en clave foucaultiana, soberanía, disciplina y regulación (o biopolítica), no forman una cadena sucesiva sino un triángulo cuya articulación recíproca cambia de un periodo a otro. Ya en la época del Despotismo Ilustrado encontramos la combinación de un poder de soberanía encarnado por el monarca, con una biopolítica de las poblaciones fuertemente centralizada y estatalizada, asentada en un régimen de “policía” que aspiraba a reglamentar disciplinariamente cada detalle de la vida diaria de los súbditos. En nuestro momento histórico y en el marco de las sociedades de capitalismo informacional, encontramos asimismo un entrelazamiento de estas tres tecnologías: la soberanía, democratizada y asignada a la ciudadanía, las regulaciones biopolíticas, descentralizadas y adaptadas al modelo neoliberal de la creación de mercados, y las disciplinas, dirigidas preferentemente al gobierno de los “nuevos pobres” (inmigrantes “sin papeles”, okupas y vagabundos “sin techo”, madres solteras desempleadas, toxicómanos, parados de larga duración, etc..).

Hay que sustituir por tanto la perspectiva progresiva y poner en liza un tipo de análisis que distingue tantas formas de biopolítica como maneras de gobernar, un enfoque pluralista e histórico que deje a un lado toda pretensión de totalizar el examen de las tecnologías de poder en un relato de formato integrado y de sentido único. Ateniéndome a estos criterios me sitúo en la órbita de los investigadores (politólogos, sociólogos, filósofos, economistas, historiadores) anglófonos de la History of the Present Network, que desde los años 90 intenta aplicar la “caja de herramientas” foucaultiana al diagnóstico del orden político neoliberal.

Características Generales de la Biopolítica Interventora en España

-El nacimiento de un nuevo tipo de biopolítica en la Europa de las últimas décadas del siglo XIX, acompañando al nacimiento del Estado social o interventor, muy distinto, como se verá, del Welfare State alumbrado tras la Segunda Guerra Mundial, no supone una ruptura con el liberalismo. Como, siguiendo a Foucault, recordamos en el curso del año pasado, lo característico de la biopolítica liberal es su condición extremadamente elástica y autocrítica. En ella se trata de auspiciar un gobierno fundado en una soberanía democratizada y que armonice la autorregulación de los procesos económicos (el Mercado), biológicos (la Población) y civilizatorios (la Sociedad Civil) con la mínima intervención estatal posible. Ahora bien, el quantum de intervención estatal necesaria no viene dado a priori; depende de las condiciones históricas en las que se produzca el ejercicio de gobierno. Con esto se quiere decir que la “biopolítica interventora”, si bien supone una problematización de la “biopolítica liberal clásica”, no es exterior al liberalismo; es una exigencia de la gubernamentalidad liberal para ajustarse a las transformaciones históricas que acompañan a ese periodo crítico que va de la Gran Depresión de fines del siglo XIX al cataclismo de 1929 y que coincide con el tránsito a un capitalismo monopolista e imperialista.

-En el caso español la presencia de esta biopolítica interventora es más tardía y menos intensa que en las principales potencias económicas y políticas europeas. Su trasfondo es la intensificación de la agitación laboral y social y la consolidación y expansión correlativas del movimiento obrero. El ciclo revolucionario del Sexenio se cerró con la Restauración de la Monarquía y con el régimen canovista, que gobernó en un verdadero estado de excepción entre 1874 y 1881, pero ello no desterró, en la conciencia de las autoridades y de las clases que las respaldaban, la amenaza permanente de subversión.

-En este contexto se fueron abriendo paso las voces reformistas que defendían la intervención del Estado en los procesos económicos y en la Sociedad Civil para contrarrestar el aguzamiento de la lucha de clases y los efectos destructivos del mercado autorregulado en la cohesión social. Los remedios de la beneficencia y de las instituciones de caridad privada no servían para paliar la degradación de las condiciones de vida en la clase trabajadora, un proceso que ponía en peligro la viabilidad misma de la sociedad de mercado. La primera y tímida respuesta a estas preocupaciones fue la creación en 1883 de la Comisión de Reformas Sociales, que habría de estudiar y proponer las reformas legislativas necesarias para arbitrar las relaciones entre capital y trabajo, mejorando la condición de la clase trabajadora y frenando así sus aspiraciones revolucionarias.

-Hoy, gracias al trabajo de los historiadores, se conoce muy bien la composición y las tareas emprendidas por esta institución. El polo conformado por krausistas y republicanos –decididos partidarios de las politicas aseguradoras cuyo modelo encarnaba el seguro de enfermedad aprobado en 1883 para el Imperio alemán- se veía contrarrestado por el polo católico-conservador, receloso ante las intervenciones estatales y defensor de las bondades de la caridad privada. La Comisión se transformó en 1903 en Instituto de Reformas Sociales y en 1908 se denominó Instituto Nacional de Previsión. Sólo a partir de esta fecha y en un largo proceso –salpicado de crisis políticas, atentados anarquistas y sacudidas revolucionarias- que llega hasta la Primera República se irá aprobando paulatinamente la primera legislación aseguradora: seguro de accidente, de vejez, de maternidad, de enfermedad y de paro forzoso.

-El significado de estos acontecimientos para la historia de la biopolítica en España parece claro. La miseria, la degradación biológica y el auge de la marginalidad derivados de un proceso de proletarización no resuelto como el que tuvo lugar en la España del siglo XIX iban a contracorriente de la optimización de la vida que caracteriza al biopoder. La revueltas y agitaciones populares –carlistas, cantonalistas, proletarias- que habían marcado el Sexenio, la fuerza creciente de las organizaciones obreras mostraban la ineficacia del régimen de beneficencia y encierro disciplinario característico de la biopolítica liberal clásica. La degradación de los procesos biológicos (mortalidad, esperanza de vida, natalidad, maternidad, morbilidad, siniestrabilidad, hábitat, etc.) que el liberalismo clásico gobernaba minimizando la intervención del Estado y estimulando la autorregulación de la sociedad civil amenazaban con hacer inviable la democracia liberal, la sociedad de mercado, la unidad nacional y la supervivencia misma de la patria. Concordando en este diagnóstico, una franja creciente de reformistas sociales se inclinaba por defender la ampliación de los márgenes de intervención estatal sobre los procesos vitales y civilizatorios. Las ciencias sociales, instrumento de autocrítica nacido con la gubernamentalidad liberal, desempeñaron un papel crucial en esta problematización de la biopolítica liberal clásica, por ello están omnipresentes –Estadística, Sociología, Economía, Medicina Social, Antropología criminal, Pedagogía, Psiquiatría- en las nuevas estrategias de la biopolítica interventora.

A grandes rasgos se pueden diferencias cuatro grandes tendencias en la implantación de la biopolítica interventora dentro del marco español:
a) El tránsito de una política de beneficencia a una política de previsión con la puesta en marcha de nuevas tecnologías aseguradoras que apuntan a administrar los riesgos que afectan a la población
b) El desarrollo de la Medicina Social como ciencia y regulación de las circunstancias patógenas medioambientales
c) El tránsito de una política de beneficencia a una política de previsión con la programación de nuevas tecnologías eugenésicas que apuntan a administrar la “herencia” de las poblaciones optimizando su calidad y vigor.
c) El tránsito del homo oeconomicus vinculado a la ciudadanía “mercantilizada” del liberalismo clásico al homo hygienicus asociado a la “ciudadanía nacionalizada” del liberalismo interventor.

a) La “beneficencia”, concepto que definía a las intervenciones biopolíticas del liberalismo clásico, se caracterizaba por actuar sobre las calamidades sociales derivadas de la economía de mercado, considerándolas como una especie de Faktum, una realidad dada y natural. La mortalidad infantil desmedida, la malnutrición crónica, la mendicidad, las epidemias, el hacinamiento urbano, la prostitución, la criminalidad, todo lo que los filántropos e higienistas incluían bajo el rótulo de “pauperismo”, era afrontado como un proceso natural que debía ser prevenido mediante estrategias de moralización encaminadas a inculcar en la clase trabajadora el sentido de la prudencia, la restricción en el gasto y en la licencia de las costumbres. La prevención de los peligros descansaba en el disciplinamiento individual. Se ponía mucho cuidado en despolitizar y descentralizar los asuntos relacionados con la beneficencia y la salud pública, por eso, en la tradición española del liberalismo clásico –desde la Constitución de 1812- estas competencias no recaían en la administración estatal, que era la encargada de las cuestiones propiamente políticas, sino en las municipalidades y las diputaciones. La salud pública, la beneficencia, del mismo modo que las transacciones económicas en la esfera del mercado, eran ámbitos prepolíticos según la perspectiva del liberalismo clásico español. Para los liberales doceañistas y veinteañistas, uno de los errores del Despotismo ilustrado consistía precisamente en haber querido reglamentar estatalmente estas cuestiones que afectaban a la vida personal de los ciudadanos y que se atendían más correctamente alín donde los particulares se relacionaban entre sí, esto es, a escala local y provincial.

La noción de “previsión”, tal como aparecía utilizada en el ámbito del reformismo social español entre la Restauración y la Segunda República, implicaba una lógica de intervención diferente. Las calamidades sociales no se entienden ahora como sucesos naturales, sino como “riesgos”, esto es, realidades virtuales, calculables estadísticamente, ligadas a las eventualidades del entorno o a los azares de la herencia. La sociedad tendía a ser pensada en un lenguaje biológico más que en un lenguaje moral; se trataba de un organismo cuyos avatares (vejez, enfermedad, accidente, maternidad, crminalidad,e tc..) se conceptualizaban como avatares biológicos. Ahora bien, si estos riesgos afectaban al conjunto del organismo nacional, si trascendían al ámbito privado y a la esfera local, su solución no podía venir arbitrada por políticas aplicadas a escala municipal o provincial. La nueva biopolítica interventora va a reclamar una acción unificada ejercida directamente desde los órganos centrales de la administración estatal. Esta tendencia centralizadora –evidente, v.g. en las discusiones de comienzos del siglo XX en España sobre la necesidad de establecen un Ministerio de Sanidad- va a marcar la pauta de la gestión de las poblaciones desde finales del siglo XIX.

La previsión implicaba, en primer lugar, una intervención sobre las circunstancias aleatorias del entorno. No se trataba en este caso de prevenir los riesgos mediante el disciplinamiento de la conducta individual, sino poniendo en marcha una serie de mecanismos arbitrados por el Estado en consonancia con los gobernados. Aquí se inscribe la tecnología de los seguros.

A diferencia de la lógica jurídico-penal, los seguros implican una indemnización acordada contractualmente entre la Administración y los individuos “en riesgo”; no se trata de la restitución de un daño infligido sino de la compensación de un riesgo potencial. Los seguros actúan sobre la condición social (solidaridad, responsabilidad colectiva) de los gobernados, no sobre su responsabilidad individual. Por eso los seguros, en el contexto del Estado Interventor, funcionaban a la vez como un derecho y como una obligación. Se entendía que la conservación de la propia salud, la prevención de los “riesgos”, era un compromiso que el individuo contraía con la nación. El Estado se ocupaba de la salud y protección de los ciudadanos en la medida en que ello redundaba a favor de la colectividad, del vigor físico de la nación, de su poderío económico y capacidad de expansión. Este desequilibrio, esta subordinación de la demanda individual a los imperativos del organismo nacional, que, entre otras cosas, distingue al Estado Interventor bismarckiano del Estado del Bienestar keynesiano, justificaba la condición obligatoria del seguro.

Como se dijo, el camino para la aprobación de los seguros sociales obligatorios fue un trayecto que España, en contraste con otras potencias europeas, comenzó con retraso, prosiguió con interrupciones y accidentes y culminó de modo precario e incompleto. Los trabajos de la Comisión de Reformas Sociales, establecida en 1883, sólo empezaron a cosechar éxitos –pese al predominio en su seno de los que defendían el intervencionismo estatal sobre los partidarios de la caridad- en la primera década del siglo XX. Este retraso parece el sino de la legislación social española. La que se puede considerar primera ley social en España, aprobada en 1880, obligaba al Gobierno a establecer Cajas de Ahorro y Montes de Piedad en todas las capitales de provincia y localidades importantes. Pues bien, en 1885, sólo se habían abierto 15 Cajas de Ahorro que además se encontraban infrautilizadas. En 1900 se aprobó finalmente la ley de accidentes de trabajo, que sólo afectaba a los obreros industriales pero que introducía por primera vez el principio de responsabilidad patronal.

En 1908 se aprobó la ley del seguro social, que establecía pensiones de retiro por enfermedad y vejez. Este seguro, sin embargo, no era obligatorio ni universal; se asentaba en un sistema de imposiciones únicas o periódicas verificadas por quienes hubieran de disfrutar de las persiones. Hoy se sabe que el número efectivo de beneficiarios de este seguro era muy reducido. Fue necesaria la crisis social y el levantamiento revolucionario de 1917 para que se reconociera en España la insuficiencia del seguro libre subsidiado.

Entre 1919 y 1922, en paralelo a la intensísima conflictividad social de esos años, se aprobó el seguro obligatorio de vejez (“retiro obrero”) que alcanzó también al seguro de paro forzoso. Todo este complejo asgurador afectaba únicamente a los trabajadores asalariados y con patrono; ya en los años 20 el seguro de vejez llegó a afectar a 5 millones de trabajadores. El seguro obligatorio de enfermedad quedó postergado, pendiente en los años 20 de la reforma estructural de la administración sanitaria española. De hecho la Dictadura de Primo de Rivera proyectó utilizar los recursos derivados del seguro de vejez para emprender la mencionada reforma; finalmente se decidió invertir estos activos en la construcción de escuelas y de viviendas obreras baratas. El seguro de maternidad tuvo que esperar a 1931, entronizado ya el régimen republicano, para verse aprobado.

A lo largo de este complicado proceso, la emergente política aseguradora tuvo que rivalizar con la actuación persistente de agencias herederas del viejo régimen de beneficencia: las “casas de préstamo” (prohibidas desde comienzos del siglo XX), el socorro a domicilio practicado por las juntas parroquiales de señoras, el paternalismo asistencial de algunas instituciones patronales, las sociedades de socorros mutuos (surgidas en 1887 al amparo de la ley de Asociaciones) y la mezcla de caridad y proselitismo ejercidos por diversas Congregaciones religiosas.

b) En estrecha relación con la emergencia de la nueva política aseguradora hay que situar el desarrollo, en España, de la Medicina Social. Heredera de la Higiene Pública decimonónica, la nueva disciplina se presentaba con el cometido de diagnosticar e intervenir sobre los sectores de riesgo derivados de las condiciones de vida originadas por la economía industrial y de libre mercado. Sus expertos pretendían ofrecer por una parte un conocimiento científico de las patologías sociales, y por otra, estipular las soluciones técnicas más convenientes. De este modo la Medicina social aparecía como legitimadora del reformismo social y como instancia crítica de la biopolítica liberal.

Aunque inicialmente la Comisión de Reformas Sociales estuvo formada preferentemente por sociólogos, ingenieros y abogados, los médicos no tardaron en sumarse a la iniciativa favorable a la introducción del seguro y de la previsión social. La mayoría de estos participantes se reclutó entre los médicos vinculados a la administración sanitaria (Martín Salazar, Cortezo, Murillo Palacios, Bardají, Pascua) o a las obras higiénico-sociales (Espina y Capó, Torre Blanco, Espinosa, etc..). Esta plataforma de facultativos era la más familiarizada con la Medicina Social, y contrastaba con un amplio grupo de médicos, procedentes de los colegios profesionales y de los sindicatos de doctores, contrario a la implantación del seguro obligatorio de enfermedad.

Una de las aportaciones cruciales de la Medicina Social habría de ser la cuantificación de los fenómenos de población, el estudio de las correlaciones entre patología y condición social y la estimación de las pérdidas económicas derivadas de los procesos de morbilidad y mortalidad. En España, debido al prolongado recelo de muchos profesionales médicos ante la introducción de los métodos estadísticos, las realizaciones en este campo fueron bastante limitadas. Aunque el Registro Civil se estableció en 1870, la norma en los tratados hispánicos de higiene era la aplicación analógica de las estadísticas exploradas en otros países. Las medidas adoptadas por Cástor Ibáñez de Aldecoa, Gobernador Civil de Barcelona desde 1877 y Director General de Beneficencia y Sanidad desde 1879 para recabar sistemáticamente estadísticas de población con fines sanitarios, fueron excepcionales.

Hubo que esperar a 1902 para que, gracias a la publicación periódica de los anales del “Movimiento de la Población de España” tuviera lugar en nuestro país eso que Ian Hacking ha denominado “la irrupción de los números”, base imprescindible de toda investigación estadística sobre los procesos vitales. Por esta razón fue muy meritorio el estudio publicado en 1899 por Luis Comenge, donde se intentaba delimitar con precisión la correlación entre enfermedad y nivel social en conexión con la mortalidad infantil en Barcelona. Más avezados fueron los intentos de medir el coste económico de la salud y de sus deterioros. Los trabajos de Benito Avilés (1889), Ángel Larra (1902), Henri Hauser (1902) y Martín Salazar (1913), se dedicaron en buena parte a realizar esta ponderación.

En Alemania, lugar de constitución de la moderna “Medicina Social”, así como en otros países europeos, se produjo una confrontación entre dos paradigmas teóricos rivales. Los defensores de una Higiene Social de base experimental invocaron el modelo de la Bacteriología, que prometía localizar las bases físicas, microbianas, de las enfermedades de más calado social. Enfrente se situaban los partidarios de una Medicina de inspiración sociológica, primando el recurso al análisis estadístico y a la cooperación con las ciencias humanas.

En España, como señala Rodríguez Ocaña, esta disputa apenas tuvo cabida. Lo que se produjo aquí fue una cierta fusión entre ambos paradigmas. La Medicina social se asentaba en la metáfora de la sociedad entendida como un organismo vivo enclavado en unas circunstancias ambientales determinadas. Estas circunstancias del entorno podían ser de naturaleza físico-ambiental o propiamente social, lo que legitimaba, según Hauser, la distinción entre enfermedades infecciosas y enfermedades propiamente sociales. Las enfermedades mentales, el alcoholismo, el tabaquismo, la sífilis y la tuberculosis, debido a su origen (relacionado con las condiciones de vida), extensión (de emplazamiento ubicuo) y consecuencias (“debilitamiento de la raza”, esto es, amenaza al porvenir biológico de la población nacional) constituían –recordaba Hauser- el elenco principal de enfermedades sociales. Otros autores (Rubio Galí 1890, Valentí Vivó 1905, García Hurtado 1909), prolongando la metáfora de la sociedad como ser vivo que enferma y muere y de la medicina social como terapia de las calamidades colectivas, encuadraban en la patología social todas las alteraciones del orden político y moral vigente: la vagancia, la mendicidad, el juego, la prostitución, la criminalidad, el suicidio, las huelgas, los motines y las revoluciones. Los fenómenos sociales e históricos quedaban de este modo naturalizados y apelando a una solución técnica.

Ofreciéndose como alternativa neutra y desinteresada, presidida por la objetividad científica, la Medicina social pretendía ser la terapia que remediara las enfermedades de alcance colectivo, acabando con la lucha de clases. El éxito de la nueva disciplina no se hizo esperar; entre 1882 y 1920 se puso en marcha todo un complejo de iniciativas (fundación de sociedades científicas, publicaciones periódicas, congresos y asambleas) que, partiendo principalmente de Madrid y de Barcelona, propagaban los diagnósticos y soluciones médicas para los males de la nación. No es de extrañar por ello la entente formada por la Medicina social con los postulados del regeneracionismo.

La representación de la nación española como un organismo enfermo y degenerado encontraba una ilustración acabada en el catastrófico estado sanitario del país (sólo un ejemplo: en Bilbao, Sevilla, Cádiz y Valladolid, el índice de mortalidad es superior en once puntos a la media europea, equiparable al de ciudades como Bombay o Calcuta en la misma época). Los principales intelectuales del regeneracionismo y de la corriente krausopositivista habían enfatizado la importancia de la cultura sanitaria para la salvación de la patria, y habían defendido el liderazgo de los técnicos (frente a los políticos y leguleyos) en la empresa regeneradora. Los facultativos relacionados con la administración sanitaria –como Ángel Pulido, Martín Salazar o Murillo Palacios- interpretaban las elevadas tasas de mortalidad infantil y de morbilidad con un síntoma de degeneración de la raza. La Medicina social asumía la tarea de analizar las variables del medio ambiente proponiendo medidas que regularan adecuadamente la relación entre los obreros y sus condiciones de vida. Pero esta atención al entorno causante de las patologías sociales debía completarse con una intervención sobre la herencia misma y sobre las condiciones de su transmisión. De este modo la Medicina social se entrelazaba con una política eugenésica.

c) La Eugenesia, tal como la define su fundador Sir Francis Galton, es una técnica que pretende mejorar la especie humana corrigiendo los trastocamientos de la selección natural que afectan a las modernas sociedades industriales. Si en la Naturaleza, como había descrito Charles Darwin, el mecanismo de selección sexual explicaba que fueran los seres mejor dotados los que sobrevivían y se reproducían en mayor número, en el caso de las sociedades modernas, el principio parecía invertirse. Las clases infradotadas, más pobres y menos inteligentes eran las que presentaban unas tasas de fecundidad más altas, mientras que las élites, las clases directoras, se reproducían en menor número.

Este proceso, en opinión de Galton, acababa minando las bases biológicas de la civilización, al proliferar la presencia de individuos tarados y degenerados en detrimento de los más capaces. Para invertir esta tendencia y restaurar la ley de selección natural en las sociedades humanas, era necesario que las autoridades intervinieran sobre los procesos reproductivos fomentando el nacimiento de los mejores y frenando la procreación de los individuos biológicamente inferiores.

En España, la recepción de esre discurso vino a coincidir en el tiempo con las aspiraciones del movimiento regeneracionista. El problema no era, como en la Gran Bretaña de Galton, la existencia de una “clase residual”, de un subproletariado misérrimo contemplado como fuente de desmanes y calamidades. La descomposición del organismo nacional, cuyo sígno culminante fue el desastre del 98, tenía que ver, según los regeneracionistas, con el estancamiento de una sociedad escindida entre unas clases poseedoras egoístas, corruptas e indolentes, y unas clases populares degradadas por la ignorancia y la pobreza. La coyuntura se expresaba asimismo en la degeneración biológica del español –el ensayo de Max Nordau que popularizó este concepto, Degeneración, se editó en España en 1902-, en el lamentable estado sanitario de la nación. Este lenguaje organicista y socialdarwinista utilizado en la literatura sobre el Desastre, rica en términos de la misma familia, como el “cirujano de hierro” de Costa, las “tendencias morbosas parasitarias” de Picavea, las “razas degeneradas” de Mallada o “los gémenes de degeneración” de Isern, era afín a los planteamientos de la eugenesia. Esta permitía, en cierto modo, dotar de una cierta codificación científica al discurso regeneracionista.

Enrique Madrazo, adelantado de la Eugenesia en España con la publicación de su Cultivo de la Especie Humana. Herencia y Educación (1904), encarna a la perfección esta simbiosis entre eugenismo y regeneracionismo. En su obra proponía la creación de un Centro para la Promoción de la Raza, cuya función sería poner remedio al declive biológico sufrido por los españoles. Madrazo insinúa ya un distingo que tendrá un largo porvenir. Por una parte una eugenesia negativa, dedicada a localizar y eliminar aquellos grupos de población que suponían una amenaza biológica para el organismo nacional: enfermos mentales, disminuidos físicos, delincuentes y gitanos, principalmente. Madrazo no dudaba en defender la castración obligatoria, la expulsión e incluso la destrucción, al menos en relación con la raza gitana. Por otra parte esbozaba un programa de eugenesia positiva, destinado a estimular la reproducción de los individuos más aptos e inteligentes. Aquí se inscribe su defensa de la educación para padres y de la pedagogía sexual.

Este mismo lenguaje social darwinista que reconoce la división de la sociedad en distintos grupos perfilados como identidades biológicamente inconmensurables es el que impregna a la Antropología criminal, la Medicina Legal y la Psiquiatría de la época. Los delincuentes son calificados como verdaderos “enemigos biológicos” que amenazan la supervivencia de la nación. El auge de la criminalidad asociado al crecimiento urbano y a un proceso de proletarización no resuelto, fue considerado como un síntoma más de la degeneración colectiva. A comienzos del siglo XX floreció en España una literatura consagrada a la investigación y clasificación de la criminalidad. En 1906 se fundó en Madrid la Escuela de Criminología, dirigida por Rafael Salillas, cabeza, junto a Constancio Bernaldo de Quirós, de la Antropología criminal española.

En ese momento triunfaban en nuestro país, como en el resto de Europa, los planteamientos penales de la Teoría de la Defensa Social. Esta perspectiva rompía con los supuestos del Derecho Penal característicos del liberalismo clásico. En el discurso jurídico-penal del liberalismo, la función de las leyes era perseguir y castigar aquellas conductas que intencionalmente violaban el pacto social. La imputación penal exigía que el transgresor fuera responsable de sus actos. En la filosofía de la Defensa Social, cuyo principal teórico fue el belga Adolphe Prins, la función del derecho Penal cambiaba. Su cometido no era castigar las infracciones de la ley sino defender al organismo social de las amenazas que ponían en riesgo su existencia. Existían grupos que por su estilo de vida y comportamiento, con independencia de los delitos que eventualmente pudieran cometer, suponían un “peligro” para la existencia misma de la nación. De este modo, las nociones de “responsabilidad” e “imputabilidad” cedían su lugar a los conceptos de “peligrosidad” y “temibilidad”. Una penalidad verdaderamente preventiva debería diagnosticar e intervenir sobre la conducta delincuente antes de que ésta se materializara en una violación del derecho; por eso, más que arbitrar leyes tendría que promover medidas de seguridad, mecanismos de defensa que actuaran sobre las poblaciones “peligrosas”. Lo relevante para el penalista no era la imputabilidad de los actos criminales sino la forma de vida del criminal, su personalidad, su constitución biológica. En este espacio abierto por la teoría de la Defensa social se abría la posibilidad de una Antropología Criminal y de una Psiquiatría legal vinculada a patrones biologistas.

Aquí se emplaza la recepción y discusión entre los criminólogos y psiquiatras forenses españoles de las tesis defendidas por los autores de la Escuela Positivista italiana (Lombroso, Ferri, Garofalo) y del degeneracionismo francés (Morel, Lucas. Magnan). Los primeros veían al criminal como una permanencia atávica del hombre primitivo; los segundos, apegados al lamarckismo, consideraban al delincuente como el resultado de una adaptación exitosa a un medio patológico, de modo que los caracteres adquiridos en él se transmitían por la herencia a la siguiente generación, dando lugar a una progenie de tarados. El debate acerca de estas doctrinas involucró, a comienzos del siglo XX, a lo más granado del Derecho, la Antropología, la Psiquiatría, la Pedagogía y la Medicina Social española: Rafael Salillas, José Antón, Bernaldo de Quirós, Dorado Montero, José Mª Escuder, Ángel Simarro, José Mª Esquerdo, Arturo Galcerán, Francisco Giner de los Ríos.

La perspectiva biologista en los ámbitos de la Criminilogía y de la Psiquiatría era convergente con los planteamientos eugenésicos. Estas disciplinas estaban comprometidas con la mejora de la calidad biológica de las poblaciones; se trataba de tecnologías encaminadas a regenerar las energías del organismo nacional contribuyendo a la detección de aquellos grupos que ponían en peligro su existencia. Pero el programa eugenésico, cuya resonancia iba en aumento en la década de 1910 (en 1918, por iniciativa de César Juarros y Aguado Marinoni se funda en madrid uno de sus principales centros difusores, el Instituto de Medicina Social), exigía pensar de un nuevo modo las relaciones entre Estado y familia.

La familia, encarnación de intereses privados, ya no es, como sucedía en la gubernamentalidad liberal clásica, un interlocutor con el que el Estado llega a compromisos y alianzas estratégicas, respetando siempre su condición de recinto inviolable. Se trata ahora de un instrumento de la autoridad para civilizar a las clases populares, previniendo la degeneración. La nueva articulación del nexo Estado-familia –que es más un desideratum de los reformadores sociales y burócratas de la salud pública que una realidad efectiva- se concreta en una doble estrategia. Esta consiste por una parte en la protección de los miembros más débiles del círculo doméstico –la infancia y la mujer, excluidos del mecanismo de los seguros sociales- y por otra en la crítica de la vida pública, despreocupada y proyectada al exterior, del varón. La infancia, “porvenir de la raza” y patrimonio biológico de la nación según los eugenistas, es a la vez una infancia en “peligro” (preocupación por la mortalidad infantil, el trabajo de los niños, si instrucción, su posible corrupción moral) y “peligrosa” (delincuentes infantiles o “micos”, prostitución infantil, anormales, “pequeños perversos”).

Esta preocupación por los miembros débiles del hogar se concreta en una multitud de leyes e instituciones creadas desde comienzos del siglo XX. Por otro lado se produce una promoción general de la mujer en las clases populares, de sus abnegadas y superiores funciones en la casa, de su papel regulador y “de orden” respecto a la indiferencia y despreocupación del marido, la necesidad de fomentar su instrucción. La “maternidad”, por otra parte, se valora como un bien nacional que el Estado debe preservar. Entre 1900 y 1931, cuando se aprueba el seguro obligatorio de maternidad, se sucede la puesta en marcha de medidas legislativas y la instauración de organismos dedicados a la protección de la maternidad. Al mismo tiempo, las formas públicas de sociabilidad masculina son contundentemente rechazadas porque disipan la vida del hogar, fomentan la desidia del padre ante sus deberes como esposo y educador de la prole (tabernas, garitos, casinos, espectáculos inmorales, burdeles, amancebamientos).

La preocupación eugenésica por regular las conductas procreadoras se concreta en una multiplicación de la literatura psiquiátrica, antropológica, jurídica y pedagógica consagrada al problema de la sexualidad. A partir de la década de 1920 y durante toda la vigencia del régimen republicano, la “cuestión sexual” se convierte en un tema tan recurrente y obsesivo como la “cuestión social”. En cierto modo, la popularización de la Eugenesia en las décadas de los veinte y de los treinta vino de la mano del reformismo sexual auspiciado por sus partidarios. La suspensión gubernativa del Ier. Curso Eugénico Español que tuvo lugar en 1928, la celebración de las Primeras Jornadas Eugénicas Españolas en 1932, fueron acontecimientos que tuvieron eco en toda la prensa nacional.

Lo que hace especialmente interesante al pensamiento eugénico durante el primer tercio del siglo XX –en España y en el resto del mundo- es su polivalencia ideológica, lo que le permitía –preservando su aura de neutralidad científica- imbricarse en discursos políticos diametarlmente enfrentados. Se puede encontrar una eugenesia de impronta positivista y anticlerical, como en los argumentos de Madrazo, pero también una eugenesia conciliada con el catolicismo, como en el teólogo Torrubiano Ripoll o en Marañón. Destacados intelectuales republicanos de izquierdas, como Luis Huerta, Jiménez de Asúa, Enrique Noguera o Rodríguez Lafora, se adhieren al movimiento eugénico, pero también cabía una eugenesia de extrema derecha, como en los casos de Salas Vaca, Vital Aza o Vallejo Nájera. El socialismo –a través de Jiménez de Asúa y de Hildegart Rodríguez, la “Virgen Roja”- y el anarquismo –con los doctores Isaac Puente y Martí Ibáñez como figuras destacadas- también hicieron suya la eugenesia. Estimaban que podía convertirse en un instrumento revolucionario, emancipador de los trabajadores por medio de una sexualidad libre y de un control de la natalidad que descargaría a los trabajadores del lastre que implicaba una prole numerosa.

Desde el punto de vista legislativo, el programa eugenista se sustanciaba en una amplia serie de propuestas. Algunas eran compartidas por todos los vinculados al movimiento reformador; otras eran objeto de disputa. En todos los casos las medidas implicaban la intervención estatal en el ámbito otrora reservado del matrimonio, la vida familiar y las conductas procreadoras: certificado médico prenupcial obligatorio, para evitar las uniones conyugales morbosas; aborto eugénico; investigación obligatoria de la paternidad; derecho al divorcio; indistinción legal entre hijos legítimos e ilegítimos; supresión de la prostitución reglamentada; tipificación del delito de contagio venéreo; introducción de la educación sexual en el currículo escolar y esterilización forzosa de delincuentes y anormales. Algunas de estas propuestas serían aprobadas por el Parlamento republicano; otras se debatirían intensamente durante este periodo. En último término, el horizonte del programa eugenésico, más allá de su polivalencia ideológica, era la subordinación del derecho, de las libertades individuales, a la norma biológica, a la salud de las poblaciones; del poder de soberanía al biopoder.

d) A través de las tecnologías del nuevo biopoder interventor (los seguros, la medicina social, la eugenesia) se trataba de producir un nuevo tipo de subjetividad añadida al homo oeconomicus constituido durante la época del liberalismo clásico; lo que Alfons Labisch (1985) bautizó como el homo hygienicus. Este proceso se efectuó preservando la noción de “ciudadanía” como conquista del liberalismo, noción que remite a una soberanía democratizada y a un orden jurídico de derechos y garantías. Pero si en la tradición del primer liberalismo la condición de ciudadano estaba marcada por la pregnancia del mercado, de modo que un individuo sólo podía considerarse partícipe en la soberanía si era capaz de participar en el orden de la propiedad, aunque sólo fuera la propiedad de sí mismo, mediante la prudencia y la autodisciplina. Con el homo higyenicus hay un deslizamiento en el concepto de “ciudadanía”; el modelo del Mercado es desplazado por el modelo de la Nación. El individuo ejerce como sujeto de derechos y partícipe en la soberanía en la medida en que se compromete a mantenerse saludable, subordinando sus intereses egoístas a la preservación de un organismo nacional sano y robusto. Del otro lado, excluidos de la soberanía y confinados en la “peligrosidad”, quedan todos aquellos calificados de “enemigos biológicos” de la nación: criminales, enfermos mentales, perversos, prostitutas, miembros de razas degeneradas, alcohólicos, sifilíticos y tuberculosos, entre otros.

El discurso valedor del homo hygienicus no se limitó a los márgenes estrechos de las disciplinas científicas (Antropología criminal, Medicina social, Psiquiatría, Ciencia Jurídica). Impregnó los alegatos de los políticos, los planes de los arquitectos, las informaciones de los peridistas y los relatos de los novelistas. De este modo se popularizaron los términos de “familia higiénica”, “vivienda higiénica”, “escuela higiénica” y “ciudad higiénica”, así como las metáforas organicistas y el metarrelato de la degeneración nacional. En el caso de los “alojamientos higiénicos”, esta estrategia se concretó en la puesta en marcha de proyectos visibles, como los ensanches de las grandes ciudades (con el modelo del plan Cerdá en Barcelona, extendido a Madrid, San Sebastián, La Coruña y Vigo entre 1860 y 1900), la Ciudad Lineal de Arturo Soria desde 1892, el proyecto de Ciudad-Jardín, inspirado en las teorías del inglés Howard, presentado en Barcelona en 1900, la extensión de la red de alcantarillado y agua corriente, la ley de “casas baratas” aprobada en 1911, que permitió, ya durante la Dictadura primorriverista, la construcción de numerosas viviendas obreras de bajo coste.

Precisamente en la década de 1920 y durante la Segunda República, fue cuando el nuevo discurso eugénico y médico-social conoció una divulgación a gran escala. Mítines sanitarios, difusión en Casas del Pueblo y Ateneos, amplia presencia en la prensa socialista y anarquista, proyecciones de películas, consultas radiofónicas. Es posible hacerse una idea de estos planes de propaganda sanitaria a gran escala leyendo la descripción que hace Hildegart Rodríguez en su ensayo La Educación Sexual, –publicado por las Gráficas de El Socialista en 1931- cuando postulaba la creación de un Instituto de Sanidad y Pedagogía dedicado a la divulgación de la doctrina eugénica. Aquí se menciona la publicación masiva de folletos, la creación de dispensarios gratuitos para la lucha antivenérea, la organización de conferencias populares impartidas en talleres, fábricas, casas del pueblo, cárceles y reformatorios; la puesta en marcha de excursiones y olimpiadas, la creación de clubes recreativos infantiles, el reparto de carteles y material pedagógico en las escuelas.

A través de estos instrumentos se trató de inculcar la cultura eugénica y los protocolos eugenésicos en la clase trabajadora. Tras la Guerra Civil estas tentativas propagandísticas conocieron un reflujo importante. La biopolítica interventora cedía su lugar a un nuevo tipo de biopoder definitivamente alejado de la gubernamentalidad liberal.
TEXTOS

1. La legislación social como demostración del socialismo

“Haremos notar que la intervención gubernativa en las relaciones de capitalistas y obreros no sólo es contraria del todo al criterio de la libertad en materia económica, principio hasta aquí profesado por los partidos llamados democráticos, en que creíamos militaba el señor Moret, sino también la condenación del sistema actual de relaciones económicas y una demostración indirecta de la doctrina que profesamos y defendemos
¿A qué queda reducida la sagrada libertad individual que vosotros decís, si en una u otra forma interviene el Poder público en los contratos de obreros y patronos? Si son armónicos sus intereses, ¿por qué viene el Poder político a mediar como amigable componedor? No menos vulnerado queda el principio, aunque intentéis justificar vuestra intervención con el propósito de favorecer al obrero. ¿Cómo el obrero necesita el favor y auxilio de la acción gubernativa? Esta declaración vuestra, terminante y categórica ‘es preciso mejorar la condición del trabajador’, es el reconocimiento terminante y categórico de la opresión y dependencia económica y social del hombre de trabajo; es admitir implícitamente que la evolución capitalista arrolla al trabajador, le priva de sus medios de defensa, ahoga su libertad individual; que deja de ser persona cuyo derecho hay que garantizar, para convertirse en cosa que hay que proteger” (VERA, J.: “Informe de la Agrupación Socialista Madrileña ante la Comisión de Reformas Sociales” 1884, en VERA, J.: Ciencia y Proletariado. Escritos Escogidos de Jaime Vera, Madrid, Cuadernos para el Diálogo, 1973, p. 138)

2. Beneficios del Seguro Obligatorio de Invalidez

“Dos maneras hay de prever: una voluntaria, individual; otra, colectiva, involuntaria, hasta cierto punto, pero de todos modos, automática e ineludible. La primera es el ahorro; claro está que esta es la mejor. Se adquiere un hábito y se maneja su capital y se distribuye su dinero; pero ¡cuán difícil es, de una manera continua, sustraer a diario, por semanas o meses, una cantidad previsora para la necesidad que se ve de lejos, cuando se ve, en perjuicio de la imperiosa necesidad de cada día, cuando el diario jornal no alcanza a subvenir las necesidades más urgentes!. ¿Cómo exigir que el obrero prive a sus hijos del pan diario, del calzado necesario para ir a ganar parte de lo preciso en ayuda del padre, del abrigo, de la luz, y después, para tener, cuando más, un porvenir de poca ayuda con el ahorro individual y personal? (..). La segunda forma, la del Seguro obligatorio, es tal vez un tanto dura y no tan liberal como el Seguro voluntario. Pero es más fácil de implantar, más barata en la cuota, más segura en el tiempo, más eficaz en el momento de la necesidad, muy educativa y muy objetiva, pues el resultado se toca siempre que se busca (..). Al contemplar en Berlitz la mansión principesca del Sanatorio contra la tuberculosis y la invalidez que allí se ha levantado con el ahorro obligatorio, los Sanatorios sembrados por toda Alemania, los de Francia, Italia e Inglaterra, naciones de psicología tan distinta, pero que todas, y otras muchas más, han aceptado como mejor el Seguro obligatorio, no puedo menos que pensar que en España lo hemos de conseguir muy pronto” (ESPINA CAPÓ, A.: El Seguro de Invalidez, 1917, en RODRÍGUEZ OCAÑA, E.: La Constitución de la Medicina Social como Disciplina en España (1882-1923), Madrid, Ministerio de Sanidad y Consumo, 1987, pp. 101-102)

3. El coste de la mortalidad y el deber de la intervención sanitaria del Estado

“¿Cómo es posible que la autoridad local y el Gobierno de la nación no adopten las medidas necesarias para poner la capital de España en iguales condiciones sanitarias que disfrutan las otras capitales de Europa? ¿No es acaso un deber imperioso de los gobiernos el conservar la vida de los ciudadanos, que con el fruto de su trabajo llevan las cargas del Estado y contribuyen a dar vigor a la savia del organismo nacional? Se contestará que el Gobierno y las corporaciones locales carecen de recursos para aplicar el remedio a un mal tan grave. Esta contestación pierde su valor si se piensa que en tiempo de una epidemia colérica basta el pánico que se apodera de las altas clases sociales para que los Gobiernos se crean autorizados para arbitrar recursos con el solo fin de aliviar una situación angustiosa (..). No obstante, ninguna de las epidemias coléricas que han reinado en esta capital ha producido 5.000 defunciones, cifra que corresponde al exceso de mortalidad anual ocasionada por las enfermedades infecciosas endémicas en la corte. Aun si se quiere hacer abstracción de la parte moral y humanitaria de esta cuestión, hay que considerarla bajo el punto de vista económico social, pues para juzgar bien del diezmo mortuorio de un país, según dice Rochard, es necesario fijar el precio que representa la vida humana. Aunque la vida del hombre no tiene precio si se le considera bajo el punto de vista moral e intelectual (..), lo tiene bajo el punto de vista material. En prueba de esto, basta el ejemplo de los seguros de vida, por medio de los cuales el hombre estima el valor de su existencia para su familia lo mismo que si asegurase una casa” (HAUSER, H.: Madrid bajo el punto de vista médico-social 1902, en RODRÍGUEZ OCAÑA, E.: La Constitución de la Medicina Social como Disciplina en España (1882-1923), Madrid, Ministerio de Sanidad y Consumo, 1987, pp. 88-89)

4. La Medicina Social como garante de paz social

“Entre nosotros el peligro de la degeneración orgánica es evidente. No hay más que entrar en una escuela, recorrer los departamentos de una fábrica, asistir a un desfile de soldados; los niños raquíticos, los hombre y mujeres anémicos, los mozos de talla escasa y cuerpo desmedrado nos anuncian que España tiene en abandono cuanto atañe a la salud pública (..) El amor a la vida, el respeto a la vida, no representan un empeño epicúreo, sino una finalidad altamente moralizadora. El fundamento de la riqueza de los pueblos es la vida de los hombres. Cada niño que sucumbe, cada joven que perece, cada hombre maduro que muere, representan pérdida en el capital colectivo, y estas pérdidas contribuyen a la desmoralización, a las sacudidas violentas, a los estragos que afligen a las sociedades modernas. Salud del cuerpo es la alegría en el alma, risa, optimismo, generosidad, expansión. Pan escaso, aire impuro, vida corta, producen el odio revolucionario, la ira demagógica. Más se hace con medidas de higiene que con todas las de represión que adopten las autoridades contra las reclamaciones airadas de la muchedumbre. Por lo mismo los médicos podemos ser mensajeros de una paz que en vano se busca con bandos de buen gobierno; podemos y debemos serlo para cumplir altas incumbencias y estimular a los Poderes públicos, siempre reacios a proceder con diligencia cuando se trata de estos asuntos. Hasta los partidos que se nutren con el proletariado, usan de modo secundario las reclamaciones a favor de la salud, prefiriendo las campañas en contra de tiranías imaginarias, cuan hay tiranos mayores que destruir, como los llamados anemia, tuberculosis, sífilis y alcoholismo” (FRANCOS RODRÍGUEZ, J.: “Propaganda Médica”, El Siglo Médico (1918), p. 702).

5. La misión política del Médico

“La llamada cuestión social, el desarrollo normal y progresivo de las colectividades humanas, la gobernación de los pueblos, todos los grandes problemas nacidos de la convivencia, cada vez más estrecha, del hombre con el hombre, no encontrarán solución adecuada y estable mientras no los saquemos del terreno de la especulación metafísica y les situemos en el campo de la Biología, que es su base fundamental. Se legisla demasiado y, lo que es peor, sin otro criterio que puras fantasías ideológicas, de escaso o ningún contenido real, y sin tener en cuenta que el hombre, como todos los seres vivos, está sujeto a leyes naturales, de cuya transgresión no puede esperarse otra cosa que la enfermedad, la degeneración del tipo humano y la degeneración consiguiente y obligada de todos sus productos y actividades (..) Sólo el hombre sano es susceptible de una cultura racional y armónica, y sólo el hombre sano y culto está en condiciones de emprender y de gozar plenamente el grande, el inmenso placer de vivir. La política, pues, de los tiempos modernos ha de ser la lucha por la salud, y en esta formidable empresa nos está reservado a los médicos por derecho propio el papel de vanguardia (..) Y la misión principal, la verdadera del médico en la sociedad será la de modificar, la de disponer el ambiente, físico y social, en que el hombre viva, de tal modo que el resultado forzoso, natural, espontáneo, sea la salud de todos” (AGUADO MARINONI, R.: “Medicina Social”, El Siglo Médico (1921), p. 830)

6. Delincuencia y Regeneración Nacional

“El golfo es, en cualquiera de sus manifestaciones, un andrajo social y acusa a la sociedad en donde vive (..). De igual manera que los organismos vigorosos tienen en sí energía bastante para transformar las propias impurezas de la vida, las sociedades bien consolidadas se purifican también por su propio esfuerzo; siendo organismos y sociedades enfermizos los que manifiestan en su exterior lamparones y roñas, sarpullidos y lacras, harapos y parásitos (..). España debe adherirse a las iniciativas regeneradoras de Europa y América, si no, inútil será hablar de redenciones en el país que quiere seguir siendo tributario de la muerte por incuria higiénica, de la ignorancia por incuria intelectual y del delito y la prostitución por incurias sociales” (SALILLAS, R.: Discurso leído el día 10 de Diciembre de 1902 en el Ateneo Científico, Literario y Artístico de Madrid con motivo de la apertura de sus Cátedras, Madrid, Tipografía de la Viuda e Hijos de M. Tello, 1902, p. 38)

7. Medidas eugenésicas contra la etnia Gitana

“Ejemplo tenemos de la tiranía de las leyes hereditarias en lo que fatalmente se repite dentro de la raza gitana (..). No os canséis, no lograréis modificarle [al gitano]; si le arrastráis forzosamente a la escuela se os escapará, sin que haya medio de retenerle entre sus compañeros (..). Como pájaro salvaje, teme al hombre y huye su presencia; igual que el lobo tira al monte y del monte ama la vida. De capacidad craneana reducida, de columna vertebral sutil y excepcionalmente cambreada en su posición lumbar que da el característico balanceo a la pelvis; de esqueleto reducido y endeble; enjunto, de mano fina, dedos delgados y uñas largas, de piel oscura y ojos negros; sucios y desgreñados, holgazanes y traidores, falsos y ladrones, se aman entre ellos de modo rudimentario muy próximo al olvido, y odian a los otros hombres. Sin hogar ni verdaderos lazos familiares, ni cohesión moral, no los une más que la rapacidad y vivir malditos fuera de la ley (..) y su alma de prehistórico salvaje se solaza con tal proceder de la vida (..). No nos alcanzará el sosiego ni podremos vivir tranquilos mientras esa maldita raza se halle infiltrada en nuestras entrañas (..). Hay que señalar la trascendental importancia de este problema, que tiene que terminar infaliblemente por la expulsión o destrucción de ese pueblo” (MADRAZO, E.: Cultivo de la Especie Humana. Herencia y Eugenesia, Santander, Imprenta Literaria de Blanchard y Arce, 1904, pp. 102-106)

8. Homo Hygienicus. La salud, condición para el ejercicio de derechos
“Las naciones lo que necesitan, en principio, es de ciudadanos sanos, aptos para la vida individual y colectiva, capaces para el cumplimiento del Derecho, pues sin la condición primera de sanidad, sabido es que el derecho estará siempre en peligro de ser atacado y violado duramente por los elementos morbosos de los cuales la natural predisposición a la delincuencia no puede negarse (..) La influencia enorme de las degeneraciones sobre el crecimiento de la criminalidad está hoy fuera de toda duda. Asimismo, el peligro de las cacogenias sobre las razas tampoco podemos considerarlo como un mito (..). El fin natural y lógico de toda raza que pierde su sanidad y su fuerza no es otro que el de llegar a ser dominada” (NOGUERA, J.: Moral, Eugenesia y Derecho, Madrid, Javier Morata Ed., 1930, pp. 142-43)

9. Homo Hygienicus. Importancia de la cultura sanitaria

“Con fábricas, talleres, industrias y artes en edificios capaces, higiénicos, libres de maquinarias descubiertas y destructoras, implantados en terrenos sanos y feraces, con todas las facilidades para su incremento y desarrollo, con horas hábiles para que los operarios no se excedan, con Cajas de Ahorro y cuanto se desprende de una buena organización, resulta un elemento capaz y de resistencia para que el organismo social se mantenga en pie ayudado por los demás. Con escuelas, colegios y demás centros de instrucción en condiciones y circunstancias tales que se pueda cultivar y perfeccionar el entendimiento sin excesos, sin plétora, sin detrimento de la salud individual (..) no hay duda de que también constituirá otro factor saludable para la colectividad en general (..) Y no hemos de decir más porque con lo dicho basta, y es más que suficiente para probar que las naciones no pueden tener riqueza si no gozan de buena salud, y por ende que no pueden prescindir en manera alguna de la Higiene. Cuantos se dedican al cálculo, a las estadísticas, a estudios de alto vuelo nos enseñan de un modo indubitable que se pierden muchos millones de riqueza con las enfermedades y muerte prematuras, haciendo deducciones y comparaciones entre el hombre sano y el enfermo, entre los gastos y lo que dejan de producir y ganar. El planteamiento de la Higiene en toda su extensión se va imponiendo cada día más, no tan sólo en la vida privada, en lo individual y en el seno de la familia, sino también en lo general, en lo colectivo y en la sociedad en conjunto” (VALERA Y JIMÉNEZ, T.: “La Salud Nacional es la Riqueza Nacional”, El Siglo Médico, 39 (1892), p. 735)

10. La alianza del médico con la mujer en la biopolítica interventora

“Se impone un cambio profundo en el Sanitarismo estatista, dándole a la mujer participación en el Gobierno de los municipios y de las regiones, por absoluta necesidad de culturación experimental biológica, en fuerza de respetar a la mitad del todo social como organismo, que si no se le equipara en derechos y deberes al de sexo opuesto fatalmente reaccionará para lograrlo con violencia, por mero ideal de justicia redistributiva. Al abusivo masculinismo legalista ejercido intangiblemente hasta finalizar el siglo XIX, habrá de adicionarse sin contraponerse el feminismo igualitario constituyente, por ley fatal de equilibrio compensador, ya que no puede llegar a mayor alcance la ineficacia del Derecho represivo para moderar el libertinaje castigando desigualmente a los enemigos del matrimonio fértil, a los abandonadores de sus hijos legítimos, a los seductores que prometen casarse, a cuantos luchan mercantilizando la corrupción de las costumbres” (VALENTÍ VIVÓ, I.: Criminales Lujuriosos y Agresividad Psicosexual, Barcelona, Antonio Virgili S. en C. Editores, 1911, pp. 204-205)

BIBLIOGRAFÍA

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Sobre las tecnologías aseguradoras y los seguros sociales en España:
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MAGNIEN, B.: “Cultura Urbana” en SALÄUN, S. y SERRANO, C. (dir.): 1900 en España, Madrid, Espasa Calpe, 1991, pp. 107-130

NACIMIENTO DE LA BIOPOLíTICA EN ESPAÑA




FRANCISCO VÁZQUEZ GARCÍA






(Texto expuesto el 20-4-2005 en el marco del programa de doctorado "ESPAÑA Y EUROPA: HISTORIA INTELECTUAL DE UN DIÁLOGO". Universidad de Murcia)

I. Biopolítica, Gobierno y Gubernamentalidad. Una perspectiva histórica y pluralista

1. La génesis de los conceptos
La introducción de estos conceptos en la trayectoria intelectual de Michel Foucault va ligada al tránsito del modelo bélico en la representación del poder (la relación de poder como relación de fuerzas) al modelo del “gobierno” (la relación de poder como conducción de conductas). Del esquema del enfrentamiento físico al esquema de la acción. Este tránsito no implica una ruptura radical; Foucault conserva en la noción de “gobierno” todos los rasgos que había conquistado en el modelo bélico como alternativa a las concepciones liberal y marxista del poder (carácter productivo del ejercicio del poder, condición relacional y microfísico, exigencia de practicar un análisis ascendente, etc..)

Entre VC y HS-1 (1975-1976) y en el curso titulado “Il Faut Défendre la Societé” (1976), Foucault descubrió un tipo de poder cuyo desempeño no encajaba bien en el modelo bélico por él sugerido, y obviamente tampoco en el modelo jurídico. Se trata de lo que Foucault designará de un modo ambivalente como “mecanismos de regulación” y como “biopolítica”(el término aparece en los cursos impartidos por Foucault en Brasil, en 1973). El ejercicio de la soberanía –detentada por el rey en las monarquías absolutas y por la ciudadanía en las democracias liberales- obedece a una lógica negativa y deductiva; resta fuerzas a aquéllos sobre los que se ejerce (pena de muerte, multa, destierro, confiscación, privación de libertad) y actúa con el instrumento de la ley. Las prácticas disciplinarias (analizadas en VC) se rigen por una lógica productiva (fabricación de sujetos dóciles y útiles) y actúan sobre los cuerpos individuales a partir de un estándar de normalidad.
El poder disciplinario se ajusta bien al esquema de la batalla, porque su acción consiste en apropiarse del cuerpo individual, en sujetarlo venciendo sus resistencias, derrotando todo lo que se opone a su encauzamiento, corrigiendo todo lo que se desvía del estado normal. Pero junto a los mecanismos disciplinarios que apuntan al organismo individual se advierte ya en la Europa de las Luces la presencia de un tipo de poder que no encaja bien en el patrón de la guerra.
Se trata de tecnologías políticas que no se dirigen a la reforma del organismo individual, a su domesticación y potenciación utilitaria, sino que buscan regular los grandes procesos biológicos que afectan a una población en su conjunto, y que poseen su propia normatividad intrínseca (natalidad, mortalidad, morbilidad, vivienda, vejez, siniestrabilidad, etc..). Ciertos procedimientos, tales como las campañas para la vacunación infantil o la esterilización de débiles mentales, medidas fiscales para incentivar la natalidad, seguros sociales, políticas de vivienda y educativas para prevenir la delincuencia, etc., no pretenden vencer la resistencia individual para ajustarla a un estándar, como sucedía en la normalización disciplinaria; operan mediante el cálculo de riesgos. No se trata, por ejemplo, de derrotar al crimen ni de corregir a los criminales para que se conviertan en buenos ciudadanos, sino de gestionar la tasa de criminalidad dentro de un intervalo aceptable, que no suponga una amenaza para el conjunto de la población.
Este género de tecnologías reciben el nombre de mecanismos “reguladores” o “de seguridad”, y también el de “biopolítica”, aunque este último término –y sobre todo el de “biopoder”- lo reserva Foucault ocasionalmente para designar al conjunto de mecanismos disciplinarios y reguladores que caracterizan a la “racionalidad política” prevaleciente en nuestras sociedades (una anatomopolítica de los cuerpos y una biopolítica de las poblaciones). La noción de “biopolítica” funcionó en cierto modo como un puente entre los análisis del poder anteriores a 1976 y los que, bajo la égida del concepto de “gobierno”, se pusieron en marcha en los cursos recientemente editados de 1977-78 (“Securité, Territoire, Population”) y 1978-79 (“Naissance de la Biopolitique”)
El modelo del gobierno sirve para dar cuenta de esas tecnologías reguladoras que no casan con la metáfora bélica, con la imagen del enfrentamiento cuerpo a cuerpo, con la forma de la dominación. En el gobierno, entendido como técnica, no como órgano del Estado, la acción (entendida como conducción de conductas) no tiene su blanco en el cuerpo (una materia, un potencial de fuerzas por dominar) sino en las acciones de los otros (o de uno mismo). Se supone que aquéllos sobre los que se actúa son a su vez activos, y que esa actividad puede ser instrumentalizada y alineada en relación con las metas de esa conducción de conductas. El gobierno –a diferencia de la dominación, de la lucha cuerpo a cuerpo- no pretende anular la iniciativa de los gobernados–es decir, su práctica de la libertad- imponiéndole un estándar sino emplearla a su favor. El gobierno presupone entonces la libertad, con la que mantiene, no una relación de antagonismo, sino un vínculo de “agonismo”, implicando un juego permanente de incitación y desafío recíprocos. Piénsese por ejemplo en las campañas para favorecer la natalidad en las clases medias de las democracias liberales. Esta regulación puede implicar desde iniciativas fiscales y facilidades en los créditos hipotecarios hasta cambios en la estructuración del horario laboral y en la disponibilidad y acceso al régimen de guarderías. La acción de gobierno incide sobre seres humanos con capacidad de cálculo e iniciativa, que, dentro de sus recursos más o menos limitados, pueden elegir y ponderar el volumen de descendencia que desean tener. La acción de gobierno apunta a facilitar esta capacidad de elección para coordinarla con las propias metas de la nación, evitando que la natalidad descienda por debajo de un umbral que implique riesgos para la preservación del sistema de cotizaciones a la seguridad social.
Con el modelo del gobierno, Foucault podía dar cuenta de la relación entre libertad y poder sin tener que demonizar a este último como “dominación” –ésta sería algo así como el grado cero del gobierno, cuando la capacidad de actuar del gobernado tiende a anularse- ni caer en una rígida oposición entre poder y resistencia. Salvo esta modificación vehiculada por el concepto de “gobierno”, el resto de los supuestos asumidos por la analítica del poder de los setenta se mantienen inalterados.
Junto al uso de la expresión en sentido amplio –el gobierno como “conducción de las conductas”-, se encuentra también en Foucault una acepción más restringida. Se trata de la “gubernamentalidad”, a la que Foucault también designa con los términos “arte de gobierno” y “racionalidad de gobierno”. Éste es un sistema de pensamiento acerca de la naturaleza y práctica del gobierno, de la conducción de conductas (quién tiene que gobernar, cómo se entiende el gobernar mismo, qué o quienes son los gobernados), dentro de coordenadas históricas precisas.
Desde 1977-78, Foucault utilizó esta noción de gubernamentalidad para explorar cuatro dominios históricos diferentes: el poder pastoral perfilado durante el Cristianismo Primitivo y contrapuesto al “gobierno de una ciudad”, teorizado en la Antigüedad grecolatina; los programas de gobierno forjados entre los siglos XVI y XVIII (razón de Estado, Estado de policía, cameralismo y mercantilismo) (todo esto afrontado en el curso “Securité, Territoire, Population”); la racionalidad gubernamental del liberalismo clásico desde Adam Smith y la Ilustración escocesa hasta Malthus y Chadwick, y la gubernamentalidad neoliberal articulada principalmente en Alemania y Estados Unidos (todo ello en el curso “Naissance de la Biopolitique”).
Este conjunto de investigaciones, emprendidas por Foucault en los últimos años de su vida conforman un corpus incompleto y bastante disperso. Sus contenidos están mayoritariamente expuestos en las lecciones del Collège de France correspondientes a 1977-78 y 1978-79, recientemente publicadas. También se encuentran elementos de este trabajo en artículos y entrevistas concedidas por el filósofo durante estos años.

2. Crítica a las propuestas de Bauman y Agamben. Los Estudios sobre la Gubernamentalidad

Desde su formulación, el concepto de biopolítica tuvo un éxito indiscutible, porque parecía captar un rasgo peculiar del poder en las sociedades occidentales, no entrevisto por las teorías liberales y marxistas. Los usos de la noción se multiplicaron y tendió a triunfar una versión que convertía a la “biopolítica” en una especie de destino de la modernidad, en un macroconcepto de gran formato que expresaba la captación del cuerpo y de la vida en su conjunto por un poder que la instrumentalizaba y administraba extirpando todo lo que estimaba como una amenaza para la misma. Desde esta perspectiva, la tanatopolítica, el proyecto exterminador de los elementos defectuosos aparecía como inherente al cuidado de la vida y de la salud característicos de la biopolítica. Desde estos parámetros, por ejemplo, es como el sociólogo británico Zygmunt Bauman, ha afrontado el “racismo”. Éste no significa el regreso a prejuicios premodernos sino un modo de ingeniería social, ligado al proyecto de la Modernidad, que pasa por eliminar todos los obstáculos opuestos a la contrucción de un orden social perfecto (mediante estrategias tomadas de la arquitectura, la jardinería o la medicina). Esos obstáculos son los residuos de naturaleza que se resisten a ser integrados en el orden racional programado (BAUMAN 1998: 86-88).
En una línea próxima se emplaza el pensador italiano Giorgio Agamben. Éste sostiene que la biopolítica moderna, el hecho de que la vida biológica y sus necesidades se conviertan en el hecho políticamente decisivo, implica la cualificación de ciertos grupos de individuos (los homini sacri) como “nuda vida”, una suerte de pseudonaturaleza inasimilable por el cuerpo político colectivo y cuyo estar a merced del poder funda, a contrario, el orden legítimo del Estado. Por esta razón Agamben sostiene que la verdad en la que se asienta la política moderna –como biopolítica- es el campo de concentración (AGAMBEN 2003: 151-155).

Estos autores subrayan correctamente un componente peculiar de la biopolítica en el siglo XX; la frecuente asociación establecida entre la voluntad de construir una sociedad saludable y la eliminación de los inadaptados a la misma. Los procedimientos de la eugenesia, una estrategia reguladora muy difundida en los Estados totalitarios y en las democracias liberales durante la primera mitad del siglo XX, expresan con claridad esta vinculación entre biopolítica y tanatopolítica resaltada por Bauman y Agamben.

Sin embargo estos autores generalizan abusivamente a todos las formas de la biopolítica lo que sólo es válido para algunas de sus actualizaciones históricas. Pierden de vista el uso nominalista y rigurosamente histórico de esta noción en los textos de Foucault. Las estrategias de la actual biopolítica liberal avanzada o neoliberal, por ejemplo, difieren por completo de la biopolítica totalitaria de los años 30 y 40. En 1942, el demógrafo español Jesús Villar Salinas urgía al Estado franquista la adopción de medidas que obligaran a la población a alcanzar el promedio de 4 hijos vivos por familia; sólo alcanzando este índice (lo que los demógrafos nazis llamaban el Geburten-söll) se garantizaría la presencia de un ejército lo bastante numeroso para preservar la supervivencia nacional.
Este modo de razonar ha caducado. La idea de un Estado social omnipotente y omnipresente que aspiraría a modelar todas las regiones del cuerpo colectivo, ha caído hoy en el descrédito. El cuerpo de los habitantes ya no se nacionaliza como organismo de un Estado nacional que compite con otros para sobrevivir.
Por otro lado tiende a afirmarse que no es el Estado el que ha de resolver las necesidades sanitarias de la población. La sociedad es vista cada vez más como un conjunto de energías e iniciativas por facilitar y potenciar y no como un conjunto de necesidades sanitarias por atender. El Estado debe actuar como animador y facilitador de esas iniciativas. Tiene que establecer las condiciones básicas y generales de la salud (regulación de la venta de alimentos, de la expedición de medicamentos, de la circulación y depuración de aguas, etc.,) pero la responsabilidad por el propio bienestar depende del individuo. Este tiene que funcionar como un consumidor activo que se hace cargo de la gestión de su salud contratando los servicios ofertados por un vasto mercado de agencias sanitarias que compiten entre sí: aseguradoras privadas, agencias semipúblicas, asociaciones profesionales, organizaciones de autoayuda, etc..
Finalmente, no se trata en esta biopolítica de identificar, clasificar y eliminar a los defectuosos en nombre de la raza o de la nación. Se trata de establecer estimaciones probabilísticas que permitan detectar grupos de riesgo, prácticas de riesgo y, cada vez más, “individuos de riesgo”, es decir, con niveles altos de susceptibilidad a determinadas dolencias. No se pretende eliminar estas instancias de riesgo, sino que se trata de desplegar medidas preventivas que permitan minimizarlas. Compárense por ejemplo las prácticas del certificado prenupcial obligatorio o la esterilización forzosa de individuos defectuosos (en la Alemania de 1940 o en la Suecia de 1950) con el consejo genético a parejas en las consultas contemporáneas.
Este contraste no significa que la biopolítica actual carezca de peligros. Pero estos no coinciden exactamente con los del pasado (v.g. la intromisión del Estado en la vida sexual de los individuos). Piénsese por ejemplo en los falsos resultados positivos o en los falsos resultados negativos derivados de la estimación probabilística de los factores de riesgo en un individuo (este puede quedar condenado a una existencia de enfermo virtual, sometido de por vida a la autoridad médica), en la discriminación, en los seguros, o en la contratación laboral, de sujetos diagnosticados como susceptibles a determinadas dolencias (ROSE 2001: 4-12).

Hay que evitar por tanto un uso deshistorizado y extrapolador del concepto de biopolítica. Otro error frecuente consiste en identificar la biopolítica como un ejercicio de poder más sofisticado e insidioso que las disciplinas y éstas a su vez, como un estilo más refinado que el poder de soberanía. Como si la historia genealógica designara la presencia de un poder cada vez más sutil, invisible y omnipresente. Este error puede encontrarse en algunos de los seguidores franceses de Foucault, particularmente aquéllos que siguen la distinción deleuziana entre disciplinario y postdisciplinario, sociedades disciplinarias y sociedades de control (en las que prima la biopolítica) (O’MALLEY 1996). Un caso reciente y conocido de este género de error lo encontramos en la obra conjunta de Michel Hardt y Antonio Negri, Imperio (2000) (HARDT y NEGRI 2000: 16-28). Frente a la tesis de la sofisticación progresiva hay que recordar que soberanía, disciplina y biopolítica (o regulación) no forman una cadena sucesiva sino un triángulo cuya articulación recíproca varía de un período histórico a otro, dando lugar a configuraciones diferentes (DEAN 1999)
Por lo tanto, en vez de referirnos a la biopolítica en general, habría que distinguir tantas formas de biopolítica como maneras de gobernar. Por esta razón el estudio de la biopolítica es inseparable de una morfología de la gubernamentalidad. Los enfoques unitarios y progresivos deben dejar su lugar a un planteamiento pluralista y estrictamente histórico.
Esta es la perspectiva que voy a presentar. Con esto no invento nada, sino que me sitúo en la órbita de los investigadores anglófonos que conforman la llamada History of the Present Network , un grupo que desde los años 90 intenta aplicar la caja de herramientas foucaultiana al diagnóstico del orden político neoliberal.
No es baladí señalar que el contexto en el que se inicia este acercamiento de un grupo de estudiosos (sociólogos, politólogos, filósofos, economistas) anglosajones a las reflexiones foucaultianas sobre el gobierno está marcado precisamente por la expansión de las políticas neoliberales en los países de lengua inglesa (en particular Gran Bretaña, Australia, Estados Unidos y Canadá). Sucede como si el modelo del gobierno, remitiendo a un poder que se apoya en la libertad, que incluso exige a los gobernados la obligación de ser libres, fuera idóneo para dar cuenta de la revolución neoliberal en el arte de conducir las conductas. Foucault desarrolla sus lecciones sobre la gubernamentalidad en el momento en que las administraciones de Reagan y Thatcher se están estrenando en sus respectivos países. Los trabajos de Nikolas Rose, Mitchell Dean, Peter Miller, Thomas Osborne, Graham Burchell, Pat O’Malley y tantos otros, se inician cuando esas políticas neoliberales tienen tras de sí cierto trecho de experiencia y de profundización (DEAN 1999: 1 y ROSE 1999: XI).


II. Biopolítica y Gubernamentalidad en España. Un ensayo de morfología y periodización

Con arreglo a este enfoque pluralista pueden distinguirse en España seis fases o seis formas de biopolítica vinculadas a otras tantas maneras de gobierno. En cada una de ellas está presente una lógica estratégica distinta, un régimen de prácticas diferente. Por otro lado la periodización de las mismas es simplemente aproximada:

1. Biopolítica absolutista (1600-1820)
2. Biopolítica liberal clásica (1820-1870)
3. Biopolítica interventora (1870-1940)
4. Biopolítica totalitaria (1940-1975)
5. Biopolítica social (1975-1985)
6. Biopolítica liberal avanzada o neoliberal (1985-)

1. Biopolítica absolutista (1600-1820)

En rigor, la biopolítica surge con el nacimiento de la “población” como objeto de administración, como blanco de la acción de gobierno. En España, como en otros países europeos, esto tiene lugar entre los siglos XVII y XVIII, en los escritos de pensadores y arbitristas sobre la “razón de Estado” y posteriormente, en las prácticas y discursos relacionados con lo que se llamaba “la policía”.

En todos estos planteamientos la población no aparecía afrontada a la manera malthusiana que nos resulta familiar, esto es como nuna serie de procesos biológicos de supervivencia en un medio de recursos escasos. No; por “población” se entendía el número de habitantes emplazados en el territorio del reino y su condición dócil e industriosa. En este sentido, y en coherencia con las tesis mercantilistas de la época, la población era la mayor riqueza de un reino (“la mayor riqueza del reyno es la mucha gente”, González de Cellórigo).

En el caso español, desde comienzos del siglo XVII (v.g. en el Memorial de la Política Necesaria y Útil Restauración a la República de España, 1600, de Martín González de Cellórigo, Sancho de Moncada, Álvarez Ossorio, Martínez de Mata), el problema es la mengua de esta riqueza, particularmente en Castilla, corazón del Imperio. Se llega incluso a aplicar un rudimentario criterio estadístico para cifrar esta pérdida (Pedro de Valencia). Las pestes, la emigración a América y sobre todo una suerte de “flojedad” moral (otros autores hablarán de “afeminamiento”, MARAVALL 1983: 94) que lleva tanto al ocio y la picaresca como al desdén por el matrimonio, la lujuria y el descuido de las obligaciones familiares, empezando por la conducta poco morigerada de la nobleza, son, según los arbitristas, las causas principales de esta despoblación que amenaza con llevar al Imperio español a la ruina (sobre la crítica de la “pobreza fingida” en los arbitristas, ver SERNA ALONSO, J 1988: 52-60). El auge del neoestoicismo (lo que aquí se conoce como “tacitismo”) entre los pensadores políticos del XVII español (Quevedo, Gracián, Saavedra Fajardo, López de Vega, etc..) se sitúa en este mismo eje de preocupaciones: los oficiales del Estado deben llevar una existencia de moderación, autodisciplina, autocontención, frente a los excesos del lujo, el gasto improductivo, el afán de gloria y la lujuria. La “prudencia civil” es la máxima virtud del gobernante y su función principal es la de conservar el Estado ante los peligros que lo amenazan. Aquí se inscribe también la exigencia, desde Felipe IV, de auspiciar una “reformación moral” en la nobleza de la Corte como condición para salvar al Imperio de su declive.

El buen gobierno de las riquezas del Estado se equipara al buen gobierno de la Casa del Rey. Es decir, si la “población” se entiende como cuantía de súbditos industriosos, la economía se concibe como el gobierno de la casa, no como un conjunto de procesos cuasi naturales que poseen su propia legalidad. Por otro lado las familias mismas, los “hogares”, no se perciben como una esfera privada sino como una prolongación de la Casa real, algo interno a la propia esfera del gobierno.

En los memoriales de los arbitristas así como en los discursos sobre la “razón de Estado”, por tanto, el gobierno de la población posee un carácter “disposicional”; consiste en la ordenada disposición de los recursos, de las riquezas (cosas y personas) dentro de un territorio. Este orden exige una condición moral de disciplinamiento como requisito para la laboriosidad.

Un planteamiento similar se encuentra en el pensamiento del siglo XVIII, pero en esta centuria la “población” se encuadra en relación con un nuevo problema: la cuestión de la “policía”. Este asunto llega de la mano de los afanes de centralización, homogeneización y estricto ordenamiento del reino que caracterizan al reformismo borbónico desde la promulgación de los Decretos de Nueva Planta por Felipe V. La literatura sobre “ciencia de la policía” llega a España a partir de mediados del siglo XVIII, a través de la traducción y de los comentarios de las grandes obras sobre “policía” de procedencia francesa y germánica.
En el caso francés, la obra de referencia es el monumental Tratado de Policía (1705 en adelante) de Nicolás Delamare, vertido al castellano por Tomás Valeirola y publicado entre 1798 y 1805, que transcribe al autor francés y lo aplica al caso de Valencia. Aquí la “policía” designa la regulación de todos los aspectos de la vida que no son cubiertos por las regulaciones estamentales y que permiten alcanzar la felicidad de los súbditos. Se estipulan disposiciones meticulosas para reglamentar hasta los aspectos más nimios de la existencia cotidiana en el espacio de la ciudad, desde el aprovisionamiento de víveres hasta la vigilancia de impresores y distribuidores de libros, pasando por el control de los vagos y pordioseros, la supervisión de pesas y medidas, la limpieza de las calles o el tráfico de carruajes. El núcleo de este programa es la inculcación de la disciplina como modo de expandir sorda y discretamente las buenas costumbres, produciendo súbditos trabajadores, honestos y obedientes.
La “policía” como disciplinamiento hasta el detalle de la vida diaria se expresa también en las prácticas no discursivas, como en la cascada de medidas de reforma (Reales cédulas, pragmáticas, decretos) auspiciadas por el absolutismo borbónico, especialmente a partir de Carlos III y especialmente en relación con la ciudad que daba cobijo a la Corte. Por una parte se trataba de aumentar las riquezas del Estado dinamizando las manufacturas (en 1770 se despenalizaba la ocupación industrial para los nobles), constituyendo la Junta del Catastro con objeto de llegar a una contribución única y universal y promoviendo las obras públicas y favoreciendo el comercio con la implantación de la unificación monetaria. Por otro lado se trataba de poner orden en el espacio urbano (proyectos de limpieza, pavimentación, alumbrado, regulación de la evacuación de residuos y de la conducción del agua) y en sus habitantes. En este último frente se inserta por una parte en 1768 la cuadriculación de Madrid en cuarteles y barrios y la instauración de Alcaldes en cada uno de ellos con funciones de vigilancia y jurisdicción criminal. Esta compartimentación se vincula a las medidas adoptadas (en el bando de 1767, en las Ordenanzas de 1775 y en el Auto del Consejo de Castilla para Madrid en 1778) para cazar y expulsar de la ciudad a las prostitutas, recoger e identificar a pobres y vagabundos e internarlos en hospitales, hospicios y arsenales, según se tratara de pobres honrados u ociosos (SERNA ALONSO 1988: 61-84). Aquí se inscribe asimismo la creación de la Real Junta de Caridad en 1778. En el ámbito de las microdisciplinas se prescribe a los hijos de familia que pidan el consentimiento paterno antes de celebrar esponsales, se prohiben los espectáculos sangrientos en Semana Santa, portar armas cortas, los bailes en Iglesias y cementerios, los juegos de azar, las corridas de toros con la muerte del animal, se establece el castellano como lengua nacional y se prohibe que los gitanos usen su “jerigonza”.
Este cúmulo de reformas apuntaban a establecer el estado de “policía” para el conjunto de la “población”, desplegando un poder continuo y discreto a escala fundamentalmente municipal y ejercido en un plano infralegal, sin pasar por la larga y pesada instrucción de procesos judiciales.

La “ciencia de la policía” llegó también a España a través de su variante alemana. En este caso no se trataba de la “policía” como conjunto ilimitado de aspectos ordinarios que debían ser regulados. Se trataba de la ciencia de la administración, de las materias que habían de permitir la formación de oficiales del Estado debidamente capacitados. En este caso la Wissenschaftpolizei estaba ligada al “cameralismo”, el intento, en algunos estados alemanes de finales del siglo XVII, de justificar y orientar las políticas centralizadoras y las prácticas administrativas y económicas de la Monarquía Absoluta, así como al recuento y sistematización de las diversas agencias burocráticas del Estado.
Justamente una de las preocupaciones de Carlos III era la falta de funcionarios preparados en España, por eso en su primera etapa se vió obligado a reclutarlos en otros países, lo que no dejó de suscitar el descontento popular, viéndose las reformas ilustradas como una injerencia extranjera. Por esta razón la tratadística sobre ciencia de la policía adquirió cierto relieve, utilizándose desde 1776 para la formación de los intendentes y desde 1784 para la formación de abogados de la Real Audiencia y oficiales de la Hacienda. Por ejemplo en obras como Las Señales de la Felicidad de España y medios para hacerlas eficaces (1768), de Francisco Romá y Rossell, inspirada en el gran texto de Bielfeld, Instituciones Políticas. Éste fue vertido al castellano por Domingo de la Torre y Mollinedo entre 1767 y 1801 como también se tradujo otro clásico alemán de la Wissenschaftpolizei: los Elementos Generales de Policía de Von Justi, editado en castellano en 1784 por Arturo Francisco Puig y Gelabert.

Entre los asuntos de la Ciencia de la Policía, ocupaban un lugar destacado los referidos a la población y a la salud pública. Una vez más, la “población” se entendía como cuantía de súbditos que constituye la principal riqueza de un reino. En el texto de Justi se recomendaba, por ejemplo, la prohibición del matrimonio a las personas con enfermedades hereditarias y a las incapaces de procrear, y se exigía la prevención contra el libertinaje, defectos todos ellos que inhibían el matrimonio y hacían disminuir la fecundidad. Como se comprueba, y esto es común a toda la literatura sobre “policía”, este tipo de poder no consideraba que la esfera conyugal y familiar fuese un reducto privado.Primaba una visión patriarcalista que contemplaba los hogares de los súbditos como una amplificación de la Casa del Rey, esto es, como un ámbito dentro del gobierno estatal, no exterior a él.
La literatura española sobre “policía” no se limita a traducciones y comentarios de autores extranjeros. Existe una producción propia, bien en textos como las Cartas sobre la Policía (1793-1891), de Valentín Foronda, bien en las reflexiones políticas más o menos dispersas de los grandes reformadores ilustrados españoles: Jovellanos, Campomanes y Cabarrús principalmente.
Dentro de la literatura sobre “ciencia de la policía” existió desde la segunda mitad del siglo XVIII un subgénero (la Medizinischenpolizei) centrado en los problemas de la salud de las poblaciones. Entre la abundante producción germánica destacan los tratados de Wolfgand Thomas Rau (1764) y el monumental en 9 volúmenes de Johan Peter Franck (editado desde 1779). En ambos se trata de estipular una codificación exhaustiva del control de la enfermedad así como la existencia de un funcionariado sanitario encargado de velar por los asuntos más variopintos, desde la regulación de los medicamentos y las enseñanzas médicas a la educación sanitaria pasando por la lucha contra el curanderismo y la charlatanería, la organización de los hospitales, la prevención de accidentes, la atención materno-infantil, la acción en caso de epidemia, hasta llegar a cuestiones como la regulación de las conductas procreativas o la persecución de la masturbación adolescente. En la España de las Luces estos conceptos llegaron básicamente a través del Compendio (1803) de Vicente Mitjavila, cuya publicación se emplaza en el proyecto de renovación de la Medicina iniciado años antes por Jaume Bonells.
No obstante, desde el punto de vista de las prácticas extradiscursivas, la “policía” de la población destinada a incrementar su número y a preservar su salud trató de implantarse mediante la promulgación de numerosas órdenes regias: incentivo de los matrimonios precoces, premios de natalidad a los matrimonios jóvenes o con más de seis hijos varones, exención de impuestos para padres con más de seis hijos, repoblación de Sierra Morena con los proyectos y fundaciones de Olavide, facilidades para la naturalización de extranjeros. Esta preocupación se tradujo también en la promoción de la higiene y la medicina: publicación de una Farmacopea Oficial en 1794, para desterrar los remedios de los “charlatanes”, creación de nuevos Colegios de Cirugía, construcción de Lazaretos, reconocimiento oficial de las Academias de Medicina, primeras exigencias para establecer una estadística oficial de defunciones, matrimonios y nacimientos. En la misma órbita se localiza la prohibición de enterramiento en los templos, el control de aguas y basuras, la desecación de zonas palúdicas y las disposiciones adoptadas para constituir comisiones de médicos que actuaran como inspectores permanentes de epidemias.

Un capítulo aparte merece el desarrollo, en esta época de la biopolítica absolutista, de los métodos empleados para el recuento estadístico de la población y en particular el desarrollo de la demografía sanitaria. Los primeros censos de la Corona de Castilla tienen lugar en 1528, 1536 y el más importante, el realizado en 1591, ya con la conciencia de la despoblación del reino como una de sus principales amenazas. Los censos tenían como objeto, principalmente el conocimiento, en un régimen de soberanía absoluta, el conocimiento de los hogares con obligaciones impositivas. Por otro lado y con la pretensión de alcanzar un recuento exhaustivo de las riquezas de los reinos hispánicos a efectos fiscales (número de vecinos, de cabezas de ganado, de casas y aperos de labranza, etc..), se emprende en 1578 una gran encuesta (en el sentido de la enquête empírica descrita por Foucault) publicada con el nombre de Relaciones Topográficas de los pueblos de España ordenadas por Felipe II . Este cuestionario establece un recuento a gran escala de las riquezas disponibles.

En el siglo XVIII, vinculados a las pretensiones de la “buena policía”, se llevan a cabo cuatro grandes censos históricos que se consideran como las primeras grandes fuentes estadísticas españolas: el Catastro del Marqués de la Ensenada (1749-1753), el Censo de Aranda (1768-1769), el Censo de Floridablanca, uno de los más notables en la Europa de la época (1787) y el Censo de Godoy en 1797. Los objetivos de esta práctica eran preferentemente fiscales; se trataba de conocer las obligaciones impositivas de los distintos hogares, pero al mismo tiempo se trataba de calibrar las riquezas, el potencial del Estado. Sería necesaria una investigaicón comparativa que analizara las técnicas de cálculo empleadas en cada uno de estos recuentos insertándolos en la gubernamentalidad del Despotismo Ilustrado.

El desarrollo de la estadística, el conocimiento cuantitativo de los recursos poblacionales no se limita, en los siglos XVII y XVIII, al recuento de población. Hay que mencionar el impulso de los procedimientos de análisis probabilístico en España, ligados inicialmente al trabajo de casuistas y probabilistas morales, dedicados a calcular la gravedad relativa de los pecados, una prácica vinculada al procedimiento de la confesión sacramental y a los debates teológicos a ella ligados. Bartolomé de Medina, Caramuel, Juan Justo García y Tadeo Lope y Aguilar son los nombres de algunos de estos probabilistas españoles del siglo XVII. Por otro lado no se puede dejar a un lado los primeros impulsos de la estadístca demográfica. Como ya se había señalado a propósito de los arbitristas, la población comparece como problema en la España del siglo XVII en relación con su descenso creciente. Por eso no es raro que el asunto por excelencia de estos primeros cálculos sea el de la mortalidad, bien a consecuencia de las pestes del XVII (el dominico valenciano Francisco Gavaldá publica en 1651 su Memoria de los Sucesos Particulares de Valencia y su reino en los años 1647 y 48, tiempo de peste). En el siglo XVIII, el asunto que más preocupa en este sentido es la mortalidad infantil. Diversos autores se ocupan de calcular los niveles de mortalidad en los hospicios de expósitos. Destaca además el trabajo pionero del ilustrado Vargas Ponce, versado en aritmética política, que en 1805 publica sus Estados de Vitalidad y Mortalidad en Guipúzcoa en el siglo XVIII. Apoyándose en los datos de los registros parroquiales y a partir de los datos de nacidos y fallecidos confecciona las primeras tablas de mortalidad infantil publicadas en España. Vargas Ponce está al tanto de las contribuciones de las primeras estadísticas demográfico-sanitarias de su tiempo, como las realizadas por John Graunt o William Petty en Inglaterra, y es plenamente consciente de que “nada es tan esencial para conocer el vigor y recursos de un país como calcular su gentío, y las alteraciones de éste sean también la verdadera medida de los grados de su prosperidad”.
TEXTOS (BIOPOLÍTICA ABSOLUTISTA)

TEXTO 1. Despoblación y fomento de los matrimonios

“Tomando desde sus principios el origen de la disminución de la gente, se hallará que es de ello gran parte el poco cuidado que hay en remediar muchos hombres y mujeres perdidas, que evitando muchos pecados podrían seguir este interés y sacar fruto virtuoso del matrimonio, con que se podría fertilizar nuestra República de buena gente, habida y procreada de legítimos y buenos padres. Y entre las demás cosas porque España es tenida por provincia estéril, como dice Juan Botero, no es por defecto de la tierra, sino por la falta de gente. Porque la tierra es muy aparejada para producir cuanto conviene a la vida civil y a sustentar más de lo que sustenta. A lo cual no es de poco estorbo estar las mujeres de España en tan poca estimación de los hombres, que huyendo del matrimonio desamparan la procreación y dan en extremos viciosos. Y esto procede de no se castigar los pecados públicos cuanto conviene para refrenar la mala vida de muchos que, hallando anchurosa entrada a la deshonestidad de sus apetitos, no quieren venir al yugo del matrimonio por no se poder desviar o por no se querer aventurar. De donde, si salen hijos, ni son criados ni sustentados y así se hace falta el aumento de la República” (GONZÁLEZ DE CELLÓRIGO, M.: Memorial de la Política Necesaria y Útil Restauración a la República de España (1600), Instituto de Cooperación Iberoamericana, 1991, p. 58)

TEXTO 2. Policía de los espectáculos y diversiones

“Siendo tantos y tan varios los objetos de la policía pública, no es de extrañar que algunos, por escondidos o pequeños, se escapen de su vigilancia, ni tampoco que, ocupada en los medios, pierda alguna vez de vista los fines que debe proponerse en la dirección de los más importantes. Algo de uno y otro se ha verificado entre nosotros respecto de las diversiones públicas, en unas partes abandonadas a la casualidad o al capricho de los particulares, como si no tuviesen la menor relación con el bien general, y en otras, o vedadas o perseguidas con arbitrarios e importunos reglamentos, como si nada interesase en ellos la felicidad individual” (JOVELLANOS, G.M. de: Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas , y sobre su origen en España (1790), Madrid, Cátedra, 1979, p. 73)

TEXTO 3. Gobierno de la población y policía de los espectáculos

“Cuando esta razón no bastase para establecer la necesidad de los espectáculos, otra muy urgente y poderosa aconsejaría su establecimiento, cual es la importancia de retener a los nobles en sus provincias, y evitar esa funesta tendencia que llama continuamente al centro la población y la riqueza de los extremos. Las recientes providencias dadas para alejar de Madrid a los forasteros prueban concluyentemente esta necesidad, pues ciertamente los que se hallaban en la Corte sin destino no vinieron en busca de otra cosa que de la libertad y la diversión, que no hay en sus domicilios. La tristeza que reina en la mayor parte de las ciudades echa de sí a todos aquellos vecinos que, poseyendo bastante fortuna para vivir en otras más populosas y alegres, se trasladan a ellas usando de su natural libertad, la cual, lejos de circunscribir, debe ampliar y proteger toda buena legislación. Tras ellos van sus familias y su riqueza, causando, entre otros muchos, dos males igualmente funestos: el de despoblar y empobrecer las provincias, y el de acumular y sepultar en pocos puntos la población y la opulencia del Estado, con ruina de su agricultura, industria, tráfico interior y aun de sus costumbres” (JOVELLANOS, G.M. de: Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas , y sobre su origen en España (1790), Madrid, Cátedra, 1979, pp. 124-125)

TEXTO 4. Policía de la Prostitución. Mancebías controladas por la autoridad

“Esta mancebía debería igualmente ser sin piedad ni excepción alguna para toda mujer que se prostituyese en los demás barrios, de forma que por el sólo hecho de ejercer este infame oficio o sin la autorización de la policía, estaría expuesta a una graduación de penas, desde la condenación a la mancebía, que sería la primera, hasta la deportación a las colonias, que sería la más grave (..)
Estas mancebías, bajo la autoridad del Regidor (suponiendo a este electivo, y no hereditario) o de Alcaldes de Corte especialmente nombrados, deberían ser guardadas por un piquete de tropa y con centinelas en las principales calles, y patrullas diarias que mantuviesen el buen orden y evitasen todos los excesos (..)
Para que en los paseos y teatros estas mujeres fuesen conocidas, se había de señalarlas un distintivo, como, v.gr., una pluma amarilla en la cabeza, sin la cual no pudiesen salir, y que serviría al propio tiempo a su resguardo, como si ejerciesen su oficio en su mismo barrio en el discurso del día, no permitiéndoles trasnochar fuera de él.
Además del número de las manzanas, todas las casas debían tener un rótulo que expresase los nombres, edades y patria de los inquilinos para favorecer las reclamaciones y comprobación de todo desorden” (CABARRÚS, Conde de: “Sobre la sanidad pública” en Cartas sobre los Obstáculos que la naturaleza, la opinión y las leyes oponen a la felicidad pública (1795), Madrid, Fundación Banco Exterior, 1990, pp. 150-151)

TEXTO 5. Fomento del comercio e Incremento de la Población

“Una nación no es poderosa por el espacio que ocupa en el globo, sino por su población, por su trabajo y por su industria: ¿de qué le servirá a un Monarca una dilatada extensión de provincias, si no tiene hombres que la habiten? ¿Cómo han de existir éstos, y centuplicarse, si el comercio no les presta ocupaciones para ganar su subsistencia con el establecimiento de manufacturas, y un gran número de artes mecánicas? A la verdad que sin este auxilio no se verificará una población numerosa, y el pretenderlo será aspirar a una quimera” (FORONDA, V.: “Disertación sobre lo honrosa que es la profesión del comercio” (1778) en Los Sueños de la Razón, Madrid, Editora Nacional, 1984, p. 588)

TEXTO 6. Casas para Madres Solteras, Descalificación de las Comadronas e Incremento de la Población

“Ya que hablo a Vmd. de los medios de atajar los males que destruyen la salud, y que disminuyen la población, vuelvo a repetir lo mismo que le encargué en mis cartas sobre la Economía política, y leyes criminales: esto es, que tenga casas donde las muchachas, que han tenido un desliz puedan depositar con seguridad el fruto de una indiscreción, de una flaqueza, o de una impetuosa pasión, por cuyo medio se evitará el escándalo, y muchos atroces infanticidios. (Nota: Son dignos de imitarse los reglamentos que formaron en sus Reynos de Prusia y Austria, Federico II y José II, para las casas destinadas a recibir las mugeres que quisieran parir sin que lo perciba el público).
No incurra Vmd. en el funesto error de empeñarse en que las mugeres sean las únicas que se empleen en el arte obstetricia. Todos los días somos testigos de las desgracias que resultan de la ignorancia e impericia de las Comadres. Todos los días perecen mil víctimas bajo de estas manos ignorantes y crueles que hubieran conservado su vida, en caso de haberlas socorrido unos hábiles cirujanos. ¡Cuantas mujeres no han quedado heridas e imposibilitadas de ser en lo sucesivo madres desde sus primeros partos!” (FORONDA, V.: “Sobre la Salud Pública” en Cartas sobre la Policía (1801) en Los Sueños de la Razón, Madrid, Editora Nacional, 1984, pp. 524-525)



2. Biopolítica liberal clásica (1820-1870)


Como ya se señaló en la Introducción, el término “liberalismo” se utilizará para designar, no una doctrina política o un sistema de ideas, sino una manera de hacer, una manera de conducir las conductas, un arte de gobernar. El contexto de la “policía” y de la “razón de Estado” era el ejercicio de un poder soberano –prohibición, exacción de riquezas y de la sangre de los súbditos- concentrado en el monarca. Este poder de soberanía no desaparece con el liberalismo; se encuentra ahora democratizado, repartido entre toda la ciudadanía. Pues bien gobernar consistirá en hacer compatible esta soberanía democratizada con la autorregulación de los procesos que caracterizan a la economía y a la población. El gobierno liberal no consiste en anular o reducir las regulaciones (así se entiende equivocadamente el lema de laisez faire) sino en sustituir las regulaciones artificiales del Estado por las regulaciones naturales que perfilan a los procesos económicos (Mercado), biológicos (Población) y civilizatorios (Sociedad Civil). Esta desconfianza constante ante el ejercicio excesivo del poder estatal es lo que marca el ethos eminentemente crítico del liberalismo. Éste no marca al Estado con un quantum fijo de poder; su grado de intervención dependerá de las circunstancias históricas en las que se desarrollen esos procesos, esas esferas dinámicas que ahora se consideran como externas al Estado mismo. De ahí la ductilidad tan extraordinaria del liberalismo, de ahí también su capacidad de supervivencia y sus distintas figuras históricas: liberalismo clásico, liberalismo interventor, liberalismo welfarista, neoliberalismo.

Vayamos entonces por partes. El gobierno liberal presupone el principio de una soberanía democratizada. Es decir, aquélla no es un atributo del rey sino del cuerpo colectivo de la nación, del pacto que funda el orden político de la sociedad y que se encarna en su Constitución (obsérvese que se trata de una metáfora biológica). Muchos de los primeros liberales españoles, como ha señalado Antonio Elorza (ELORZA 1991: 414-417) entienden que esa soberanía popular habría sido usurpada por el Absolutismo; de ahí los esfuerzos (v.g. de Martínez Marina en su Teoría de las Cortes 1813) para reconstruir históricamente los antecedentes de la libertad política (las Cortes y el Justicia de Aragón, las Comunidades castellanas, los fueros vascos).
Esta democratización se encuentra en la España del fin del Antiguo Régimen (en 1812, en 1820, en 1837) limitada al ámbito de los propietarios, únicos ciudadanos de pleno derecho. El principio del sufragio censitario es la manifestación más visible de esta limitación. La desconfianza hacia la participación de las masas populares en la política está muy extendida entre los principales representantes españoles del liberalismo clásico (v.g. Blanco White o Alberto Lista). Habrá que esperar a 1869 y después, tras la suspensión canovista de 1878, a 1890 para encontrar en vigor el sufragio universal, reservado, por otra parte, a los varones.
En cualquier caso, este tránsito del súbdito como sujeto de obediencia al ciudadano como sujeto de derechos, marca la impronta de la revolución liberal española. En este frente se inscribe la crítica liberal al despotismo y a la condición extralegal de las regulaciones etsipuladas por el Estado de “policía”, en particular la descalificación de las expulsiones, intromisiones y encierros indiscriminados practicados por las autoridades del Antiguo Régimen. Aquí se emplaza asimismo el recelo liberal ante la red de “bastillas” auspiciadas por la acción combinada de la Iglesia y de la Monarquía absoluta: hospicios para pobres y huétfanos, inclusas para expósitos, mazmorras para criminales, casas de corrección para vagabundos y jóvenes libertinos, casas de galera y de recogidas para prostitutas, hospitales para enfermos, ancianos e inválidos. A fines del siglo XVIII, según cálculos de Fernando Álvarez-Uría había 9.833 de estos establecimientos en toda España, mientras que en 1856 llegaban a 1.292.
Esta desconfianza, e incluso terror, afectaba especialmente a los hospitales, percibidos como lugares de putrefacción en donde las dolencias se agravaban y la muerte se precipitaba. Por otra parte, a medida que se imponían las tesis contagionistas en la explicación de las epidemias de vómito negro, la población y las autoridades tendían a contemplar con pavor esos internados en los que se mezclaban promiscuamente los cuerpos y los hálitos, donde reinaba la suciedad y el abadono, mal ventilados, focos permanentes de humores mefíticos. Por esta razón la Ley de Beneficencia de 1821 restringía considerablemente la recomendación del internamiento hospitalario y el proyecto de Ley sobre Beneficencia Pública de 1838 declaraba que el socorro médico domiciliario debía ser la norma general. En 1856 la cifra de acogidos en hospicios, hospitales y casas de misericordia era de 170.010 personas, mientras que la de socorridos a domicilio alcanzaba a 714.894
Por otro lado, procedente de la experiencia francesa, el gesto de abrir hospicios, mazmorras o casas de galera, como sucedió en 1820 con la revolución de los liberales exiliados, se identificaba con el fin de los encierros arbitrarios, la destrucción de las bastillas del despotismo, la apertura de una nueva era, reino del derecho y de las libertades ciudadanas. En los años 20 y 30 del siglo XIX se conoció en España el nuevo modelo correccionalista de prisión auspiciado por Bentham y por las experiencias penitenciarias de Filadelfia y Auburn, transmitidas a través del informe de Tocqueville y Beaumont. Las oscuras mazmorras del Antiguo Régimen serían reemplazadas por esos observatorios de la conducta humana transparentes, a su vez, para la autoridad legalmente constituida (sobre este lento proceso cfr. SERNA ALONSO 1988: 109-140).
En la misma línea se sitúa la crítica a la reclusión forzosa de mendigos y pordioseros, tan común en la España de Carlos III, y que se mantendrá, pese al garantismo liberal, hasta bien entrado el siglo XIX (desde 1852 las casas de misericordia y los hospicios pasan a depender de las Diputaciones). La jurista Concepción Arenal en La Beneficencia, la Filantropía y la Caridad (1861) protesta contra estas medidas como un atentado a la libertad individual y defiende el derecho del mendigo a elegir el ingreso en el establecimiento de misericordia o dedicarse a vivir de la caridad pública.
La crítica liberal a la captura y a la reclusión arbitrarias alentadas por la gubernamentalidad absolutista está también presente en la implantación de dos nuevas instituciones: el sanatorio mental, justificado como internamiento terapéutico de individuos “alienados” y el burdel tolerado y reglamentado, donde las prostitutas desempeñaban su oficio ateniéndose a ciertas ordenanzas y eran sometidas a inspecciones médicas periódicas. El primer acontecimiento se inaugura con la memoria de José Pérez Villargoitia, De los Remedios para mejorar en España la suerte de los enagenados (1846) y el proyecto para el asilo de Santa Cruz diseñado por Pi i Molist (1846). De esta misma época datan los primeros pasos de la prostitución reglamentada, con las Disposiciones del gobernador civil de Zaragoza en 1845 y el reglamento madrileño de 1847. Este nuevo dispositivo se asentaba en una crítica al encierro arbitrario de las malas mujeres en casas de galera –tradición española desde Felipe IV- pero tampoco coincidía con la forma autoritaria de regulación estipulada en el proyecto de Cabarrús de 1795.

A diferencia de lo que ocurría con la policía y con la razón de Estado, gobernar no consiste ya en disponer adecuadamente a las cosas y a los súditos en el interior de un territorio. Gobernar es actuar sobre procesos cuasinaturales, es decir, sobre cursos temporales que obedecen a sus propias leyes internas. El cometido del gobierno consiste en descubrir estas leyes y en liberarlas de los constreñimientos artificiales y externos que impiden la espontánea autorregulación de los procesos. En esta línea se sitúa la recepción de Bentham en la obra de Ramón de Salas, durante el Trienio. Para Salas, la política debe sustentarse en el conocimiento experimental aplicado al estudio de los procesos sociales (ELORZA 1991: 429-430).

El primero de estos procesos descubiertos por la gubernamentalidad liberal es el proceso económico. La Economía Política, desarrollada inicialmente en Gran Bretaña, es en este aspecto el saber gubernamental por excelencia. El gobierno tiene el cometido de quitar los obstáculos que estorban la consecución de la prosperidad nacional y la autorregulación del mercado a partir del “principio de la libertad económica”. En el diagrama ilustrado de la policía, las riquezas eran algo interior al Estado, eran los recursos de la Casa del soberano que éste debía administrar correctamente. Ahora la economía es una esfera que posee una legalidad propia y autónoma respecto a la política estatal. El logro de la prosperidad pasa por gobernar el proceso económico sin interferir en esta espontaneidad natural cuya base es el individuo propietario (el homo oeconomicus) que busca maximizar su beneficio en un mercado libre.
El introductor en España de la ciencia económica según los principios de la escuela clásica inglesa, fue Álvaro López Estrada, particularmente en su Curso de Economía Política (1828), donde, entre otras cosas, hace un análisis muy completo de los obstáculos que impiden la libertad de producción y de comercio, fundamento de la prosperidad nacional. Liberar lo que Flórez Estrada denomina “el estado natural del comercio” exigió en España un enorme esfuerzo, un despliegue espectacular de medidas gubernativas apoyadas en la legislación, instrumento por excelencia de la gubernamentalidad liberal. Desde la Regencia de María Cristina el Estado intervino agresivamente para liberar el espacio de un mercado nacional unificado; propiamente, lo que conocemos como la “nación española” o como la “sociedad española” fue el resultado de este esfuerzo ingente.

Entre estas intervenciones se sitúa en primera línea la desamortización civil y ecesiástica, proyectada por la Constitución de 1812 y realizada por la legislación liberal de Mendizábal (desamortización de tierras de la Iglesia 1835-1837) y Madoz (desamortización de tierras comunales, 1855). La tierra se convertía en una mercancía y quedaban abolidas las jurisdicciones elesiásticas y señoriales, incluido el mayorazgo. El sistema de propiedda ya no estaba regido por el status, por la pertenencia estamental, sino por el contrato de compraventa. Con ello se trataba de aliviar la deuda nacional, pues las ventas de tierra se hacían en bonos estatales; se extendía el control del Estado sobre territorios antes sometidos a la jurisdicción de la Iglesia y de la nobleza, y se intentaba controlar la amenaza que la primera cernía sobre la unidad nacional. Se rompía la existencia de los estamentos –de los estados- y se creaba una clase de propietarios ricos y adictos a la nación, aumentando el radio de tierras puestas en cultivo.

La segunda intervención destinada a producir un mercado nacional consistió en la abolición de los gremios proclamando la libertad de industria. Esta medida ya había sido defendida por algunos reformadores ilustrados (Campomanes) y por el Conde de Toreno en las Cortes de Cádiz. Avalada durante el Trienio Liberal, fue finalmente ejecutada por un decreto de 1834.

Otra medida importante, impulsada desde las Cortes de 1812, es la reestructuración del aparato asistencial. Durante el Antiguo Régimen éste estaba en manos de la Iglesia –particularmente los hospitales y casas de misericordia- o controlado directamente por los órganos de la Monarquía absoluta. Se consideraba que el imperio de la caridad eclesiástica dirigida por parroquias y órdenes religiosas favorecía la limosna y la mendicidad, inmovilizando una fuerza de trabajo necesaria para la prosperidad nacional (“manos muertas”). Desde 1812 se traslada la beneficencia al poder civil, siendo los ayuntamientos los encargados de velar por los establecimientos de beneficencia y las diputaciones de supervisar el correcto cumplimiento de sus fines. La Ley de Beneficencia del Trienio, en 1822, crea las Juntas Municipales de Beneficencia, donde pierden protagonismo los eclesiásticos en detrimento de los médicos. Estos principios legislativos de 1812 y 1820 proclives a la municipalización y a la provincialización –frente al centralismo dirigista propio de la policía- por una parte y a la secularización, por otra inspirarán las sucesivas leyes de Beneficencia aprobadas entre 1833 y 1852. La Iglesia pierde hegemonía en la gestión asistencial, pero conserva e incluso acreciente sus bazas en el curso de todo el proceso. La nueva política secularizadora, con oscilaciones que llevan a una tendencia regresiva en los gobiernos moderados o tras el Concordato de 1851, es contraatacada por la Iglesia con el apoyo al movimiento carlista o con la creación de nuevas órdenes religiosas de vocación asistencal o dedicadas a la enseñanza: Hijas de la Caridad (1802), Hermanas de Santa Ana (1804), Congregación de Carmelitas de la Caridad (1826), Hermanas del Santo Ángel de la Guarda (1839), Siervas de María (1851), Instituto de Nuestra Señora de la Consolación (1858), Oblatas del Santísimo Redentor (1864), Hermanas Filipenses (1865), etc..
El creciente protagonismo de los médicos en el dispositivo de las juntas locales es evidente; los facultativos tendrán asignada una plaza pagada por la municipalidades, las cuales no podrán despedirlos sin el consentimiento de las Juntas de Beneficencia y las Diputaciones Provinciales.
La creación de un mercado nacional unitario exigía por otra parte todo un conjunto de medidas de normalización, tanto en el terreno estructamente económico y jurídico como en el ámbito de los transportes y las comunicaciones. Por otra parte lleva a fabricar una identidad nacional a escala de todo el territorio. En el campo económico y jurídico y en el ámbito de las comunicaciones hay que mencionar la fundación de la Bolsa de Madrid en 1831, la entrada de España en el sistema bancario y crediticio internacional entre 1848 y 1856; el despliegue de un sistema de impuestos nacional y uniforme bajo el Ministerio de Mon; la fundación del Banco de España en 1856 con el monopolio en la fabricación de papel moneda; la unificación de pesos y medidas y la introducción del sistema métrico en 1858; la abolición de los fueros locales y la instauración de un Código Penal estatal en 1822 y 1848; la construcción de un sistema de vías nacionales entre 1840 y 1868, completando la iniciativa de los “caminos reales” levantados en el siglo XVIII; la red de ferrocarriles implementada entre 1848 y 1880; el sistema telegráfico a escala de todo el territorio en la década de 1840.
La inculcación de una identidad nacional que se correspondiera con los límites de este mercado unificado pasaba por la nueva cuadriculación administrativa del Estado en provincias, dando así uniformidad a la división territorial. A esto se unía el establecimiento de un sistema de conscripción militar obligatoria aunque canjeable por una tasa. La puesta en marcha de una legislación educativa unitaria, con la Ley Moyano de 1857, la creación de las “Escuelas Normales” y la importancia que cobra el estudio de la geografía nacional en la enseñanza escolar son dignos de mención en este aspecto. Aquí hay que mencionar la publicación entre 1845 y 1850, del monumental Diccionario Geográfico Histórico-Estadístico de España de Madoz, donde se realiza una recogida de información a gran escala de toda la nación.

Esta cascada de intervenciones estaban destinadas a liberar la espontaneidad de un mercado nacional autorregulado costreñido hasta entonces por el artificioso ordenancismo del Antiguo Régimen con su variopinto sistema de prerrogativas y privilegios y el lastre que suponían los bienes eclesiásticos –que en el siglo XVIII aun triplicaban los del Estado- y el control de las corporaciones sobre la vida económica.
Pero en la lógica liberal gobernar implicaba no sólo emancipar al mercado de las constricciones políticas externas, sino armonizar su lógica con la autorregulción de los procesos biológicos y civilizatorios que afectaban a la población. Ésta ya no es pensada como número, como conjunto de habitantes que ocupan un territorio, sino como una serie de procesos vitales (fecundidad, morbilidad, natalidad, mortalidad, vivienda, siniestrabilidad, longevidad) conectados con los procesos económicos. La cuestión ya no es sin más incrementar el número de súbditos útiles sino calcular unos procesos mutuamente correlacionados. Por esta razón, como señala Flórez Estrada, las disposiciones de la policía ilustrada destinadas a promover la población (v.g. las exenciones de impuestos para los matrimonios que tuvieran más hijos) de nada sirven por sí mismas si no se acompañan de un aumento del “acopio de subsistencias”; la progenie desprovista está destinada a sucumbir o a dar lugar a las “calamidades inseparables de la mendicidad”.
La correlación entre el crecimiento geométrico de la población y el crecimiento aritmético de los recursos, establecida por Malthus, y comentada por Flórez Estrada expresa la diferencia indicada entre la biopolítica liberal y la biopolítica absolutista. Al mismo tiempo revela una circunstancia que muy pronto se hizo evidente para los reformadores liberales: la creación de un mercado autorregulado a través de las medidas desamortizadoras o la descomposición de los gremios dejaba a los artesanos desprotegidos y a las masas rurales sin los tradicionales derechos para cultivar en las tierras comunales, eclesiásticas y señoriales y los obligaba a emigrar a la ciudad dando lugar a un ejército de vagabundos y desempleados que no podían ser absorbidos por un precario tejido industrial. Esto que Pedro Carasa Soto y Justo Serna Alonso han calificado como un “proceso de proletarización mal resuelto” dió lugar al incremento de la pobreza y la marginalidad, o a la revuelta a través del ingreso de las capas populares en las filas del carlismo o en las partidas de bandoleros.
Se trata del problema del pauperismo, de las consecuencias sociales derivadas de la constitución de una esfera económica independiente. El nacimiento de lo social como objeto de saber coincide en España con las reflexiones sobre el pauperismo a partir de la década de 1840. En este contexto es donde se discuten las tesis de Malthus: ¿es la pobreza una consecuencia del crecimiento geométrico de la población?; ¿está la clave en auspiciar un incremento proporcionado de las subsistencias o en cambiar las formas de vida, el ethos auspiciado por la civilización industrial? Sean cuales fueran las respuestas, todas se emplazaban en el mismo terreno: la sociedad es un ámbito regido por sus propias leyes donde se ponen en relación los procesos económicos y los procesos biológicos y civilizatorios que afectan a la población. La ciencia de lo social es la encargada al mismo tiempo de encontrar las claves que permitan reconciliar los imperativos del mercado con la dinámica poblacional.
La mayoría de los ensayos sobre el pauperismo reconocen que la pobreza es un efecto inevitable del libre mercado y de la libertad de propiedad. Sin embargo –como dice el higienista P. F. Monlau, semper pauperes habebitis vobiscum- pauperismo no es lo mismo que pobreza. El primero es un hecho más moral que puramente económico; traduce la desmoralización del pobre. Éste, espoleado por una sociedad que estimula las necesidades de sus habitantes, tanto más cuanto más civilizada y rica sea aquélla, intentando resolver su estado de insatisfacción recurriendo a medios que amenazan la supervivencia de la sociedad misma: pereciendo de hambre o enfermedad, por el suicidio, la emigración, la mendicidad, la prostitución, la degradación, el delito y el crimen. El pauperismo es el resultado de un desequilibrio entre el progreso de la civilización industrial y el de la civilización moral. En el bando antiliberal, formado por integristas, carlistas y neocatólicos, bien representado en los escritos de Donoso Cortés, el pauperismo se percibe como un efecto directo de la revolución liberal. Ésta habría echado a perder la antigua caridad cristiana que formaba parte de las obligaciones de los estamentos privilegiados del Antiguo Régimen.
Los filántropos, políticos e higienistas que reflexionan sobre el pauperismo urgen sobre la necesidad de contar con estadísticas que permitan constatar la correlación directa entre el desarrollo económico, el crecimiento urbano y el pauperismo. A falta de cifras españolas, al menos en las décadas de 1840 y 1850, suelen invocar recuentos realizados en otros países. En este periodo la Estadística, uno de los instrumentos principales de la ciencia liberal del gobierno, estaba dando en España sus primeros pasos.
En 1802 y en conexión directa con la estadística censal y con sus objetivos fiscales, se establece en Madrid la primera Oficina de Estadística oficial. Las Cortes de Cádiz de 1812 , que establecen el principio de soberanía de la población nacional, convirtiéndola así en realidad con derecho propio, dicta las primeras normativas en materia de Estadísitca censal.
Las Cortes liberales de 1822 encargaron al Secretario de Gobernación las medidas efectivas para organizar la estadística y catastro del reino. En 1852 la Sociedad Económica Matritense creó la primera cátedra de Estadística, que fue desempeñada por D. José Mª Ibáñez. Pero el punto de arranque de la estadística pública en España tiene lugar en la última etapa del reinado de Isabel II, cuando un real decreto crea en 1856 la Comisión Estadística General del Reino. De este mismo año data el primer Anuario Estadístico de España.
Pero junto a los pasos iniciales de la estadística pública hay que mencionar el impulso que empieza a recibir la estadística desde el campo de la Medicina. El pauperismo aparece calificado como el problema por excelencia de la población y ésta es considerada como una realidad biológica, conformada por procesos que subtienden al cuerpo colectivo. Calcular estos procesos y sus correlaciones es una tarea que compete sobre todo a los especialistas de la salud. Aquí se inscribe la contribución de higienistas como el mencionado Pedro F. Monlau, Mendez Álvaro o Mateo Seoane. Méndez Álvaro se esforzó por introducir la estadística en los planes de estudio de la carrera de Medicina y concibió técnicas sistemáticas para analizar la información procedente del Registro Civil (fundado en 1871). Seoane, exiliado en Londres durante la Ominosa y familiarizado con la avanzada organización estadística británica comprendió la importancia de este saber en la reforma sanitaria que España necesitaba. En 1837 publicó sus Consideraciones Generales sobre la Estadística Médica. A partir de la década de 1840 se editan en España los primeros tratados generales sobre estadística: los Elementos de la Ciencia de la Estadística (1841), obra traducida del portugués Sampaio, el Tratado Elemental de Estadísitca (1844) del mencionado José Mª Ibáñez y la Estadística (1845) de Dufau, traducida del francés por Ildefonso Larroche y Sierra.
A estas contribuciones hay que añadir los recuentos, particularmente de estadística demográfica, sanitaria y criminal, realizados provincia a provincia en el ya mencionado Diccionario Geográfico Histórico-Estadístico de España. Aunque su autor, Madoz, era abogado de profesión, comparte en su obra los supuestos netamente ambientalistas que primaban entre los higienistas españoles del momento, destacando la acción de los determinismos del medio (clima, orografía, luminosidad, alimentación) sobre la conducta, en la tradición francesa (Montesquieu, Buffon, Comte).

La Higiene va a desempeñar un papel capital en la reflexión sobre el pauperismo. Si éste constituye un problema moral más que propiamente económico, lo que se impone es una estrategia de moralización de las clases populares. La imprevisión, la ignorancia, la promiscuidad, la falta de atención a la salud y al cuidado de la progenie pasan por inculcar hábitos de autodisciplina, de prudencia laboriosidad y templanza. Los distintos artefactos postulados para poner remedio al pauperismo (Sociedades de ayuda mutua, Montepíos para facilitar créditos gratuitos a los pobres, cajas de ahorro, cajas de previsión,viviendas obreras, escuelas dominicales, talleres modelos, escuelas industriales) son verdaderas máquinas de moralización cuyo propósito es inculcar a los miserables en los hábitos de la austeridad, la obediencia, la laboriosidad, la mentalidad previsora, la responsabilidad familiar. Los autores que disertan sobre las consecuencias del mercado autorregulado sobre la población, como Flórez Estrada, Antonio Ignacio Cervera o Monlau rechazan las asociaciones de trabajadores con objetivos de reivindicación política, pero las admiten en tanto asociaciones de socorros mutuos. El socialismo en todas sus formas (fourierismo, saintsimonismo, etc.) es frontalmente rechazado pero se advierte sobre la necesidad de conciliar el libre mercado con los procesos poblacionales, dando lugar a una suerte de economía social amortiguadora de la lucha de clases.

Pero este disciplinamiento en el que la higiene desempeña un papel capital no consiste en una acción ejercida directamente por el Estado sobre las clases populares; no se está ante una reedición de la “ciencia de la policía”. En buena biopolítica liberal se trata de poner en marcha los mecanismos para que la propia “sociedad civil”, esa esfera privada compuesta por el conjunto de los ciudadanos y exterior al Estado, sea capaz de regularse a sí misma, a traves de sus agencias particulares. La higiene es precisamente una de estas agencias. Colaborando en la moralización de los pobres y en el saneamiento del espacio urbano los higienistas operan como un relevo, como una interface , permitiendo coordinar las metas de la sociedad civil y de la propia libertad individual con las metas generales del Estado.

La higiene funciona por una parte representando los intereses públicos. En España los médicos lograron incrementar su prestigio gracias a su intervención en las grandes crisis epidémicas (cólera, fiebre) del primer tercio del siglo XIX (cólera, fiebre amarilla). Esta “expansión del poder médico”, como la denomina Fernando Álvarez-Uría, tiene que ver por una parte con la competencia adquirida por los facultativos en el campo de la sanidad municipal. La circulación de aguas y de aires, la eliminación de residuos, el control de los alimentos y las bebidas, la vigilancia de establecimientos peligrosos (mataderos, cementerios, burdeles), la salubridad de las viviendas, la intervención en caso de epidemia, etc., convierten a la higiene pública en la tecnología encargada de establecer las circunstancias básicas para la preservación de la vida y de la actividad económica. Por otra parte, como se ha señalado, los higienistas intervienen decisivamente en la educación, la previsión y la moralización de las clases más bajas.
Las primeras tentativas para centralizar la política de salud pública tienen lugar con la fundación de la Junta Suprema de Sanidad en 1840 y con la instauración posterior (1847) de la Dirección General de Beneficencia y Sanidad que aprueba en 1848 el establecimiento de los subdelegados provinciales de Sanidad. A partir de 1843 se establecen las primeras cátedras de Higiene. En esta época destaca el manual de Monlau Elementos de Higiene Privada y Pública, editados entre 1846 y 1847. Entre 1850 y 1865 tiene lugar una verdadera expansión de las revistas médicas especializadas en Higiene, tanto las de higiene pública como las de higiene doméstica.
En relación con la esfera doméstica, esta gubernamentalidad liberal que se apoya en la higiene va a ser también un agente conformador de la familia como ámbito privado, refugio atravesado por dependencias afectivas y sexuales. En la España del Antiguo Régimen, más que la “familia”, existía la “casa”, un espacio de relaciones que no coincidía con la unidad de corresidencia (padres e hijos) y que se definía tanto por vínculos de afinidad espiritual como de consanguineidad: la esposa, los hijos, los parientes, los próximos, los clientes, los domésticos, los que guardaban una relación de dependencia. Se trataba de un medio social afectivamente denso que al mismo tiempo funcionaba como una suerte de unidad política, un "estado". Los reformadores liberales criticarán esta entidad como un lugar corrupto, colmado de favoritismos, clientelismos y prerrogativas. Piensan ya en la familia como núcleo de corresidencia, refugio privado y afectivo escindido respecto al dominio público.

En la gubernamentalidad liberal se trata de que la familia se controle a sí misma, regule las conductas amorosas y sexuales, apoyándose para ello en toda una serie de prácticas y de discursos que tienen que ver con le medicina en un sentido amplio: higiene privada, higiene especial, venerología, ginecología, medicina mental. Este dispositivo de medicalización no sólo es activado por profesionales médicos sino por agentes con metas muy heterogéneas ( urbanistas, filántropos, pedagogos, novelistas, criminólogos, jueces, militares, funcionarios de las distintas administraciones) y con emplazamientos diversos (saneamiento municipal, asociaciones médicas, escuela, relaciones domésticas, fábricas, ejército, sistema penal, policía, etc.).

Un ejemplo muy claro de este modelado higiénico de la familia lo ofrece la campaña médica contra el onanismo. La campaña higiénica destinada a prevenir la masturbación infantil y adolescente, que ve en esta conducta, especialmente en su variante masculina, una especie de “enfermedad total”, causa de todas las dolencias imaginables, se inicia en Europa occidental a mediados del siglo XVIII, pero en España no arraigará hasta comienzos del XIX. Se dirige principalmente a la vigilancia en el ámbito familiar e inyecta en los padres una nueva preocupación, hasta entonces prácticamente inédita: la preocupación por la sexualidad de los niños. Los manuales de higiene privada y de medicina doméstica, publicados a partir de finales del siglo XVIII, insisten en que los padres deben responsabilizarse de la disciplina y de la vigilancia de los hijos (malas compañías, domésticos viciosos, ocios perjudiciales, lecturas y espectáculos indecentes, alimentación y vestimenta inadecuadas, soledades sospechosas,etc..). La sexualidad infantil se constituye así como algo que los padres deben tomar a su cargo asesorados por la medicina. Ésta debe aconsejar acerca de la relación más adecuada entre padres e hijos para evitar una perniciosa orientación de la sexualidad infantil que puede llevar no sólo a la ruina biológica y a la desvirilización del individuo, que acaba en la impotencia, la esterilidad o el aborrecimiento del matrimonio, sino de a la de toda la nación. De este modo se establece una coordinación (interface)a distancia entre la exigencia pública de construir una identidad nacional cohesionada y el deber privado de disciplinar la sexualidad infantil.

Esta campaña higiénica para prevenir la masturbación infantil y adolescente está restringida, en la España de la primera mitad del siglo XIX, al campo de las familias de clase acomodada, adoctrinadas por el facultativo privado y por los manuales de medicina doméstica. La sexualidad infantil de las clases populares sólo surgirá en primer plano desde la segunda mitad del siglo XIX con el auge de las campañas moralizadoras. La preocupación comenzará a perfilarse en las memorias de los higienistas y filántropos acerca del problema del pauperismo y en las iniciativas de la caridad privada y de la Iglesia para prevenir la corrupción temprana de las niñas pobres y estimular los matrimonios entre las clases populares (v.g. mediante el establecimiento de escuelas dominicales) El problema de la promiscuidad, de la corrupción sexual de los hijos e incluso del incesto se vincula a los tres grandes temas suscitados en la campaña moralizadora: la aplicación al trabajo como un medio de disciplinamiento del cuerpo, el cultivo del ahorro y la crítica a los gastos superfluos (juegos, taberna, burdel) y especialmente la reorganización de los alojamientos. Con la reestructuración de la Comisión de Reformas Sociales en los años 1890, hasta entonces limitada a labores informativas, esta campaña alcanzó una resonancia estatal aunando las voces del catolicismo social, el krausismo institucionista y el sindicalismo. Pero esto nos sitúa ya en la aurora de un nuevo tipo de biopolítica y de gubernamentalidad.

TEXTOS (BIOPOLÍTICA LIBERAL CLÁSICA)

Texto 1. Crítica al Encierro Hospitalario

“Vaya al hospital el mendigo, el transeúnte, el hombre sin domicilio o el sólo, sin relaciones de familia, de sociedad, de corporación alguna (..), pero el artesano, el menestral y el vecino contribuyente y útil tienen otros derechos, (..) no le quiten el consuelo de su familia y de su casa; no le aumenten su mal, exponiéndole a nuevos peligros; no le añadan amargura a su aflicción atormentándole sus sentidos con la privación de lo que les es más grato y apreciable, y con aspectos de imágenes tristes y horrorosas; no le despojen de los derechos que le dan las leyes de la naturaleza y de la sociedad: socórrasele en su casa, donde tiene derecho a vivir y morir; y déjesele siquiera expirar entre su familia (..) El arrancar de su casa y de entre sus gentes a un hombre honrado y útil, que pertenece a una familia y tiene un domicilio por miserable que sea, y el conducirlo para curarle sus males a una casa común y pública, entregándole a sujetos extraños, no dará a la posteridad una idea ventajosa de las costumbres, la civilización y la filantropía de nuestro siglo” (PIQUER, J.A.: ¿Cuál ofrece más ventajas y resultados comparándolos entre sí en toda su extensión y en cada uno de sus extremos, el método de asistir y curar a los enfermos menestrales y pobres jornaleros en los hospitales, o el de la hospitalidad domicilaria? (Memoria Presentada por la Suprema Junta General de Caridad, Madrid, 1820, pp. 53-54)

Texto 2. Crítica al encierro de los mendigos

“De hecho también el pobre está fuera de la ley, se le priva de su libertad, de todos sus goces, por la sola razón de que es pobre. Nosotros queremos que al pobre inválido se le deje en libertad de implorar la caridad pública, y que al vago se le persiga de modo que no abuse de ella. ¿Cómo disitnguirlos? No nos parece difícil. Establézcanse por Ayuntamientos, por distritos, como mejor parezca, y cuidando de evitar la alomeración; establézcanse una especie de tribunales, de jurados, que con la intervención de la caridad, de la autoridad y de la ciencia, y después de un maduro examen, decidan si un pobre es o no inválido. Al que lo sea, désele una chapa, medalla o distintivo cualquiera. El pobre podrá elegir entre el establecimiento de Beneficencia y la caridad pública, que entonces no temerá verse burlada” (ARENAL, C.: La Beneficencia, la Filantropía y la Caridad (1861), Madrid, Atlas Ediciones, 1993, p. 125)

Texto 3. Crítica a la detención arbitraria de meretrices

“En una demarcación cierto comisario señalaba mugeres recogidas en su casa a los rigores del destierro y a la intimación caprichosa del pase; exponiéndose a las arbitrariedades anecsas a todo procedimiento atropellado; donde un error no da tiempo al desengaño; donde una calumnia prevalece como acuerdo sin réplica; donde se impone una grave pena sin condiciones defensivas, y por autoridad que no puede equilibrar el mal que produce con la prueba del cargo que formula (..) Esperamos que este ruidoso punto tenga la solución preindicada por la conveniencia; y nuestro humilde dictamen se funda en aquel consejo que los tratadistas de derecho civil y penal, doctores Montalván y Laserna, inseran en sus selectas instituciones: ‘si todos los actos de torpeza fueran materia de penalidad, se autorizarían pesquisas odiosas sobre la vida privada de los ciudadanos, y se descubrirían a los ojos del público los íntimos secretos del hogar doméstico’” (SAÑA, D.: “Cuestión Candente” en La Andalucía, 4 de marzo de 1858)

Texto 4. Necesidad de buenos caminos para la prosperidad del mercado y de las grandes poblaciones

“A medida que la población de un distrito se va acrecentando, con mayor facilidad se divide el trabajo fabril y comercial, en cuyos dos ramos pueden hallar ocupación permanente los habitantes de un ciudad populosa. Al paso que esta división se va haciendo mayor, más considerable es el ahorro del trabajo y más crecida la cantidad de productos obtenidos. Si los que viven en estos pueblos dividen el trabajo con más facilidad que los residentes en poblaciones cortas, también cuando progresan tienen el inconveniente de pagar cada día más caras las primeras materias, así del consumo productivo como del improductivo. En efecto, según se van aumentando la industria y la población de una ciudad, más se alejan los sitios en que las primeras materias se producen, y de consiguiente, cada día son más necesarios los buenos caminos y canales a fin de que el precio elevado del trabajo no llegue a ser muy pronto un obstáculo insuperable a la prosperidad del país” (FLÓREZ ESTRADA, A.: Curso de Economía Política (1828), Madrid, BAE, tomo CXII, 1958, pp. 44-45)

Texto 5. La libertad económica como ley natural

“EL principio vital de la ciencia económica es la libertad; sin este principio no puede existir la economía política; por esto se confunden en una sola las dos escuelas liberal y económica. Todas las cuestiones deberán pues resolverse según este principio. Muchas son las conquistas que ha hecho. A su impulso cayeron los gremios y los aprendizajes, por él se destruyeron las tasas, desaparecieron las vinculaciones [mayorazgos] y se proclamó el principio de la libertad industrial: pero aun queda mucho por hacer. El principio liberal en economía política quiere que cese toda intervención del gobierno en las relaciones diarias de los ciudadanos, quiere libertad en la asociación, libertad de cambios, exige que desaparezca la tasa del interés del dinero, la desamortización completa civil y eclesiástica. Conocemos cuantos obstáculos se presentan a la realización de todo esto; por lo mismo escribimos, para que la opinión se vaya formando y llegue el día en que reconocidas estas verdades por todos puedan hacerse las aplicaciones convenientes sin revoluciones ni motines, sólo por la fuerza de aquélla. Las sociedades abrumadas por el pauperismo caminan con pasos inciertos sin saber por donde van, ni a donde se dirigen. Hoy esperan su salvación de un principio y mañana de otro enteramente contrario: ¿qué significa pues esta incertidumbre? la falta de fe en el principio liberal, la dominación de la teoría de los principios no absolutos. Nada más sencillo que la teoría de la verdadera escuela económica; es la misma ley natural dictada para el gobierno de la Sociedad (..) El principio liberal es la única áncora de salvación que tienen hoy las Sociedades modernas. Sin duda alguna al principio de dejar obrar está reservado remediar todos los males que hoy se sufren simplificando la administración pública, abaratando el consumo y distribuyendo naturalmente la riqueza, en proporción a la inteligencia y al trabajo de cada hombre, distribución que jamás será justa ni equitativa mientras se efectúe por los sistemas artificiales que hoy conocemos” (CERVERA, A.I.: “Economía Política. Principios absolutos y no absolutos” en El Amigo del País, Madrid, año VI, tomo VII, serie 3ª, num. 8, 20-1-1849 ed. en Estudios de Historia Social, 10-11 (1979), pp. 403-404)

Texto 6. Crítica a Malthus. De la inutilidad de premiar o castigar las conductas procreadoras

“El premio y el castigo son los dos móviles de que pueden valerse los legisladores a fin de hacer variar los actos humanos, pero ni el uno ni el otro causarán buen efecto aplicados a reprimir la propensión que el hombre tiene a reproducirse. Ningún legislador sería capaz de sancionar una ley que impusiese el castigo correspondiente al mal resultado del conato que se procuraba contener. La dificultad sería insuperable si se tratase de conceder premios a los casados con el objeto de moderar la población y nivelarla con el capital. El modo único de asegurar a la clase trabajadora las satisfacciones morales que resultan del matrimonio, como hemos dicho en el capítulo anterior, es abolir las innumerables leyes que impiden la justa recompensa del trabajo y generalizar la educación de las clases pobres” (FLÓREZ ESTRADA, A.: Curso de Economía Política (1828), Madrid, BAE, tomo CXII, 1958, p. 75)

Texto 7. El pauperismo como mal moral

“En España, ni aproximadamente podemos presentar guarismo concretos; pero no cabe duda de que gracias al enflaquecimiento de las creencias religiosas y merced a esta dichosa civilización en que vamos entrando, cada año aumenta el número de suicidas; y en este número tendrá indudablemente también su cuota el pauperismo (..) El pobre, a pesar de los recursos con que procura subvenir sus necesidades, rara vez alcanza una alimentación sana, una habitación aireada, limpia y decente, un vestido que le preserve de las injurias de la atmósfera y de las estaciones. De ahí su degeneración física; de ahí el transmitir la vida a seres débiles y enfermizos como él y de ahí la enervación de las generaciones. A la degeneración física acompaña la degradación moral: la pobreza está naturalmente afectada por un abatimiento incurable, por un descuido extremado: de ahí los hábitos de imprevisión, de embriaguez y de libertinaje que se observan en la población indigente. No sin motivo, pues, se ha dicho que el pauperismo era uno de los mayores azotes que podrán afligir a las sociedades humanas. Sí, señores: el pauperismo debilita al Estado; disminuye la población; gasta las fuerzas físicas y morales de una parte de la misma; corrompe las clases todas; degrada la dignidad del hombre y la libertad del ciudadano; abrevia la duración de la vida; bastardea las generaciones; fomenta las epidemias y los contagios; impele a la prostitución y al crimen; provoca a los disturbios políticos; desacredita a los gobiernos; pone en peligro las instituciones...y llegaría a producir el caos” (MONLAU, P.F.: “Remedios del Pauperismo”, El Amigo del País, Madrid, t. IV, nº 5, mayo 1846, pp. 213-315 ed. en Estudios de Historia Social, 10-11 (1979), pp. 379-380)


Texto 8. El ilimitado campo moral de la Higiene

“La Higiene, en su inmensa extensión, nada deja de comprender que con el hombre se relacione: abraza en su dilatada esfera el bien y el mal, haciéndolos objeto de su estudio en aquéllo que se refiere a la salud y a la prolongación de la vida. Lo bueno, por necesidad ha de influir favorablemente, ayudando al bienestar y a la salud, y el higienista debe por tanto solicitarlo; al contrario, lo malo habrá de influir de una manera dañosa, y el higienista tiene que aconsejar su anulación si fuere posible, o en otro caso los medios de atenuar sus perniciosos efectos..¿Hasta dónde podría llevarnos un estudio tan amplio y elevado de la higiene? ¿Qué institución, que ley, qué código, qué costumbre, qué género de actividad, qué industria, qué acción no cae, según esto, dentro de los dominios dilatados de la higiene, unida, como no puede menos de estarlo siempre, y aun identificada con la moral?.
El hombre, desde que es concebido y mientras dura su vida intrauterina; el hombre después de nacer, en las diferentes edades y hasta en la senectud más extrema; el mismo en sus diferentes industrias, oficios y profesiones; en su retiro, en la vida pública, en sus tareas intelectuales, en todos sus actos; la familia y el domicilio; las poblaciones y los campos; los establecimientos industriales, fabriles, mineros, etc..; los ejércitos, las armadas, todas las grandes aglomeraciones y colectividades; la organización social y política de los pueblos; su estado civil y su educación; los sistemas de cultivo y las subsistencias o mantenimientos de todas clases; los baños públicos, las abluciones y ejercicios gimnásticos; los medios de locomoción, las fiestas, diversiones y regocijos públicos, así como los duelos, las calamidades y los pesares; las guerras por mar y por tierra; los terremotos, los meteoros, las inundaciones, etc..; las pestes y contagios de todo género; el suelo, el aire y las aguas; los vestidos; cuanto puede inducir alguna modificaicón favorable o adversa..¡todo pertenece al imperio de Hygeia, a los vastos dominios de la diosa de la salud, preciada hija de Esculapio!
No es lo común que se comprendan tan cumplidamente como conviene, ni la importancia, ni mucho menos la extensión de la Higiene social o pública; de esta aplicación inteligente al gobierno y administración de los pueblos de los conocimientos y datos que la Medicina suministra o que pueden reunirse y aplicarse empleando el criterio de la ciencia” (M.A.: “Grandeza de la Higiene Pública”, El Siglo Médico, t. XVI (1869), p. 14)

Texto 9. Importancia de la Estadística

“Los datos estadísticos referentes al censo y movimiento de población, deben servir a las autoridades para remover, atenuar y neutralizar todas aquellas causas que puedan influir en la despoblación de ciertas comarcas, planteando las mejoras que la ciencia aconseja y que la experiencia ha acreditado como beneficiosas y practicables. Si este no fuera el fin al que se aspira, sería una curiosidad impertinente e inmotivada la reclamación de tales documentos. Indudablemente es algo mejor saber que ignorar el número de los que mueren anualmente y su proporción con los nacidos en el mismo periodo; pero si a esto se limita la estadística necrológica (..) la higiene pública sacará escaso provecho de estos datos, y la administración tampoco adelantará mucho para llenar su misión civilizadora y humanitaria de salubrificar las localidades y mejorar la condición social de sus habitantes. Es pues, indispensable que se amplíe el estado de las causas ostensibles de la muerte, que consten en él las causas endémicas más pronunciadas y que imprimen un carácter constante a las enfermedades y un sello especial a la fisonomía de las personas que viven sometidas a su perniciosa influencia” (RAMIREZ VAS, F.: “Importancia y Necesidad de la Estadística”, La España Médica, V (1860), p. 405)


Texto 10.La Invención del Niño Masturbador
“Las consecuencias de la mansturbación, ora con eyaculación, ora sin ella, son muchas, y a cual más desastrada. La tísis; las aneurismas; las palpitaciones habituales;las contracciones espasmósdicas; las convulsiones parciales o generales; la eclámsia; la epilepsia; cierta especie de parálisis particular acompañada de contracción de los miembros; jibosidades o desviaciones varias del espinazo; el embotamiento de todos los sentidos; la pérdida de la memoria; la debilidad de las demás facultades intelectuales, que puede llegar hasta la idiotez y el embrutecimiento; el marasmo y la muerte: he aquí los resultados del abuso sensual y prematuro de sí mismo. Si el mansturbador llega por azar a la virilidad, no cuente con buena salud, ni vida longeva: resígnese a la más vergonzosa impotencia, y renuncie a la fecundidad, o sépa que, cuando más, transmitirá su menguada complexión a una prole raquñitica y desgraciada.
Tantos y tamaños desastres bien valen la pena de ser a toda costa conjurados. Cuiden, pues, los padres de apartar la influencia de todas las causas físicas y morales que dejamos enumeradas, y ejerzan una vigilancia asidua (aunque disimulada) sobre el niño y sobre todas cuantas personas le rodean o tratan (nodrizas, ayas, criados, institutores, compañeros de infancia, etc.), pues ya hemos visto que hasta la cuna tiene sus peligros y sus misterios de depravación.
Hasta los ocho o los nueve años, una vigilancia de todos los instantes, y el amoroso repeto que deben haber sabido conciliarse los padres con el firme y benévolo ejercicio de su autoridad, bastarán para prevenir el peligro. Pero al fin, cuando una casualidad venga a despertar precozmente el instinto erótico, cuando luzcan los primeros albores de la pubertad, aun cuando no coincidan con la aptitud física, es preciso tomar otras medidas. El padre o la madre deben ser los confidentes de sus hijos. Más vale que al joven le instruyan sus padres, que no sus camaradas, o los criados de la casa, o algún libro obsceno” (MONLAU, P.F.: Higiene del Matrimonio o el Libro de los Casados, Paris, Librería de Garnier Hermanos, 1885, 5ª ed, 1853 1ª ed., pp. 569-70

Texto 11. Hacinamiento y Sexualidad en las Clases Populares

“De manera que este miserable albergue sirve a un tiempo de cocina, de establo y de dormitorio a una familia numerosa. No es sólo la salud del cuerpo la que entonces se altera y deteriora, sino que también la salud del alma sufre un menoscabo irreparable y cuyos amargos frutos han de venir a madurarse más tarde con la corrupción de las costumbres, resultado indispensable de una educación poco esmerada, que es la escala fatal por la que se llega a la última meta de los crímenes más horrendos, demostrándonos la estadística criminal que esta clase de seres degradados es la más propensa a lanzarse en la vía de los desaciertos. Y no podía suceder de otro modo; porque confundidos desde su más tierna edad los niños de ambos sexos en un mismo lecho, y presenciando entre sus padres escenas nada conformes a la sana moral, se angosta en ellos el pudor, esa flor virginal de la infancia y pura emanación de la inocencia” (RAMÍREZ VAS, F.: “Importancia de la Higiene y Necesidad de Generalizar sus Preceptos”, La España Médica, V (1860), p. 90)
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